31.3.08

Despierto


Fast food para estos tiempos de liviandad, consumismo y palomitas con Coca-Cola light, pero este es el rumbo por el que deben transitir las propuestas de cine comercial. No hay nada relevante en Despierto, pero tampoco nada que alarme, ninguna fractura con el sentido común de las cosas.
Carente de otros méritos, subsiste la idea - más primaria y conciliadora que otra cosa - de que la cosa podría haber ido muchísimo más lejos. No creo que haya sido una falta de ambición: hay actores conocidos y el guión, abonado a las intrigas hospitalarias, no chirría en exceso y hasta contiene alguna más que puntual invitación al desconcierto o asombro. Convencional hasta el pasmo, Despierto apenas despierta más allá de la sobada evidencia de que hay gato encerrado entre el bisturí y el anestesista o entre la madre protectora y la novia cuca que se arrima más de la cuenta. No hay más: es ésta la única madera que permite que arda la emoción. Incluso las razones del estropicio médico, del vil asesinato que ocupa la parte central de la historia, no acaban de ser explicadas como deben y se queda uno pasablemente convencido, pero harto de que los guionistas del planeta Hollywood no se estrujen un poco más la cabeza, y la inteligencia del espectador no esté nunca seriamente amenazada y vive en letargo, hibernada, convertida en fría muestra escaparatista. A ver si un día se nos va a congelar el talento y la sensibilidad y nos va a acabar gustando Michael Bay.
En lo demás, asepsia, triunfo de lo verosímil, pero inevitablemente lastrado por una historia fría como la mesa del quirófano, previsible incluso en los momentos en que la trama se retuerce más de la cuenta.
El repunte gore de las costuras pectorales y los paisajes a pecho descubierto no favorecen la limpia (aunque sosa) progresión de la historia, que cae al final en un atropellado finiquito en donde todos los malvados son apresados y la verdad esplende entre batas blancas, corazones redimidos y conversaciones esotéricas en el limbo de lo inexplicable.
A su favor, la meritoria puesta en escena, nada estridente, convincente en su muy bien hilvanada trama. Poco más, creo. El thriller disfrazado de drama clínico o el drama clínico embadurnado de romanticismo de posturitas no alcanza vuelo: se desastra todo muy deprisa cuando Hayden Christenssen toma el mando de la parte dramatúrgica. Ahí se advierte nítidamente que el casting - salvo Lena Olin o el ubicuo Terrence Howard - no entendió la historia o no pudo entenderla.
Pobrecito el niño rico que ve cómo todos le engañan, dijo mi amigo K. Y es que no se puede tener todo en esta vida. La novia perfecta te sale bruja lagartona, que decía mi abuela. Cuánta canalla anda suelto.

30.3.08

Un puente en la China


Todo es parte del negocio. El dinero es es nexo de unión entre un campesino de la China profunda y un empresario de Manchester. El púlpito ha dejado paso al pálpito y ahora lo que conmociona nuestra sensibilidad no es la palabra del profeta. Ni tan siquiera las metáforas del poeta. Pienso más: hemos llegado al punto de no retorno en el que la certidumbre de la espiritualidad (religiosa o no) ha cedido a la certeza de las finanzas. El puente que ilustra la reflexión está recién inaugurado. Está en China, que es el país de moda. Lo va a ser en grado máximo. Se lo han propuesto y las Olimpiadas de Pekín pasarán por el cadáver de las revueltas tibetenas y sobre el recuerdo de las revueltas universitario de 1.989 en Tianamenn. Sarkozy ha dejado entrever (tímidamente) que Francia igual se lo piense, pero hay mucho en juego. EEUU no fue a las Olimpiadas de Moscú de 1.980 por la invasión de la Unión Soviética a Afganistán, pero ahora hay motivos sustancialemente más sutiles. El mundo va hacia un Estado del Bienestar tan hipócritamente asumido que no es posible que un país díscolo, poco avenible a la dictadura de las modas burguesas occidentales, en el fondo, como China, pueda organizar el Evento Absoluto, la línea de la flotación de la sociedad globalizada que McLuhan vaticinó antes de que Google y la Wikipedia reformularan el concepto de información y de transmisión de contenidos. El contenido no son las Olimpiadas sino el anfitrión. Y la historia de las disidencia acabará con un apretón de manos en la MTV. No hay consenso en las democracias de Occidente para montar el boicot a Pekin: se entiende que el monstruo asiático debe estar apaciaguado y que contrariarlo podría tener consecuencias nefastas. No albergo, en mi ignorancia geopolítica, duda alguna. China es el futuro. Lo veo en mi pueblo. Montan locales a destajo, aprenden el idioma con asombrosa facilidad y se pasean por las calles con desparpajo localista. Nunca se sienten en el extranjero. Jamás se dejan amilanar por la contrariedad. Se adaptan al medio con impecable estilo. Las Olimpiadas de este verano son el escaparate. Si sale bien, ganamos todos. Lo que hay que pensar es si es posible exigir más al organizador y rogarle (mandan diplomacia y protocolo) que condene la represión ejercida en el Tibet o, como la Santa Iglesia Católica, entona el mea culpa y acepte los pecados del pasado. Todos tenemos muchos. La Historia se escribe a veces con letra infame, pero progresa siempre y se retuerce hasta que lame sus heridas y avanza.

