19.9.14

La de cosas que caben en tres teras



Le decía hoy a una amiga que a veces tenemos cosas que no sabemos en donde guardar y otras en las que tenemos un buen lugar en donde guardar cosas que no tenemos. Lo que sé del mundo me hace pensar que se venden los envoltorios con más entusiasmo y mejor marketing que lo propiamente envuelto. Cuenta más tener dónde echar las cosas que las cosas en sí. Es el imperio de los discos duros. Importa poco o nada que luego no sepamos con qué llenarlos. De hecho los llenamos con lo que no necesitamos. Los negocios funcionan siguiendo esta premisa de modo escrupuloso. Hay que vender sin que tenga mucho sentido la razón por la que se está vendiendo. Dicho de reversa manera_ se compra sin entender el motivo, se gasta sin mirar las razones. Podemos llevar este argumento a cualquier parcela de la vida que tenemos alrededor. Se me ocurre Escocia. Se me ocurre Cataluña. En los balcones de algunos ayuntamientos vascos han colgado banderas escocesas. Por hacer ver a quien pase lo cerca que están las dos naciones o por engalanar el consistorio con el símbolo que resume las aspiraciones de sus inquilinos. Porque, en esencia, nos gusta la mudanza. Amamos todo lo que nos saque de la rutina. Da igual que movamos en casa los muebles de sitio o que nos rasuremos al cero o nos dejemos crecer la barba intrépidamente. Lo que trasciende en nuestro sentir de adentro es que el continente es otro. Pero ah el contenido. ¿Qué podemos decir del contenido? De eso no se habla. Solo de la ropa con la que nos vestimos, del techo que nos cubre, del tamaño del cajón en el que guardamos nuestros objetos queridos. Y en ocasiones solo deseamos eso, que el cajón sea grande, que no tenga fondo. Por si un día el azar nos bendice y tenemos la posibilidad de llenarlo. Luego ya sabremos cómo usar todo lo que arrumbamos ahí. Habrá tiempo de considerar el uso de lo que el cajón custodia. Yo mismo ando en la idea de comprarme otro disco duro. Los hay de 3 teras. La de cosas que caben en tres teras. No sé si banderas...De momento el asunto escocés se ha saldado con un me quedo como estoy, me gusta mi sitio

18.9.14

Y el pajaró voló



No me he prodigado nunca en elogiar a The Beatles al modo en que me esmero en hacerlo si encarta escribir o hablar de jazz o de cine negro o de cuentos de Borges. No alcanzo a ver la causa ahora. Probablemente no la hay. Se escribe o se habla de lo que nos concierne o de lo que nos emociona, pero quizá suceda que no sé qué decir. Con algunos asuntos, en cuanto uno se propone contarlo todo y contarlo bien, no terminan de salir las palabras, no se arriman las ideas, está todo como empantanado, sin que se sepa cómo enmendarlo, a qué acudir para que se advierte, en lo leído, todo el amor profesado. Ahí estará mi incapacidad para escribir sobre The Beatles, pongo por caso. Un amigo, anoche, en un correo tardío, me refirió un par de anécdotas sobre cómo los cuatro de Liverpool le cambiaron la vida, y no es cosa de largarlas aquí, pero siempre hay en la biografía personal un apartado beatle, un trozo de vida en donde algunas de sus canciones ( y solo hicieron doscientas y algo) transmutó algo, hizo que el mundo girara de otro modo, levantó el corazón hacia donde antes no había estado, alguna de esas maravillosas cosas o todas juntas. Recuerdo una cita en la que ninguno parecía especialmente cómodo, en donde cualquier asunto intrascendente podría limpiar el aire de fatiga y de prudencias, pero ninguno arribaba, ninguno ocupaba los huecos, hasta que los altavoces del pub, uno que ya no existe, por supuesto, restituyeron, sublimes como son, las primeras notas de Norwegian wood. Recuerdo la conversación agitada, la sensación de que podríamos estar la tarde entera trayendo y soltando letras de Lennon y McCartney. Y el pajaró voló, claro. Siempre acaban volando. 

