17.5.24

Tentativas espirituales de un árbol

 “Quien se ha encontrado a sí mismo ya no puede perder nada.”


La verdad nunca es vana. Aforismos

Stefan Zweig



A un árbol le convino prescindir de la tierra. 

Se quiso ver izado en íntimo ayuntamiento con el algodón del aire, flipar en la comisión de las nubes, convidarse de viento. El árbol se ha declarado pájaro. Ya no son de barro sus palabras. Festejado el vuelo, el árbol declina perseverar en todas esas maniobras aéreas y urde un descenso alocado al azul sin brújula del agua. Esa indagación acuática lo abate en una tristeza líquida de la que se zafa al comprender la verdad pedestre y glauca. Envalentonado, se decide a brincar por el campo. Las distancias eran alicientes para su improvisada y feliz disposición locomotora. No contento con la adquisición del desplazamiento, se detuvo. Su corazón se desquició al no dar con una residencia fiable. Finalmente, cansado, contrariado por el trasiego, echó raíces. No hay árbol que no haya sentido la llamada del aire, ninguno que no anhelara el tumulto del agua. Si se acerca el oído al tronco, podemos apreciar su mansa obediencia a la tierra. Late como un corazón que ya se ha encontrado a sí mismo y no tiene nada que perder. Un árbol muerto es el vértigo roto del aire. Ni la lentitud lo abraza. Su raíz es una plegaria ensimismada, una catedral de rizoma y frio. Un árbol muerto es la constatación de una homilía sorda. De invisible que se hace, podemos escuchar su piel. Quien desatiende la visión de un árbol ciega el latido de su sangre. 

16.5.24

La idea de un cisne

 Vi un cisne en el estanque de la Casa de Cristal del Retiro tan a lo suyo, tan cabal y perfecto, con esa claridad sublime de lo inefable, que pensé en no atribuirle la sustancia del cisne, la propia y convertida en su porte y en su antigua prestancia, ni aceptar que el cisne fuese algo que se pudiese nombrar y hacerlo ingresar en la rueda de las palabras y en el vértigo de la memoria. Le sustraje su naturaleza más íntima. Le impuse al cisne una categoría mayor, eterna, ajena al tráfago de las cosas, de la que ni siquiera yo tendría intendencia y que acabaría desvanecida, ocupada en algo superior y de arduo manejo: la belleza. Fluía entonces, pues era fluir su tangible desempeño, para que yo ahora inexplicablemente escriba esto. 



15.5.24

Bodegón


En responderse cómo se muda la edad,

tarda uno un tiempo formidable

que bien valdría emplear en propósitos

de mayor hondura y de más noble fin.

Domeñar oleajes, varear el aire,

declamar sonetos, inventariar los vicios del alma,

pintar un friso de ciclámenes y jacintos,

vivir sin pesares ni presagios una vida de fábulas y oro,

urdir pequeños prodigios que alivien la dureza de la travesía,

asumir el fardo torpe del cuerpo,

escribir a la caída de la tarde un panegírico

alegre y frívolo que desoiga la crudeza del empeño.

Así afanar al pecho la dicha del loco corazón en su tumulto de sangre.

Así convocar el numen de lo etéreo

mientras el vértigo y la fiebre coronan un risco

y anhelan agonizar en mi carne. 

 


14.5.24

Jazz, cerveza, aforismos


 Si se me hace pensar en si soy más de cerveza o de jazz, determinado a elegir, conminado a decantarme, respondería con esta fotografía que me hizo Araceli Antrás en el día en que presenté en sociedad, en la semana del Jazz de Lucena, un librito mío al que tengo un cariño especial: Un poco de swing, por favor (Aforismos sobre el jazz), delicadamente publicado por Cypress en 2020. La posibilidad de envalentonarse uno y escribir un libro de aforismos sobre la cerveza me ha entusiasmado la mañana. Creo que todo es aforismable, permítanme la acuñación verbal. En realidad, la literatura lo abarca todo y se deja cortejar por cualquier manifestación sensible. Basta encomendarse al arrullo dulce del numen. Anda por ahí siempre. 