Shine a light, please



Si no fuese por Keith Richards ya no habría Rolling Stones. Él es quien fija el rumbo de la banda y evita que el mago de las finanzas, el cerebro de Jagger, atraque en puertos demasiados frívolos. De todas formas siguen siendo una maquinaria absolutamente impecable de hacer dinero. Si no fuese por ese vicio de poner ceros a las cartillas de ahorros, Scorsese hubiese tenido que rodar el espíritu de algún bluesman adusto y críptico, abducido en un cruce de carreteras en Lousiana o en Illinois. De hecho, The Rolling Stones merodean el blues, lo cuelan de rondón en sus canciones poperas y no tienen objeción en agradecer la bendita influencia de ese género. Scorsese, que es un zorro viejo y es también un fan puro, se ha acercado a la banda con humildad y ha escrito otra página para aumentar la leyenda. Lo que les pasó a los Beatles fue que hiceron primar la amistad y el buen rollito entre hippies burgueses en lugar de pensar exclusivamente en los números, en las cuentas, en la forja de un imperio. A esta altura del metraje, Jagger, Richards y compañía están ya por encima del bien y del mal e importa muy escasamente que no vuelvan a hacer una puñetera canción que emocione. A bigger band es un album excepcional, pero ahora sería incapaz de recordar una sola canción, el título de un tema. En cambio, estoy dispuesto a jugar a un hipotético, frívolo y siempre lúdica trivial acerca de los álbumes anteriores a Emotional rescue, aquel experimento (uno más) que les puso en el Billboard de nuevo y ganó nuevos adeptos (adictos más bien ) a su formidable causa.
Ya no sé si soy de Beatles o de Rollings. Esa pregunta tenía respuesta hace unos años. Ahora me quedo en el limbo perfecto de la incertidumbre. Me quedo con los dos y estoy dispuesto a argumentar sin muestras de cansancio las razones de mi abstención. Alrededor de sus discos soy lo que soy. Es posible que Beggar's banquet, Let it be, Exile on Main Street o Rubber soul hayan contribuído más a mi formación emocional que el catecismo de la escuela y su retahíla ridícula de solemnidades incongruentes. Es posible (insisto en la misma cuerda probatoria) que Lennon o McCartney o ambos me hayan regalado más momentos de felicidad absoluta que los amigos íntimos que vieron cómo crecí y me agasajaron con su amistad a lo largo de muchos años. Ellos seguro que lo entienden porque todos venimos a pensar más o menos lo mismo.
Tal vez Martin Scorsese no hubiese grabado Shine a light bajo la bandera Beatle. Una preguntas que me hecho muchísimas veces es qué hubiese sido de The Beatles desde 1.970 hasta ahora. Viendo las carreras individuales de los fab four la pregunta se me antoja todavía más intrigante. De hecho ninguna carrera de los miembros de los Rolling ha alcanzado, ni por asomo, la relevancia de Paul o de John o incluso de George (Imposible no abrir un aparte: el último disco de Ringo Starr, Liverpool 8, es buenísimo).
No he visto Shine a light. Esperaremos a que salga en DVD. A mi pueblo (Lucena, Córdoba) no llegan películas testimoniales. Mi pueblo, en materia cinematográfica, es un escaparate de productos de éxito garantizado. Disney, The Rock, Goyas, Oscars, gamberradas al estilo Supersalidos, poco más. En Córdoba, cine Góngora, a mediados de los ochenta, pude ver en cine Rattle and Hum, la película de Joanou sobre el disco y el tour de U2. Me acompañó una amiga a la que le fascinó el repetorio de canciones, pero nunca aceptó que un concierto filmado pudiera enervarle una sola fibra de su sensibilidad. Recuerdo que le grabé el disco doble (glorioso vinilo) en una cinta de 90 minutos (TDK, Sony, Basf) y estuvimos meses oyéndola en el coche, en las reuniones de estudio. Jamás me refirió el alucinante espectáculo de la película. Yo nunca he vuelto a ella. Quizá ahora, después de este ejercicio de nostalgia, regrese. No será difícil dar con ella. Mientras, espero que la industria dé luz verde a Shine a light y Scorsese ilumine mi felicidad de nuevo. Lo espero con impaciencia.

29.3.08

Mendoza y Savater, con la excusa del humor en la literatura, se enredan con las religiones


A cuentas de la fe y de la salvación de las almas se han cometido siempre tropelías y salvajadas, pero tenían la muy culta virtud de estar amparadas por la corrección moral y la etiqueta de la bondad infinita de Dios y de la concesión del paraíso de la vida eterna. Tropelías y salvajadas acometidas también en nombre de la falta de la fe, por otra parte. Cuenta Eduardo Mendoza en una entrevista dialogada, que tiene a Fernando Savater como cómplice, en el suplemento Babelia de El País de hoy, que llevó a su hijo a Jerusalén. Viendo el Santo Sepulcro, el escritor le espetó: " Esto tienes que verlo. Vaya que un día caigas en la tentación de creer en algo".
Ignoro completamente si el descreído vive más feliz o le afectan más o menos las desgracias del género humano o si la suya propia es causa de su descreimiento o si la esperanza de la resurrección del espíritu preserva al alma del desconcierto y de la orfandad y la conduce a algún paraíso absoluto de alegría perpetua y goce eterno. Como en esto de la salvación o de la condena de las almas no hay prontuario fiable que marque unas pautas y establezca, con criterio científico, un decálogo milagroso al que asirnos, cuando la miseria del mundo nos azote, es mejor dejar correr las dudas metafísicas y agarrarnos con cuanta más fuerza mejor a los placeres mundanos, a la terrena y ahora sí fiable maquinaria de la felicidad que nos proporciona júbilo, ternura, amor fraterno, amor filial, amor conyugal y hasta amor por el blues o por el jazz o por el jamón de pata negra. Es muy fácil desbarrar, mezclar dogmas con new age, consentir que la vida del espíritu puede ser abastecida únicamente con estos goces momentáneos, mecánicos y, hasta cierto punto, efímeros. Es cierto: me estoy convirtiendo en un consumista consumado, en uno de esos tipos que negocian su equilibrio emocional sin tener que acudir a ningún protectorado catecumenal. Con el tiempo es ése el limbo mental en el que este cronista de sus vicios se siente más a gusto. Hasta es posible que un buen libro o buena conversación con un amigo me llene más que todas las promesas de vida eterna que aletean entre altares y regias columnatas de fuste y pompa por todas las iglesias del mundo. Ahí están, sin embargo, altivas y desafiantes, exhibiendo sin pudor la devastadora venganza del tiempo, que las ha dañado, arañado, confundido y hasta dinamitado sin que su incontestable capacidad de fascinación se rebaje una coma.
No es que la religión esté ahora en entredicho: lo ha estado siempre y es ése su principal activo a la hora de seguir vigente. O ése o su particular creación mágica: el pecado. El pecador (cuentan Mendoza y Savater con mucha sorna) vive en un Corte Inglés formidable: "tienes 15 días para devolver el producto". La fe cristiana contiene en sus máximas la posibilidad de que el que incurra en el pecado siempre tendrá abiertas las puertas del perdón. Tal vez suceda que la religión esté, en efecto, "domesticada por el mundo civil", y el Islam, al no estarlo, parezca más beligerante y cree con mayor facilidad terreno para la polémica y para el conflicto puro. Dos mil años de contiendas da para que la maquinaria de la persuasión esté engrasada a conciencia. Descreer es un lujo que quizá no convenga. Se nos perdonará.
Fotografía de Gorka Lejarcegi