16.9.14

Cincuenta baldas llenas de libros / Un apunte muy breve



Siempre me fascinó ese clase de voyeurismo que consiste en saber qué biblioteca tienen los amigos, qué nobleza tiene la madera de las baldas en donde confían que sus libros perduren, expuestos y lúbricos, conforme a qué criterios hacer que Cortázar esté a una altura accesible y, pongo por caso, ubicar a Chéjov en la más alta, no sé, lindando con el techo, como si fuese un pecado que corriese el aire. Entiendo que ninguno de los dos las habite y estén otros, de esa o de diferente hondura, capaces de conmover y de hacer amar, de sentir la belleza y de hacernos, en el fondo, mejores personas. La literatura es tan grande que no cabe en una vida. La costumbre de visitar una casa por primera vez y buscar de inmediato los libros que la pueblan no me ha abandonado. Cuando algo visita la mía, en cuanto puedo, suelo traerlo a la habitación en donde ahora escribo, en la que están los libros y los discos de la familia, puesto que se van mezclando al correr de los años los gustos de quienes vivimos bajo este techo. No hay mejor sitio para leer que aquel al que lo habitan los libros, ninguno para escribir tampoco. Recuerdo haber visitado bibliotecas solo para sacar mi cuaderno de anillas, uno de pasta gruesa siempre me vale, y dejarme invadir por Cheever, por Kafka, por Poe o por Machado, si no al tiempo, sí en fragmentos, convidándome a un vuelo puro, haciéndome sentir el invitado privilegiado de una hermandad ancestral, la de la literatura. La foto que Rafael García Maldonado dejó en su muro de Facebook, en donde está Adolfo Bioy Casares, a lo suyo, y su mujer, la también escritora Silvina Ocampo, un poco de posado, como si no contara, es la quintaesencia de la biblioteca doméstica. Solo echo en falta un buen equipo de música y un ordenador. No sé si estas injerencias electrónicas malograran el ambiente idílico o, por el contrario, harán que el esplendor sea más intenso. Hay días en que la música me lleva mientras escribo, días de Bach o de Keith Jarrett o de Miles Davis, pero es la memoria, como un palimpsesto grande, la que va incorporando el relato de las cosas, el modo en que suceden, el hilo que las une.

13.9.14

Las moscas no tienen gramática

Tenemos una invasión de moscas que me ha hecho pensar en el orden del cosmos. La mosca, incluso la menos invasiva, la que ocupa una periferia admisible, incordia al punto de que descrees de que el mundo esté bien hecho y haya una inteligencia detrás, un demiurgo sostenible, una especie de daimon casi sindicalista, al que se le encomienda la tarea de contarnos la trama invisible de las cosas, la textura de la realidad, las junturas del tiempo y del espacio. Odio las moscas como otros odian que Falete suene en Canal Fiesta Radio. Hablo de un odio inargumentable, que es como funciona de verdad el odio. El amor planea por la realidad como Dios planea por sus nubes, pero no sabemos entender a Dios. Ni a Dios ni a los jodidas moscas que ahora mismo, justo en este instante, se paran en la pantalla del ipad, conquistan la interfaz misma, colonizan el espacio narrativo de la aplicación que me permite manifestarme. La mosca pertinaz, la otra mosca, la mosca yanki, la que cree que su casa es el mundo entero, malogra la bondad misma del cosmos, ya digo. Hace que uno se irrite, prorrumpa en maldiciones que no había puesto antes en su boca, se convierta en un alucinado, en una criatura maligna, preñada de mal, consciente de que un cáncer con alas está corrompiendo el ánimo, la felicidad ilusoria, pero durable, de que uno es, en el fondo, un ser jovial, de poco afecto al conflicto, más o menos equilibrado, dotado de una armonía ganada con los años, edificada a través de lecturas, películas, conversaciones de bar y cariños de los que lo aman. Ahora mismo una mosca de las que hablo ha hecho residencia en una línea de texto igual que nosotros hacemos residencia en los libros o en una cama de hotel. Lo imperfecto del mundo se revela en estas pequeñas indisposiciones de orden doméstico. Luego está mi sensibilidad, que es lo único de lo que dispongo para entender el mundo. Mi irritación actual no la compensa ninguno de los recursos a los que suelo acudir. Quizá, en todo caso, la escritura, que es una vía para extraer el mal de adentro y dejarse crucificar por la limpieza de la gramática. Las moscas, las putas, no tienen gramática. Es lo que tiene un fin de semana, fantástico, por otro lado, en mitad de la naturaleza. 