13.5.24

El amor es una atracción en un sábado de feria

 



Hay quien sostiene que la felicidad consiste en no tener conciencia de que se tenga o no; quien, cuando el azar o la tenacidad la brinda, piensa en ella sin excesivo empeño, como algo fugaz, de apenas asiento, sin que le turbe, ni lo esclavice. Conozco gente feliz. No se advierte que flaqueen, no hay resquicios visibles que evidencien un roto por donde se escape esa felicidad con la que se visten. Desde afuera, uno aprecia esa especie de exaltado estado del ánimo, esa visión absoluta que quizá ni ellos mismos son capaces de aplicarse. También gente que no parecen haber sido felices en su vida. En esos infelices vence la idea de que no  hay modo de contentarlos, de que no hay con qué agasajarlos para que sonrían o miren con alegría, contentos, hospitalarios consigo mismos. Es un asunto extraño el de la felicidad, sin duda. Si me pregunta si soy feliz, no podría responder certeramente. Si no me lo cuestionan, entra en lo posible que sí lo sea. Como la famosa cuestión de qué es el tiempo. No hay día en que no piense en esa gente feliz, en contarles lo que se ve desde afuera, aunque ellos descrean y no atiendan a lo que yo de verdad siento, pero no doy con la manera sin que se sientan incómodos, abrumados por argumentos a los que tampoco dan un crédito fiable. A la reversa, podría suceder que ellos se ocuparan de mí, pensaran si soy feliz y sacaran la extraordinaria conclusión de que lo soy de un modo irreprochable. De esos amigos felices que tengo tal vez alguno crea que me guía el afecto sincero o que me ciegan los años compartidos, las conversaciones abandonadas en las barras de los bares, los paseos volviendo al barrio. Ahora son otros tiempos y ya no vivimos en ese barrio. Es uno quien cambia, no los tiempos. La infancia es la única patria, dijo alguien. Lo es hasta el hartazgo. Se echa la vista atrás y encontramos el mapa de esa felicidad precaria, cálida, inasequible al desaliento, forjada en fuego y en barro y en sábados enormes en la plaza, dándole a la pelota, corriendo de un lado a otro como si el mundo hubiese anunciado su finiquito.

Todo queda ciertamente lejos ahora: lo mitificamos a nuestro antojo, le concedemos el rango metafísico de los paraísos perdidos: cuente el buen lector la niñez o la adolescencia, repase ese paraíso suyo, las calles en las que se forjó la épica más noble del ser humano, la de los juegos y la de la pereza, donde se echó el ojo al primer amor o donde, por obra siempre de la fortuna, se malogró ese enamoriscamiento y se vertieron las primeras maravillosas lágrimas o se dio el beso primero, ése que nunca tuvo rival, por muchos que se dieran más tarde, por muy trabajados y procaces que fueran. La felicidad de la que hablo no es un asunto baladí: de ella depende en gran medida el sostenimiento de todas las posibles felicidades futuras. Estoy con quienes ven en la construcción de una infancia feliz la antesala de una edad adulta no excesivamente malograda. Creo con firmeza en la limpieza moral de los años en los que la moral no es carga alguna y vive uno libre, desprejuiciado, cogiendo esto y aquello, sin pensar en el mal que se causa o en el bien que esos actos conllevan.

La infancia es la irrealidad. Luego se le afinca la adolescencia, la adolescencia mineral y primitiva, que no deja de ser un florecimiento orgánico, un brotar asilvestrado de todas las cosas, las del pensamiento y también las del cuerpo que acoge a lo pensado. Se tiene de ella un regusto maravilloso de felicidad absoluta, un poco tonta y despreocupada, traviesa y pura. Está la locura y está la cordura. A veces conviene que se desquicie la mirada o que se impregne de lujuria. Se regresa sin esfuerzo, está a mano la rutina, el gris de las cosas que ya hemos visto, pero lo que dura en la memoria son los atrevimientos, esa osadía de pareja recién casada que prueba a girar sin pensar en nada más, sin que nada les ate, ni les frene. El mundo es de ellos mientras giran. La edad adulta exige siempre peajes muy altos. No se sale nunca indemne de ir creciendo. Al corazón lo violenta el aire incluso, el aire turbado por la fatalidad, comido de prisas que no precisamos, íntimamente convencido de que no hay vida más allá, ni escapatoria. El corazón tan duro, desmemoriado, sin signos de izado. La memoria tan blanda. El que no recuerda los años de la niñez, la fiebre de los juegos, el vértigo fabuloso de los cacharros de feria, no ha aprendido mucho. Debería existir una posibilidad de volver allá, pero es bueno que no la haya. La infancia no se abandona nunca. A veces permitimos que salga, dejamos que pasee alrededor nuestra, haciendo el tonto, dando brincos. Es entonces, si acude, cuando creemos estar en un sábado de hace muchos años, corriendo de un lado a otro, creyendo que no hay nada afuera que tenga más importancia que el juego en el que estamos y giramos en una atracción de feria y el mundo gira con nosotros y sentimos que no podemos contener la gana de reír. Algo así como el amor o como si siempre fuese uno de esos sábados gloriosos. 