24.3.08

... And my heart beats so that I could hardly speak...





El disco de hoy: Van Morrison: Keep it simple




Con los discos de Van Morrison viene a suceder algo parecido a lo que sucede con las películas de Woody Allen: que se enjuician con manga más ancha y se evita el rigor excesivo, todo análisis severo que rebaje la fascinación por el artista. El problema de ambos es que son unos estajanovistas, obreros concienzudos que trabajan a destajo, sin dosificar jamás el talento. Contra pronóstico, ese exceso no lastra su ingenio y jamás entregan un producto manifiestamente malo. It's too late to stop now (Es demasiado tarde para parar ahora), decía el León de Belfast en 1.974. Treinta años y cuatro años más tarde, la frase continúa siendo válida. Aquí hay otro capítulo. No es el peor. Tampoco es una obra maestra, pero se escucha con pasión hasta que acaba. Y de camino, a puro beneficio de inventario, escribe nuevos clásicos, temas trascendentes, de ésos que ocupan conversaciones y uno tararea distraídamente mientras pasea (como hoy he hecho) las calles (Keep it simple, Song of home)

Juno: El verbo se hizo carne


Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde: el negocio del amor impone su peaje y los adolescentes, los novatos en las artes de Venus, se entregan con angustia a la evidencia de ser padres. Lo que podría ser contado como un afilado drama a lo Ken Loach o un folletinesco o cursi fascículo de la decadencia de la vida burguesa y de la familia como nudo fundamental de la sociedad, en Juno es optimismo y es entusiasmo, si bien Jason Reitman adelgaza toda posibilidad de vestir de frivolidad su historia y deja caer en la misma línea de flotación del film contundentes andanadas de realidad, de miseria esparcida en bonitas cajas con lazo. El lienzo vital de la caústica Juno no es de esta tierra, ni siquiera podemos fijarlo como norma dentro de la sociedad en la que vivimos: su lengua viperina, su madurez, taladran la corrección política vigente, aunque todo se considere licencia del guionista y accedemos (gustosos) a encomendarnos a la fascinación de una historia muy bien contada y unos actores (todos) en sintonía con sus roles.
Los mismos títulos de créditos, vivaces, de un lirismo naïf y chispeante, informan sobre el tono de la cinta: Juno es una chica de 16 años ( una soberbia, una vez más tras Hard candy, Ellen Page) a la que el azar preña. Porque a Juno no la preña su bobalicón novio o amigo cercano sino el fatum, la fatalidad o la concatenación de algunas estrellas y tal vez la melodía de una canción de Belle and Sebastian.
Ignoro si Juno merece los galardones que posee: si el guión de Diablo Cody da para un Oscar, pero los designios y los vericuetos emocionales y políticos de la sacrosanta Institución de la Academia de las Artes cinematográficas yankee no pueden ser mesurados bajo nuestra goyesca visión de las cosas. De hecho, parte de lo aquí narrado se escora salvajemente de lo considerado normal y prudente en nuestro país: la posibilidad de dar en adopción al bebé al descubrir Juno su embarazo.
Para hablar sobre temas trascendentes se puede acudir a un vocabulario mínimo y manejar dispositivos cinematográficos de más apabullante factura, pero a veces se puede explicar lo complejo con palabras sencillas, como decía Juan de Mairena, y eso precisamente es lo que hace con desparpajo y frescura infinita Jason Reitman: explicar los balbuceos sentimentales de la adolescencia, falsamente representados por esta Juno lenguaraz y culta, experimentada en el trato social y consciente, a pesar de su soledad y de su incertidumbre vital, de la importancia de tomar las decisiones correctas en el momento en que la vida te fuerza a tomarlas. En eso Juno va sobrado de iniciativas joviales: toda la película es amena, sencillamente coloreada de vida, aunque la historia, muy al final, se finiquite con un arranque previsible al conflicto verdadero y, aunque sea el amor el que triunfa, se avisten los emisarios del miedo y de la rutina, todo ese aparatoso equipaje con el que afrontamos esta aventura difícil y, como decía Gil de Biedma, seria, muy seria.