8.9.14

Una conversación con K.

K. me preguntó anoche si hoy escribiría sobre la vuelta a las clases, si escribiría sobre el final del verano o si no escribiría nada. No escribir nada es una forma de escribir también, le contesté. Uno escribe un texto vacío que es como eliminar todos los textos inútiles, los que no te satisfacen, y dejar uno que, al final, también merece la censura. Habrá por ahí un cuadernoen el que cada escritor va escribiendo (o no escribiendo) sus mejores textos. Son los buenos de verdad porque han sufrido la criba más minuciosa. Un texto sin texto no es un texto, una palabra que no se dice no llega a la categoría de palabra, un beso que no es tal beso, me dice K., intrigado por la inclinación fantástica de mi respuesta. Es una especie de texto alternativo que no ha acabado de imponerse a la realidad y espera (o no espera) que se le dé un rango más cabal, de más asiento en el mundo de lo físico. Todos los lectores, a su modo, tienen en la cabeza textos invisibles, textos que no existen, textos que ningún escritor hizo para ellos, pero que se reproducen en su cabeza. Quizá todos los escritores son lectores de ese tipo. Uno va escribiendo (como yo ahora), pero solo va registrando las palabras que escucha en su interior, el texto que zumba en su cabeza. Todos la literatura es un heroico acto de transcripción, K. Los escritores, más que escritores, somos escribas, amanuenses, abnegadas máquinas que vuelcan palabras, puntos, comas, frases, puntos y aparte. Entonces, me revela K., como si fuese una epifanía asombrosa, la realidad que vivimos no es tal tampoco. Quizá estamos en una realidad que está imaginando otro y a lo único a que podemos aspirar es a comprenderlo, pero no es posible escabullirse, salirse de esa trama, solicitar que se nos extraiga y se nos incorpore a la realidad verdadera, si es que hay alguna realidad que tenga más veracidad que las otras. Es que no sabemos nada, Emilio, me dice. No tenemos certezas perdurables: tenemos cierta conciencia, comprendemos ciertas cosas, pero en el fondo todo es frágil, de una fragilidad muy orgánica, eso sí, muy tangible y a veces incluso muy científica, pero todo es una figuración. La religión es un trasunto de la literatura. Pensar en Dios es también pensar en un autor omnisciente, en un escritor absoluto, uno que no escatima personajes y entrelaza tramas y cierra, sin que lo ordene la razón, cualquier ramificación de la historia, sin importarle a quien afecta. La muerte es la coartada, podríamos decir, Emilio. Con lo que hoy no escribiré sobre la vuelta a las clases - en general ha sido una mañana intensa, caótica, preñada de vértigos y de emboscadas burocráticas- ni sobre el final del verano - que está siendo de un fresco anormal- sino que haré un no-texto, que es en el fondo lo que estoy aquí dejando. Ahora, si me perdonan, dejo la plantilla de blogger, publico lo escrito y me voy a la mesa del almuerzo. Creo que hoy toca carrillada como plato principal. Me sirvo una cruzcampo para ir abriendo boca. 

6.9.14

En un baile de perros

. Lo hablé precisamente anoche. Siempre hay por ahí alguien que no te traga, al que no gustas,  que prefiere no saber de ti o al que incluso le encantaría saber que te va mal, que la desgracia se te ha echado encima y andas triste por la calle, sin que te asista la alegría de antaño, en fin. Es un halago que no todo el mundo tenga de ti una opinión favorable. De tenerla, fallaría algo, como deja caer mi amigo Joselu, que es un librepensador, un señor que le da muchas vueltas a la cabeza y va registrando todo lo que buenamente va saliendo de esas cogitaciones. La idea de que gustes, no ya de que tengas amigos o que alguien te ame de verdad, digo el hecho de que los demás reparen en ti y aprecien lo que haces o lo que dices siempre me ha parecido enormemente atractiva. He conocido gente con un encanto fabuloso, que han conquistado el lugar en el que estaban, haciendo que todo girase alrededor suya, representando una especie de función muy natural de teatro en la que los otros eran espectadores y, en ocasiones, participantes de la trama. Alguno de ellos, al que considero un hermano, posee la facultad de caer extraordinariamente bien o de, si se lo propone, no caer bien en absoluto. Admiro ese milagro de los afectos inmediatos que yo, en lo que entiendo, practico a veces y que no siempre resulta oportuno. Mi abuela lo decía de otro modo: hay que ver cómo te gusta llamar la atención. Uno se ve desde fuera como si yo no fuese de su propiedad. Se contempla al modo en que contempla a los que lo rodean.  Lo cantaba Auserón en la mejor Radio Futura: Deja ya de intentar caer bien a todo aquel que se ponga delante, pues quizá todo el mundo a la vez va a cambiar de opinión contra ti. Lo digo de memoria. Puede faltar algo. 