11.5.24

Rubens con señora


 


Hay cosas a las que uno presta una atención distraída o ninguna, ante las que pasa sin detenerse, no percatándonos de que probablemente nos perdamos algo hermoso a lo que estamos dispuestos a renunciar. Se puede vivir una vida entera sin apreciar la belleza, pero no sé si es en verdad entonces una vida sentida o es otra cosa: tan solo la costumbre de los días con sus noches, el tráfago penoso del tiempo, con sus miserias enormes o con sus dolores imperceptibles. La fascinación que produce la visión de la belleza no se parece a ninguna otra. Está cuando irrumpe el alma en vilo, sobrecogida, está uno débil, rendido, mejor expresado: no se le ocurre batallar contra lo que observa, plantear alguna contienda contra el objeto que lo traspasa, del que se impregna. Da igual la experiencia adquirida, el conocimiento poseído, el arte - la belleza, la gran belleza - aturde, anula, pero no empobrece, no excluye, ni daña. El arte es un artefacto de muchas capas, un objeto que en realidad esconde muchos objetos. Un palimpsesto infinito. 

El cuadro de la fotografía está enmarcado en la fotografía en sí, que es otro cuadro súbitamente sobrevenido. Incorpora a la señora, cuya injerencia mueve el punto de referencia, que puede dejar de estar en el cuadro mismo y alojarse en ella, en el pie derecho levemente levantado, como si estuviese aupándose, izando la vista por afinar la mirada. No afinamos la mirada, no nos esforzamos en ese sencillo acto de reivindicación de la posesión de la realidad. Somos dueños de la realidad, pero no hacemos uso de esa propiedad. Desatiende uno la maravillosa riqueza que se abre delante y a colores se despliega como un atlas, como dijo el cantor, pero podemos educarnos para que lo observado perdure, para que el acto de mirar trascienda o para que - ya acabo - mientras miramos se produzca el milagro de las catedrales, esa sensación de sentirse algo irrelevante, de aceptar que hay cosas prodigiosas y que están ahí para que las abramos y veamos, capa a capa, qué hay dentro, hasta qué punto pueden hacer que nuestra vida, ay, sea más feliz. Igual se trata solo de eso, de que la belleza nos haga más felices. Más inteligentes y más felices. El cuadro de Rubens con la señora adentro es un excelente modo de pensar en ese regalo inadvertido. Rubens aplaudiría. 

10.5.24

Los príncipes vigilaban el camino a lo largo de la atalaya

 


La noche que en el Sur lo velaron

A Letizia Álvarez de Toledo

Por el deceso de alguien
—misterio cuyo vacante nombre poseo y cuya realidad no abarcamos—
hay hasta el alba una casa abierta en el Sur,
una ignorada casa que no estoy destinado a rever,
pero que me espera esta noche
con desvelada luz en las altas horas del sueño,
demacrada de malas noches, distinta,
minuciosa de realidad.
 
A su vigilia gravitada en muerte camino
por las noches elementales como recuerdos,
por el tiempo abundante de la noche,
sin más oíble vida
que los vagos hombres de barrio junto al apagado almacén
y algún silbido solo en el mundo.
 
Lento el andar, en la procesión de la espera,
llego a la cuadra y a la casa y a la sincera puerta que busco
y me reciben hombres obligados a la gravedad
que participaron de los años de mis mayores,
y nivelamos destinos en una pieza habilitada que mira al patio
—patio que está bajo el poder y en la integridad de la noche—
y decimos, porque la realidad es mayor, cosas indiferentes
y somos desganados y argentinos en el espejo
y el mate compartido mide horas vanas.
 