23.3.08

Cassandra´s dream: Ambición light



Las tragedias de Shakespeare y los dilemas morales de Dostoievski suelen sostener el edificio narrativo de todo el cine noir y Woody Allen somete a sus personajes a una sesión intensa de ética post-crimen, de parlamentos al borde del abismo, pero la jugada no le sale redonda o, al menos, no tan redonda como Match Point o Delitos y faltas, las otras dos obras de consistencia criminal que dio la alternativa dramática o melodramática al Allen juguetón de estilo psiconalista y charlas infinitas alrededor de una buena copa de vino en un bar de Manhattan. Este Woody Allen europeo no ha encontrado en Cassandra's dream el equilibrio necesario para combinar los elementos que le son genuinamente cómplices: la codicia, la culpa, el tormento, los remordimientos, el fatalismo y hasta es posible que una brizna de melodrama depresivo. Todo esto se escapa del control del maestro y firma una obra irregular, bien armada, convincentemente construída, pero lastrada por un exceso de equipaje formal y un abandono manifiesto de la escritura cinematográfica. El guión, el bendito guión, la madre absoluta de todo buen cine, es penoso y cae en exceso en huecos artificios, en miradas repetidas de cosas que ya sabíamos antes. Porque el cine de Woody Allen es adictivo y no es posible empapar nuestra inteligencia (o como quiera que se llame) de su incontestable genio.
Han sido tantas las veces que nos ha procurado felicidad (en términos insobornables) que ahora hasta parece que no nos moleste que el anciano del clarinete haya caído en una mala racha (como el personaje de Colin Farrell en la propia película) y las cartas que le entregó el azar no estén en ningún momento a la altura de otras partidas. La humana historia de ambición se salda con un abandono inaceptable de los personajes a los que hemos entragado nuestra congoja y nuestra simpatía. Gente sencilla, de procederes normales, que se ven zarandeados por el fatum, el jodido fatum, y acaban (no es cosa de destripar el final, soso y enclenque, por otra parte) pagando las culpas de los crímenes. La conciencia del asesino opera en esta ocasión en la misma línea de flotación de toda la trama y es este sentido primario y ancestral de la culpa (y su expiación pura) la que dibuja el avance (excesivamente previsible) de la historia.
Las muy coloristas notas de un Londres nuevamente perfecto (Woody Allen se ha convertido en un maestro a la hora de escudriñar el alma de una ciudad y convertirla en fotogramas) tal vez no colaboran a que consideremos Cassandra's dream como una muestra de auténtico cine negro, pero lo es, y esto lo confirma hasta el (ahora sí) pletórico de luz salvaje barco que se aleja de la civilización (Patricia Highsmith en la memoria y hasta El cuchillo en el agua del otrora también maestro Roman Polanski) y fundamenta la metáfora nihilista del film, su costra fatalista, asumida por un director que posee (cada día más) libertad para escribir fobias y filias a su antojo, cosa que siempre ha hecho, pero que ahora advertimos (inevitablemente) comida por ciertas prisas. Tal vez no deba producir tanta película y dejarse llevar por tiempos más pausados, pero quién soy yo, humilde cronista de sus vicios, para marcar la agenda de uno de mis directores (y artistas) favoritos desde que me enamoré de una pantalla blanca en una sala negra.
La crisis creativa se solventa con alguna pequeña obra maestra en el bolsillo. Ésta queda a beneficio de inventario de fan: como si sus errores o, más delicadamente, sus despropopósitos carecieran por completo de importancia y atisbásemos, entre unos y otros, retazos de maestría, finas hebras de lo que antes podíamos nombrar (sin rubor) como el más inteligente alimento espiritual de cualquier cinéfilo. Y admito discrepancias, pero siempre he sido un vasallo fiel y ahora no puedo tirar toda mi obediencia por la ventana, aunque viendo ese final apresurado y la falta de consistencia dramática de algunos personajes (ese tío Howard de California que en ningún momento hace creíble su más que fundamental rol en la trama). Ya vendrán mejores tiempos. Yo estaré en la butaca, expectante, goloso y con la dosis exacta de entusiasmo.
No debo dejar pasar la metáfora fastuosa del título: la barca que los hermanos Blaine, trepas de cuidado, al cabo, largan al mar es la Casandra mitológica y no únicamente porque así decidan bautizarla sino porque representa lo que la figura griega en la Historia clásica: la adivinación que no se sabe apreciar. Casandra advirtió, sin éxito, a sus conciudadanos de la presencia del caballo hostil y, al final, Troya fue víctima de esa falta: algo ya barruntado en las primeras escenas, cuando los hermanos dirimen si el precio de la barca es excesivo y si vale la pena el esfuerzo del desembolso.



22.3.08

¿Morir dignamente?

Cristo murió sin cuidados paliativos: lo ha dicho el arzobispo de Pamplona, pero lo ha dicho sin pudor. Ni siquiera se ha ruborizado por la afrenta a la cultura. A la suya. A la ajena. Caso de que a Cristo le hubiesen aliviado el dolor, el daño físico, tal vez el arzobispo de Pamplona no sería arzobispo de Pamplona sino gerente de una empresa de neumáticos o periodista bursátil en un diario de provincias: cualquier cosa menos arzobispo. En la hipótesis de que María Magdalena le hubiese dado a Jesús algo diferente a la esponja con agua y vinagre (un paliativo menor) no tendríamos Iglesia. Ni Conferencia Episcopal. Ni tan siquiera tendríamos Semana Santa, saetas, señoras engalanadas con mantillas de muchos euros y sencillos feligreses que caminan tras el paso con humildad y convicción de que su acto va a ser considerado en el cielo y le van a abrir con más rito y ceremonia las puertas del secreto paraíso. Nada de eso estaría pasando si a Cristo algún voluntarioso samaritano (vuelvo a la terminología bíblica, muy convincente para lo aquí expuesto) le hubiese administrado el cuidado paliativo que el arzobispo de Pamplona pregona. La Iglesia, la Sacrosanta Iglesia Romana, se edifica alrededor del sacrificio de su Hijo Predilecto. Toda la vasta moral cristiana bascula alrededor del concepto de dolor y de sacrificio, de pecado y de redención. La fe cristiana es ajena al confort . Quien es feliz y vive ufano no precisa del chantaje ético del pecado y transita la vida sin las cadenas interesadas que tiende la doctrina católica.
La oposición de la Iglesia a la eutanasia es un acto coherente bajo su ideario. Es una aberración fuera de él. "Jesucristo miró a la muerte cara a cara, con confianza, la aceptó con amor y la vivió descansando en los brazos del Padre Celestial". "¿Alguien puede decir que la de Jesús no fue una muerte digna?", ha dicho Fernando Sebastián Aguilar, el personaje de la noticia. La culpa de este arrebato de fe y de turbación mística la tiene Chantal Sébire, la maestra francesa que apareció muerta tras solicitar la eutanasia y comprobar que la administración francesa se la negaba. Y eso que Francia es laica. En sus escuelas. En las calles. Si la maestra hubiese nacido en Cuenca, el caso no habría diferido. En esto de tomar decisiones heróicas, contrarias a la moral milenaria de la Iglesia, pocos países se aventuran a tener un criterio lógico. Fuera de la lógica está el criterio acartonado de quienes consideran que la vida es un don que otorga Dios y que únicamente Él está facultado para censurarla o para alumbrarla. El problema de fondo reside en la falta de perspectiva de una institución que camina en paralelo a la vida, pero no dentro de ella.
No hay dignidad en morir con dolor. No tienen dignidad los presos que en Alabama o en Wyoming son electrocutados. Tampoco la hay en las calles de Bagdad cuando un desgraciado se desangra y la sociedad del Bienestar, la del amor infinito, le priva de una asistencia noble y efectiva.
Ninguna muerte es digna: tampoco la que se se arrebuja alrededor de la salvación eterna y de la burguesa Derecha del Padre, pero no son éstos tiempos de fricción ni de fractura entre quienes sostienen una visión de la felicidad y los que consagran su vida a privilegiar otra. Al fin y al cabo, cuentan las emociones de cada uno. La vida de la maestra francesa, felizmente aliviada ahora de dolor y - inevitablemente - de vida, no acabó cuando una mano ¿libertina, pecaminosa? le administró el veneno final sino antes, cuando el azar le obsequió con el mal en estado puro, con el cáncer cabrón que la atropelló sin consideración ni excusas. En esto de la enfermedad, todos tenemos (desgraciadamente) opiniones íntimas, gente cercana que se fue por obra y milagro de algún bicho artero con ansia depredadora y una falta de respeto absoluta al sentido común y a la más alta consideración de la bondad humana. Nada de eso hay en todo esto: subsiste la triste y previsible evidencia de que el alma humana está chantajeada y que hay un imperio mediático (no es otra cosa) de por medio, alrededor, dentro, en todas partes.