Paganos, en el fondo




No me incumbe. Lo primero que he pensado al ver la fotografía del obispo Cañizares es que no es algo que me afecte, nada que conduzca o deje de conducir mi vida. Después he caído en la cuenta de que es posible que sí sea de mi incumbencia. Lo es porque uno está en el mundo y nada que sucede dentro suya me es ajeno, como dijo Donne, el poeta inglés del doblar de las campanas.  Luego está la fascinación, un poco perversa, lo admito, que ejerce sobre mí la pompa de la curia, toda esa dolorosa estética con la que se adornan las iglesias y los libros de salmos. No hay forma de no sentirse nombrado cuando los teólogos cuentan el principio del mundo y razonan, a su poética manera, el inevitable giro escatológico al que está abocado en estos convulsos días. Siempre que escucho hablar de Dios y de sus nubes, del paraíso y del pecado, presto la mayor de las atenciones. Reconozco que es una atención neutra, de poco o nulo afecto sentimental por lo escuchado, pero soberbia en cuanto a riqueza intelectual, magnífica para ser usada en una terraza de verano, con los amigos, bien convidado de licores. En eso, me siento afortunado. Poseo tres o cuatro amigos con los que no comparto nada sacramental, pero nos profesamos el respeto suficiente para ir y venir por la mística y salir y entrar por los templos y por las tabernas. Soy un pagano bendecido por la fe al modo en que he visto creyentes pecaminosamente heridos por lo pagano. Al final todos andamos en la misma cuerda, paseamos los mismos jardínes y terminamos hundiendo los pies en el mismo maravilloso (a veces) barro. Pero aquí, en Cañizares convertido en un rey francés del siglo XVII, no hay barro y, de haberlo, no es ninguno del pueblo llano. No hay nada llano en el posado del obispo. Hay altivez, hay opulencia. Está ahí, el obispo rico, rodeado de sus lacayos más cercanos, mirando al mundo desde un lugar al que no es posible acceder. Como si la ventana desde la que observase no fuera de este mundo. En realidad no lo es. La fe, para ejercerse con hondura, requiere una extraterrenidad. Uno podría creer en algún Dios que hubiese creado el mundo y anduviese por ahí arriba, desatento al rumbo que va tomando, pero no es fácil entrar por este aro, penetrar en la religión que nos vende Cañizares en este final de verano. Si hay otra, que es cosa de escuchar a los que la profesan, quizá no esté bien que esté representada por esta poderosa imagen. Porque es poder lo que transmite. El poder que siempre rondó a los poderes eclesiásticos, de los que se valieron para que la cristiandad haya sobrevivido a dos milenios de guerras. 

La fe no tiene nada de siniestro o tiene la misma cantidad que la vida, pero la ceremonia de la fe, lo que se construye alrededor suya, hace pensar que lo siniestro anda por ahí debajo, pugnando por liberarse. La culpa no es del ojo que mira sino de lo que el ojo observa, Sea uno feligrés militante, creyente escaso o descreído total, acaba comprendiendo cuáles son los males que afectan a la Iglesia y encuentra el lugar exacto en donde se alojan. Y no es que a uno le duela que estos personajes se invistan de oropeles, saquen los terciopelos, los bordados y presuman de la pompa de antaño. No me incumbe, no me afecta, no es de las cosas que me roban el sueño. Solo me siento y escribo. Dejo aquí la constatación de que son gente lista éstos de los ropajes caros. No pueden dejar de serlo. Viven entre libros, se cultivan a diario en el reposo limpio de sus seminarios. La otra iglesia, la que milita en las calles y sale a los refugios de los parias del mundo y los adecenta y les asiste en afectos y en víveres no es la que uno percibe en la fotografía de marras. No es posible que lo sea. Esa otra iglesia, de la que sé por gente que la vive, a la que se le debe agradecimiento, no debe tener nada que ver con esta otra. Pero insisto en que soy un ignorante, un descreído que mira las cosas y les busca siempre un sentido o una falta de sentido. Hoy ha tocado lo segundo. Con los de las sotanas suele pasar precisamente eso. Si hay un cielo que ande esperándome, no creo que este arrebato mío de sábado, y tantos otros de antes y otros del futuro que no ha llegado, me arrebate mi lugar, mi derecha del Padre, mi espléndido paraíso en la eternidad. Mientras tanto, qué excéntricos, qué poco asequibles, qué listos son todos. Qué ingenuo uno.