Me conmueven las menudas sabidurías
que en todo fallecimiento se pierden
—hábito de unos libros, de una llave, de un cuerpo entre los otros—.
Yo sé que todo privilegio, aunque oscuro, es de linaje de milagro
y mucho lo es el de participar en esta vigilia,
reunida alrededor de lo que no se sabe: del Muerto,
reunida para acompañar y guardar su primera noche en la muerte.
 
(El velorio gasta las caras;
los ojos se nos están muriendo en lo alto como Jesús.)
¿Y el muerto, el increíble?
Su realidad está bajo las flores diferentes de él
y su mortal hospitalidad nos dará
un recuerdo más para el tiempo
y sentenciosas calles del Sur para merecerlas despacio
y la noche que de la mayor congoja nos libra:
la prolijidad de lo real.

Jorge Luis Borges 


La muerte no sería tan mala si pudiéramos desaparecer simplemente en ella sin ningún preliminar fastidioso.

Thomas Ligotti (La conspiración contra la especie humana)



Hay cosas contra las que la muerte no puede hacer nada. La buena vida es la que deja a la muerte perpleja, la que la rebaja a la condición de fantasma a los ojos de un descreído. De la mucha educación que recibimos a lo largo de los años hay escasa pedagogía para prepararnos a morir bien. Tampoco contribuye la construcción judeocristiana del pecado y de la falta, artilugios morales que aplazan o anulan una cierta visión lúdica de la muerte. La figura con la guadaña de la viñeta (estupenda) de Okada ilustra el modo en que uno entiende estos asuntos. Vamos pensando en que esto tiene un fin pero no es el nuestro. Somos eternos mientras vivimos, quizá deberíamos pensar. Vamos (en este hilo un poco fúnebre hoy de las cosas) afinando la melodía del adiós e incluso preparando el contenido de ese equipaje con el que queremos partir. Y ojalá dejemos a la muerte perpleja, tocada por el asombro de vernos ufanos y mansos, viviendo por encima de cualquier otra consideración, a espaldas de todas las palabras mortuorias que nos van contando en vida y que casi nunca nos escoltan bien hacia la muerte. Quien no valora la muerte no da aprecio a la vida, se puede pensar también. Cioran, que no era precisamente la alegría de la huerta, lamentaba que la civilización occidental hubiese escamoteado siempre al cadáver. La filosofía se ha erigido casi en exclusividad a dar con un modo de entender el tiempo. El Arte se ha valido de ella para edificar magníficos monumentos de la sensibilidad y de la inteligencia, de la belleza plástica de la partida, pero siempre se escabulle un toque liviano. Todo es tragedia y demolición. La religión es un mecanismo falible de anuencia ante su comparecencia. Toda ella está organizada alrededor de la muerte. Nosotros nos atrevemos de cuando en cuando a perderle un poco el respeto y esperamos, en el mejor de los casos, que su abrazo nos pille desprevenidos, ajenos, amarrados al vivir. Jocosamente, uno recuerda la petición de cómo querría morir el enano Lannister de Juego de tronos.  Mi padre murió en la plácida residencia del sueño. La vida se rescinde en él con mayor ligereza. Ella misma es un sueño. Eso nos contaron los poetas. Al menos esa liviandad un poco osada queda bien en la cháchara del bar. En mi tierra, en Córdoba, en los velatorios, se esmeran los deudos en extraer el mejor humor. Quien los conoce, sabe que no hay ninguno que se precie en donde no caiga un buen chiste o una chanza sobre la inaplazable parca: quien va a un entierro y no bebe vino el suyo viene en camino.  La vida no es más que una broma, cantaba Dylan en All along the watchtower, y los príncipes vigilaban el camino a lo largo de la atalaya. 