21.3.08

Un buen año: Una postal ñoña y perfecta


No hay discusión posible: los grandes cineastas (Ridley Scott lo fue) tienen derecho a merodear la mediocridad e incluso a enfangarse como cochinos en ella. Lo que hicieron, todo lo fabuloso que nos regalaron, les excusa de dar ruedas de prensa donde aportar coartadas morales, los fundamentos de su conversión al más estruendoso estrellato, estrellato desalojado de talento pero embadurnado de glamour.
Dudo mucho que los adeptos al Scott de Blade Runner tengan que perdonarle esta salida de tono y tengo la certeza de que el público ajeno a esa joya absoluta del séptimo arte vaya a encontrar en El buen año un bocado exquisito, una muestra de cine comercial hecho con primor y con sobrado oficio. Si acaso Scott no estuviese tras la cámara no estaría tan enfadado. Los argumentos de El buen año son tan ínfimos, se desajustan tantísimo del cine concebido como un instrumento de placer y de conocimiento de la vida, que no puedo estar de otra manera. Su lirismo matematizado, su visión cuadriculada de la Francia que retrata (muchachas lindísimas que recorren en bicicleta carreteras rodeadas de jubilosos viñedos, pueblos sacados de una postal de hotel de cinco estrellas, chateaus calcadas de las exhibidas en todas las agencias de viajes del mundo) me producen sonrojo, hastío en tramos de la película. Su esteticismo impecable no es lo suficientemente convincente y la impresión es la de estar perdiendo soberanamente el tiempo y pedir que el rubor desaparezca más tarde en la calle, cuando un buen bar nos abastezca de la paz espiritual que requiere la ingesta de un asunto tan almibarado, tan simple, aunque el fondo no lo sea tanto y se advierta en su director las intenciones que todos le exigimos, esto es, retorcer un poco las cosas, no darlo todo tan mascadito y permitir (aunque sea por los gloriosos viejos tiempos) que podamos sentirnos felices en la butaca de un cine.
El cinéfilo cultivado disfrutará de la excelente fotografía, y ya está. El cinéfilo en ciernes se sentirá íntimamente dañado por esa luz deluxe, por el cliché vendido sin pudor. El casual espectador de una sala de cine (va al cine como podría entrar en un show de caballos jerezanos o a un partido de volleyplaya) disfrutará muchísimo. Yo mismo me descubrí hipnotizado por algunas imágenes (en la piscina) y dolido en lo más íntimo en otras (el bochornoso partido de tenis). Nada nos redime a nosotros del sopor ni de la meliflua concatenación de episodios de lirismo dudoso que acaban, era de suponer, en la redención del banquero prepotente y déspota y su transformación (no tan creíble como la altura del presupuesto exigía) en un campechano, jovial y vitaminado de sol terrateniente de su viñedo, con esposa rutilante (a la que conoció de pequeño, claro, cuando leía libros de adultos y su tío - un formidable Albert Finney - le mostraba los caminos de la mala leche con una copa de vino en la mano) y su bodega infinita.
Conste en este acta espontánea del fracaso de un genio que hace tiempo que Ridley Scott no me mueve al entusiasmo. Ni Russell Crowe (tras El dilema o L.A. Confidential o Master and Commander) me dice nada como actor. Aquí es un banquero estúpido, criado en las más estrictas reglas de la competencia, que ningunea a sus empleados y rumia la idea de mandarlo todo al gran carajo cuando una herencia en la campiña francesa le pone al frente de un viñedo. Costumbrista hasta el vómito, Un buen año no aporta nada al género. A ningún género. Se transforma, según avanza, en un previsible ejercicio de ombliguismo cinematográfico que le hace a uno preguntarse si la siguiente apuesta del ex-genio será un biopic sobre Britney Spears o una comedia sobre una niñata comida de pecas y hormonas que se siente súbitamente mística e ingresa en una orden carmelita. La de gángsters tampoco llenó a este cronista de sus vicios en exceso. Claro que comparada a ésta, era una obra de arte.