5.9.14

El cerdo feliz


No sé qué se necesita para ser feliz. Ni siquiera poseo una idea leve, transportable, de fácil asiento en la cabeza. Todo lo que uno puede saber sobre la felicidad no suele servir para que otros la disfruten. La que yo siento escuchando Kind of blue, el antológico disco de Miles Davis, nunca lo he visto en el rostro de quienes han compartido conmigo la experiencia de meter el cedé en la bandeja y darle al play del reproductor, pero tampoco quiere eso decir mucho. De hecho hablo sin saber, que es muy mío, apenas consciente de que los demás, a su secreto modo, viven la felicidad con la intensidad que yo a veces no percibo en ellos. Anoche vi a un hombre, en la esquina de mi calle, contemplar las evoluciones de un gato. Juro que le prestaba una atención máxima. Era un espectáculo el hombre de la esquina, un hombre mayor que suelo ver merodeando el bar que principia mi calle. El gato no tenía importancia alguna. Podía haber sido el vuelo de una golondrina o un muchacho dándole patadas a un balón. Hay quien siente el placer y no lo manifiesta, una especie de placer privado y compartimentado,  inaudible casi, como si lo reprimiese y, contenido adentro, lo disfrutara con mayor firmeza. Lo que me fascina de esta fotografía, cuyo autor desconozco, es la felicidad que transpira, toda esa rudimentaria evidencia de que podemos convivir en este mundo sin tener que hacer lo que hacen los otros, sin acabar ejecutando ceremonias ajenas, simplemente dejándose llevar por algún volunto inargumentable, imposible de vestir con palabras. No sabemos qué piensa el cerdo. Ojalá pudiéramos. De verdad que aprenderíamos algo. Ahora me retiro a mis cuarteles del sueño. Juro ahora que el día ha sido de una intensidad maravillosa y a veces insoportable. Los días, en ocasiones, nos abrazan tan animadamente que acaban por molirnos. Ahora mismo estoy un poco molido. Escribir sirve para conciliar el sueño. Cierro. Buenas noches. Voy a ver por ahí si España le ha ganado a Francia. Me da que no habrá levantado cabeza. Son malos tiempos para sacar banderas a los balcones. 

1.9.14

En un reino junto al mar




It was many and many a year ago,
   In a kingdom by the sea

E.A.P.

No tiene importancia ninguna. De hecho no se la encontrado conforme he ido pensando en las razones que hay para que uno se despierte pensando en tal o cual cosa, en la Annabel Lee de Poe, en la cara retorcida de Rouco Varela o en un tren que va hacia el norte. Igual todo depende del sueño que acabas de tener. Los sueños son los que te ponen los pies en el sueño, una vez despiertas. Mejor haber soñado con Poe que en el mitrado episcopal. Los trenes me siguen pareciendo fascinantes. No hay nada como los trenes para pensar en una historia o para invertársela. Los sueños, a su modo, son trenes que no salen de ningún lugar y no terminan tampoco en ninguno. Esta noche volveré a perderme en los sueños. En ocasiones, cuando principia el día, pienso en qué vi, con quién compartí el delirio. Suelo viajar solo. En esas excursiones, prefiere uno no llevar compañía. Estaría bien poder elegir, de antemano, quién será el que nos lleve la mano o a quién llevar nosotros. Buenas noches. Mañana empieza el trabajo. O quizá nunca ha dejado de empezar a diario. 

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...