9.5.24

Los inicios infalibles

 

Tal vez lo más difícil de escribir una novela sea dar con el inicio prometedor, con las palabras bendecidas por el numen de las que brotarán más tarde en alegre comandita las demás, como si de una promiscua floración se tratase. Una vez que se han fijado, ocupadas un par de líneas o, más felizmente, un párrafo completo, podemos asegurar que lo peor ha pasado. El resto (las cien, doscientas, quinientas páginas) devendrá con el fulgor entusiasta de la inspiración bautismal: ella la irá haciendo avanzar, ella se las compondrá para que el desarrollo y el cierre no desentonen con ese comienzo deslumbrante. Quizá esa sea la causa por la que gente no se aventura en la escritura de novelas y prefiere aplicarse en el género poético (hay más poetas que lectores de poesía) o en la manufactura de alguna artesanía de aliento breve como el aforismo, el cuento o, con más reconocida enjundia desde alguno de dinosaurios, el microrrelato. Yo mismo he comenzado más novelas de las que puedo recordar. Entra en lo razonable que cada relato que mi discutible talento literario haya acometido alguna a la que se le redujo progresivamente el tamaño y quedó en la fortuna o en la desgracia de un cuento. El verbo que mejor explica este proceso creativo es "jibarizar". Se puede argumentar sin temor a que se nos repruebe que hay historias que no cuajarían si se extendiesen. En todas las criaturas sensibles hay un teólogo y un novelista. Saber esas tentativas de novela es más complicado de lo que parece. Hay quien no da con las herramientas de poda; quien, más que escardar, aplaude la broza y, con absurda frecuencia, cree que todo es luz y providencia divina y no se percata de la comparecencia de la sombra. Se agradece que el escritor se convide de concisión, no se jalee ni explaye con algarabía. Hasta la construcción de las grandes catedrales deben ser gobernadas por la mesura. Borra, pule, corrige: esas son las advertencias. El desaliento puede cundir al trasegar las páginas. No sé la de novelas que he leído cuyo esplendor se ha ido desvaneciendo progresiva o bruscamente. También las hubo que cobraron vigor en el tramo medio y hasta cuando se acaban. Lo que no ha alcanzado esa manifestación narrativa, esa especie de género en sí mismo, es el fin. El comienzo siempre ha sido muy prestigiado. Se puede decir que los inclinados a conocer el origen ganan a quienes desean conocer el destino o el futuro o el porvenir. Queremos saber qué hubo antes, el lugar de donde proceden las narraciones. El final, la conclusión, interesa de un modo accesorio. Siempre se puede urdir una propia, pero es el arranque el que entusiasma, el que atrapa y fideliza. En literatura, en la rendición de la novela, la clásica, la actual, hay una inclinación a que todo fluya y nada desentone, a que el comienzo, el nudo y el desenlace vayan bien hilados, convertidos en un todo limpio.


Todos recordamos grandes principios novelísticos. Sabemos cómo empieza el Moby Dick de Melville, esa pesquisa metafísica vestida de novela de aventuras: “Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo”. 
En El nombre de la rosa de Umberto Eco hay un tono bíblico: En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible".  García Márquez pone al coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento para que recuerde "aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo" en Cien años de soledad. Miguel de Cervantes juega a las falsas pesquisas detectivescas para hacernos conocer a Alonso Quijano, el Quijote de la Mancha, al que la fiebre de los libros ha borrado la cordura. "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda". Nabokov en su Lolita hace que el narrador Humbert Humbert codicie el fuego del alma y susurre: "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita". Charles Dickens, en Historia de dos ciudades, se decanta por las frases cortas, cosidas unas a otras impecablemente: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”.  Kafka, en La metamorfosis, invoca al asombro puro: “Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”. Se nos escapa (no hemos querido poner la suficiente atención) el final de todas esas narrativas. La manera en que acaba es secundaria, aunque parezca que reclama un lugar de privilegio y todo conduzca a ella. Los finales, por necesarios que sean, no tienen el peso metafísico de sus progenitores, los inicios rotundos, esas frases que se te impregnan y de las que ya no sales. Del fin, el fin considerado como un cierre absoluto, interesa la posibilidad de que contenga alguna vía por la que penetre el aire e insufle de vida al cuerpo recién fallecido y resucite. Queremos continuar, darle un cuerpo nuevo  la carne recién sacrificada, hacer que el juego distópico irrumpa y la trama sea otra trama, no la aprendida, la asumida. Queremos que Lolita no acepte a Humbert Humbert, pero tampoco nos satisface que viva esa vida mediocre, atado a un hombre sin sustancia que sólo ha sabido dejarla embarazada. Cuando Nabokov cierra su novela lo que el lector desea es que no acabe. He ahí la permanencia de la novela, de todas las que nos calan, añado. Yo he inventado finales que me agradaban más que el estipulado por el autor. El final es una trampa, el fin es un pacto que no ha sido consensuado por las dos partes, el fin es cualquier cosa menos una liberación. Las novelas tienen dos autores: el que levanta acta con las palabras y el que, leyendo, arguye caminos nuevos, vías por las que la trama puede avanzar. Los cuentos no acaban nunca. Tienen un arranque, pero no precisan un finiquito. La vida es una trama novelística más. La literatura lo acapara todo, no hay nada que no sea capaz de succionar, no existe ninguna otra consideración. La singularidad irrepetible del comienzo del cosmos (ese latido primero, ese ruido iniciático, esa explosión lírica y cruel) es lo que de verdad nos importa. Tiene también intriga entender cómo se expande o si ese ahondar en el espacio y en el tiempo tendrá un latido postrero o un ruido póstumo. Tiene morbo comprender esa inercia, indagar en el tímido arranque. Quienes siempre supieron esto son las religiones. No se preocupan del infinito pasado, sino del infinito futuro. Queremos saber si Lolita llegará a vieja. Si al final el capitán Ahab se reconcilia con la naturaleza y con el destino y entiende que la ballena blanca y él son la misma extraordinaria cosa y que uno y otro poseen idéntico hálito, que hay un pulso de vida o de muerte (qué más da) que los propulsa y guía y justifica.