20.3.08

El último rey de Escocia: El caníbal en papel couché






Calígula nombró procónsul a su caballo. Idi Amin Dada confió los asuntos de Estado a un médico escocés que mató a una vaca para que no sufriera. El hombre que se erigió como salvador del pueblo ugandés y masacró a un cuarto de millón de sus habitantes en sus ocho años de gobierno fue una figura impuesta por los ingleses, que buscaban extender, bajo la apariencia de la normalidad, su colonialismo, pero la película de Kevin McDonalds no hurga al modo periodístico en ese subtrama polìtica sino que se alía en consideraciones más shakesperianas y ofrece un rico muestrario de las miserias y la gloria de las relaciones humanas a través de la biografía eventual de ese médico escocés (que en la realidad fueron varios y de ellos se trazó éste) que empieza deslumbrado por la campechana humanidad del presidente Amin y termina asqueado de su barbarie.
El último rey de Escocia acerca al público al déspota; lo acerca literalmente: indaga en lo se esconde debajo de la chaqueta reventona de galones, y lo hace bajo la figura ficticia de un médico voluntarioso, comprometido con la causa de los desfavorecidos (primero) y engolosinado (o fascinado) con la personalidad arrolladora del líder negro (después).
El orondo sátrapa ugandés (recreado por un inconmensurable Forest Whitaker, justo merecedor del Oscar a mejor actor) no era sólo un dictador africano criado en Occidente y educado en la muy estricta moral victoriana sino que además exhibía maneras más que correctas, exhibía una verborrea hipnótica y se granjeaba el favor popular con su natural olfato para conmover a las masas con su parlamento y saber en todo momento qué darles (y qué quitarles) para que el descontento nunca venciese al enamoramiento que ocasionaba su desbordada persona. Idi Amin, que murió exiliado a mediados de los ochenta, en Arabia Saudí, bien lejos del escenario de su masacre, combinó los principios coránicos más sólidos y el discurso de la izquierda tradicional, que mimaba al pueblo y censuraba todo posible discurso clasista, todo muy simplemente dicho.
No se recogen en la historia ficcionada su desquiciamiento sexual (era un promiscuo rayano en la adicción) ni tampoco su torpeza militar (no pasó un examen a sargento en las filas británicas que sofocaban los levantamientos tribales en Tanzani a mediados de los cincuenta). Destacó por su corpulencia, por su arrogancia y por su absoluto desprecio de la ortodoxia y de las maneras diplomáticas: su vertiginoso dominio del lenguaje (sin que eso signifique una inteligencia superior) le puso en bandeja de plata las riendas de un país invertebrado, sometido durante decenios al imperialismo británico y huérfano de cultura o de redes políticas sólidas que pudieran hacer frente al invasor europeo o a la despiadada megalomanía de un tirano como Amin. Acsotumbrado a amputar penes, degollar cuellos con su propio cuchillo o desmembrar hembras casquivanas (una de sus mujeres así aparece en algún momento del metraje) para imponer un reinado de miedo en la población, el film no recrea con saña, ni siquiera con fría objetividad, esta parcela de su genocidio personal. Amin cayó cuando se le cruzó por su nublada mente la idea de anexionarse una parte de Tanzania y el vecino país redujo su prepotencia y levantó en armas al Uganda contra su reyezuelo, paranoico, convencido de que saber cuándo moriría y cómo. Era un niño, como dice su protegido, en un momento particularmente tenso del film, un niño o un payaso con una vara de mando enorme y una ira gigantesca. Bendijo la política anti-semita de Hitler y se pasó por su ancha pernera las recomendaciones internacionales en materia de derechos humanos.
Por todo esto El último rey de Escocia peca de una tibieza perdonable, pero que le afecta en demasía a la hora de transmitir una credibilidad, un grado de verismo alto. Puede valer para un espectador ajeno a la historia, pero se desinhibe de todos los que saben el tipo de personaje que retrata: uno lo suficientemente cabrón como para ir siempre, por recomendación de su hechicera particular, escoltado con alguno de sus hijos más pequeños, en brazos, en las multitudes, y así ahuyentar a francotiradores apostados en el anonimato y en la venganza. Whitaker hace el gran papel de su vida de modo que no será posible, en adelante, no buscar su cara para fijar el recuerdo (ominoso) del líder ugandés. Se cree a Idi Amin y conduce esta certeza a extremos increíbles de gestualidad y de apropiamiento del perfil mesiánico y megalomaníaco de su persona. Whitaker es el verdadero héroe de esta correcta, aunque no brillante, cinta: él solito se merienda (canibalismo actoral) toda la posible nombradía de la cinta. El último rey de Escocia es Whitaker, sin que esto reste validez al resto de la propuesta. Tibia, sí, marcada por un sano intento de hacer un falso biopic (recordemos que es Nicholas Garrigan, interpretado por James McEvoy, el que lleva el verdadero peso del film) que lleve al público al cine y relate, a su manera, sin apasionamiento, sin la crudeza exigible, la vida de un verdadero hijo de puta. Y el tiempo rebajará la calidad del film (ya he escrito que estimable, sin alardes) para nombrar al actor. Qué despliegue.

R.E.M.: Accelerate: El regreso de "la mejor banda de rock del mundo"



En Accelerate, la nueva obra de R.E.M. tras cuatro años, no hay canciones como The one I love o como Drive (dos de mis favoritas) pero contiene la crudeza instantánea del rock, esa chispa orgánica de belleza sin pulir que siempre acompañó a la banda y que se echaba en falta en otros discos de trascendencia y alcance menor (Around the sun o Up eran, en mis entendederas, discos sin brillo, planos casi).
Accelerate recobra el vigor perdido: lo hace acudiendo a un dietario conocido: barridos orgiásticos de guitarras, la voz hipnótica de Michael Stipe y una selección notable de canciones, que es al fin y al cabo el reclamo inmediato, la parte lustrosa de esta sacrosanta institución de la música rock adulta (sin escoramientos raros, sin etiquetas excesivas) que son mis R.E.M. Míos, sí: lo son desde que Green me iluminó el alma en una época en la que mi pasión por las novedades no era alta ni era jubilosa. Me quedé colgado a temas como Orange Crush o Pop song 89. Stipe en esta ocasión borda su interpretación dramática, que es lo que siempre hizo y casi siempre hizo muy bien: se acopla a las canciones como Peter Gabriel se solapaba a los textos y a la intensa personalidad de los primeros Genesis (otra debilidad de este cronista de sus vicios, qué le vamos a hacer). Lo hace en once canciones que no superan los 35 minutos, cosa que me irritó pero que he perdonado tras escuchar con atención y generosas dosis de embeleso el material regalado a la parroquia fiel.
Queda lejos la época en que R.E.M. fueron los abanderados de la música rock alternativa en los Estados Unidos de América, esa América que ellos aman y a la que piden que reflexione sobre el caos reinante y la apatía de los gobiernos (Bush en cabeza) para recuperar la cordura. No podemos ignorar (nunca fue así) la vertiente política de la banda: R.E.M. ha participado en numerosos eventos de raíz social, muchos de los cuales han criticado abiertamente al gobierno de Bush y han planteado serias dudas de que la cosa pueda solucionarse caso de persistir la misma mano dura y el mismo encallecido sistema de valores nacionales.
En el apartado meramente técnico o laboral, se nota que Accelerate está trabajado en estudio para ser tocado en directo. Es uno de esos discos que sonaría perfecto de principio a fin (I'm gonna DJ ya lo avanza con sólo fijarnos en el anterior y monetario Live). Los tesoros sobre los que se apoya el disco son muchos, pero tres a destacar: Man-size wreath, la mejor canción, Supernatural Superserious, Horse to the water y la citada I'm gonna DJ, una frivolidad apocalíptica, un canto a la libertad absoluta de un creador que se sabe en el cénit de su talento.
La épica de R.E.M. labra un peldaño más: Accelerate recrea con mucho oficio las artes del rock, su insobornable capacidad de mover hebras íntimas del alma humana y ponerla a brincar, a reconocer la materia de la que están hechos los sueños(sí, claro, eso no iba a ser patrimonio exclusivo del Halcón Maltés). A eso contribuye un bajo exacto (Mills) y unos arabescos trenzados con lujuria (Buck) que dan a las canciones suficiencia para reclutar nuevos adeptos, aunque (todo sea dicho) no la magia antigua, ésa que regalaron a destajo hasta que el demonio de la mediocridad los embruteció. Aquí no hay terminos medios escandolosos: todo brilla (o casi todo: no me entra Mr. Richards, pongo por caso, pero se acepta el ofrecimiento y se entiende que los R.E.M., a pesar del megaestrellato, incurren en ocasiones en regresos fantásticos a los orígenes, cosa que otros grupos de parecido calado popular y valía pareja no hacen jamás porque eso vendría a confirmar que no innovan, que no avanzan: Stipe, Buck y Mills no tienen pudor artístico y tiran del bagaje conocido y hay tramos de Accelerate que suenan a Monster (esas guitarras) o al vértigo melódico de la primera época, cuando no tenían compromisos y administraban el talento sin miedo a que los gurús de la crítica los ignorara. No fue así: su inteligente mezcla de rock, punk, folk-rock y briznas de pop setentero, su baza del directo y la contundencia de sus canciones (aquí es donde se acaba por entender todo) hicieron que la banda escalafonara en los ochenta hasta alcanzar el olimpo absoluto del rock entendido como una de las bellas formas de entender estos tiempos y traducirlos a material de consumo digno. Mi amigo Rafa tendrá argumentos más de peso. Ya me los contará. Lo que tenemos es un disco fucking great, que diría mi amigo K. cuando se pone english con dos gin tonics de Bombay en un bar de callejón mientras afuera cae una tromba de agua. Se lo voy a recomendar en cuanto lo vea.
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19.3.08

Hal 9000 está de duelo


El monolito de 2.001 es el mcguffin metafísico de la Historia del Cine, uno de los iconos incontestables del siglo XX: su creador, Arthur C. Clarke, ha ido en su busca. Hal 9000 ha emitido un mensaje de duelo.
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17.3.08