8.5.24

De un fulgor sublime

Pesar la lluvia, su resurrección de agua, es oficio es de poetas. Un poeta manuscribe versos hasta que él entero es poesía y cancela la costumbre antigua de transcribir su alma. El delirio de convertir el milagro de la poesía en un acto de fe pura no es materia baladí. Nace elogiada de luz la palabra que concita la unánime prestidigitación de la emoción, pero hay manifestaciones sutiles, glorias de lo inefable. La del que se extasía en la contemplación de lo que carece de volumen. La del terraplanista cuando de pronto concibe la continuidad del paisaje y no se da de bruces con el abismo. Ya no hay abismos. Queda la lujuria de la memoria. Pensamos para precavernos de la soledad. 



7.5.24

30 aforismos copulativos



La paternidad es la audacia del generoso. 


*


Un soneto es la desventura del caos. 


*

La sangre es el bufón de Dios. 


*


El amor es una catedral en construcción. 


*


Una catedral es el crepúsculo de la ciencia.


*


El frío es una república de lobos. 


*


La inspiración es la caligrafía del azar.


*


El azar es un pájaro que desdice el vuelo.


*


El reloj es una hormiga hacia ningún hormiguero. 


*


La niebla es un una mala digestión del aire.


*


El pecado es el bosque pensando en la ceniza. 


*


El cáncer es el imperialismo de la sangre. 


*


La costumbre es una novedad humilde. 


*


Un aforismo es el anfitrión de un milagro. 


*

 El insomnio es un ángel ciego.

*

El infierno es la elocuencia del fuego del alma.


*


La tristeza es la hoja que desobedece al árbol. 


*


Una utopía es una verdad adolescente. 


*


La metafísica es la sublimación de la metafísica.


*


La melancolía es la contribución del hombre a la fragilidad del mundo.


*


Los celos son la expresión más rudimentaria del capitalismo. 


*


La bondad es la sintaxis del alma pura. 


*


La fe es la imaginación de la ciencia. 


*


El amor propio es el más esquivo. 


*


La vida es no contar con entenderla. 


*


La razón es la vehemencia improvisada de la verdad.


*


Una flor es un verso de Dios. Quien la ve, su poema. 


*


La muerte es el incendio más puro de la luz.


*


El arte es la virtud de la eternidad. 


*


Los sueños son la escritura del azar. Quien sueña, su ciego traductor sin lenguaje. 





Tentativas espirituales de un árbol

  “Quien se ha encontrado a sí mismo ya no puede perder nada.” La verdad nunca es vana. Aforismos Stefan Zweig A un árbol le convino prescin...