Michael Clayton: Elogio de la conciencia




Es fácil que acabemos encasillando a George Clooney en el papel de loser con la conciencia en estado de ebullición tras su papel en la críptica y soporífera Syriana aunque su sex-appeal de varón con hechuras de efebo maduro y con encanto dé más para un Bond dialogado o un ladrón de guante blanco (ya lo hizo en las olvidables Ocean's) que flirtea con la muerte mientras disfruta con el delito. Aquí es Michael Clayton, el picapleitos lúdopata especializado en limpiar rastros, en adecentar vidas, en airear los trapos sucios y reflotar vidas a la deriva, gente de la alta sociedad, clientes de su bufete que han cometido pecados soslayables bajo la bandera internacional de una buena untada de pasta. Todo funciona bien hasta que la conciencia revienta por alguna costura pertrecha y uno de los abogados más efectivos (Arthur Edens, un soberbio Tom Wilkinson) se desmarca de su empresa y amenaza con saltar por los aires la imagen de respetabilidad de sus jefes al declarar la sórdida y rastrera forma de entender los negocios que tienen, su falta de escrúpulos, su absoluta ausencia de moral y, sobre todo, el ansia de poder, los deseos de escalafonar a cualquier precio sin que el ascenso sea detectado por la ignorante audiencia, en este caso, el ciudadano de a pie, el que vive ajeno a estos depredadores con corbata de doscientos dólares y una ristra escandalosa de tarjetas en la abultada cartera.
Clayton es el encargado de eliminar la indiscreción de Edens, que ha visto la luz y sospecha que la redención es todavía posible. Lo que no es novedoso en esta ópera prima de Tony Gilroy (el guionista de toda la trama de Jason Bourne) es la progresiva identificación del perseguidor hacia su perseguido: de cómo Clayton comprende que las razones de su compañero son válidas para que él mismo también se redima y recupere su vida. No es novedoso porque el thriller judicial está muy quemado(Erin Brokovich, Acción civil, Veredicto final, la espectacular estela de John Grishan) y nada de lo aquí contado renueva el género.
El tono frío de la narración (excesivamente frío, inconvenientemente frío) no conviene para que el espectáculo sea esplendoroso: no hay un clímax, no existe un punto de reconocimiento estético en lo que vemos.
Más de personajes que de intriga, la cinta discurre de más a menos: arranca con un hipnótico parlamento en off del abogado Edens, que reconoce su falta de cordura para seguir en la brecha y destapa los recovecos más sucios de los negocios de sus superiores. En adelante, asistimos a la batalla por silenciarle y el empeño de algunos directivos (Sidney Pollack, Tilda Swinton) por evitar que la verdad resplandezca: que la población está afectada por un pesticida vomitado por una empresa de fertilizantes, cliente del consorcio de abogados. Podría haber cualquier otro apaño: ecológico, bursátil, criminal. Lo que importa es hablar de ética: poner texto a la imagen demoledora de un abogado al borde del abismo, asfixiado por el peso siempre insoportable de la conciencia y conjurado (más bien demasiado tarde) a abandonar la impostura y abandonar esas prácticas ilícitas: lo que ha hecho toda su vida, por otra parte.
Las tribulaciones de este perdedor elegante consienten una película sólidamente armada, de vuelos muy altos: de ésas que invitan a buscar después la verdad y su reverso, los planos escondidos del infierno que los gobiernos y las empresas multinacionales levantan para tapar algunas acciones de alcance menor, pero necesarias para la estabilidad del sistema, a buscar las palabras que aclaren lo visionado. La corrupción, la mentira y el engaño publicitados en el cartel de la cinta están aquí bien presentes y, aunque gélida, visceral y hasta un punto cargante, Michael Clayton es una de las mejores películas que este cronista de sus vicios ha visto recientemente.


15.3.08

Ya no se ajustan las cartas



.... and those were the times....

Un plan brillante: Creatividad cero




Como los caminos del entretenimiento humano son infinitos, habrá gente que haya disfrutado horrores con esta fría y acartonada historia de ladrones de banco. Cuando yo era pequeño un compañero de clase se comía la punta de sus lápices de colores teniendo especial predilección por el amarillo y el rojo. Cuando se daba un atracón (solía pasar los viernes) los labios parecían la bandera española. Enrique, que así se llamaba el glotón cromático, no hacía daño a nadie y hasta consiguió con el tiempo apreciar las esencias de su golosina y pedía a su madre suntuosas cajas de lápices Alpino (no, no estoy untado por la célebre marca) que paladeaba como el gourmet que se entrega con fruición a la degustación de alguna raro y selecto manjar. Cuando vi Un plan brillante me acordé de Enrique. Pensé: este tipo de películas no hacen daño a nadie y hasta pueden dar un colocón de cine entendido como un nobilísimo arte a cierto tipo de público. Mi amigo K. sostiene que cintas como ésta de Michael Radford, artífice de la muy estimable El cartero y Pablo Neruda, colaboran a unir al clan familiar porque se mancomuna la prole alrededor de la mesa camilla o en la fila a las puertas del local del cine y salen todos ufanos y joviales, habiendo disfrutado de un espectáculo bigger than life, que dirían los americanos más americanos de la América que nos venden los americanos. Yo disiento de K. Me parece que Un plan de brillante ni siquiera consigue este culmen de felicidad doméstica. Que va. Se queda en una pieza mediocre, insuficientemente explotada, que podría haber hecho que mi amigo Enrique abandonase la ingesta de puntas de lápices de colores durante al menos las dos horas que dura la función. Nada de eso.
El descaro de Radford consiste en triturar (sin tacto) los elementos tradicionales del género y combinarlos en una aparente trama de intriga y de talento expositivo. Los directores cumplidores (Radford ha demostrado que lo es en grado sumo) se entregan con oficio a reproducir patrones que tienen bien aprendidos. No es posible que Un plan brillante nos duela en el estómago como La dalia negra o Inland Empire (juro que la vi una segunda vez y confirmo lo que pensé y escribí en la primera), pero la empatía que produce tener a Michael Caine en la pantalla se diluye cuando advertimos que no existe la credibilidad que un producto de esta envergadura requiere. Sencillamente no entramos en la película: Radford no es Basil Dearden (Objetivo: Banco de Inglaterra) o el Rififi de Dassin. Un plan brillante cimenta su posible calidad en la muy lograda recreación de la Inglaterra de los años 60 y en la presentación de unos personajes bien escritos (claramente perfilados, inéditos hasta cierto punto en este tipo de tramas delictivas) pero perdidos conforme el argumento va adquiriendo peso (o perdiéndolo, podríamos decir) y llegando a su folletinesco final. No es posible que Caine (Hobbs, su tozudo y vengativo personaje) perprete él solito el robo de marras. Ahí se desconecta uno: ahí pone el piloto automático y se deja llevar, sin entusiasmo, hasta que The End nos libera del engorro y buscamos una nueva píldora cinematográfica con la que borrar el sabor de ésta recién degustada. En fin...
Mi amigo Enrique, talludito ya, imagino, si lee esta reseña, póngase en contacto conmigo. No he leído nada sobre si la masticación y posterior ingesta de puntas de lápices de colores obture el normal riego sanguíneo en el cerebro. A lo mejor se lo ha lubrificado y su ingenio (Enrique era muy ingenioso, no crean) se ha centuplicado. Que me conteste. Nada me haría más feliz después de este arrebato sentimental que me ha producido la visión de la película. No dejo de pensar qué curioso es el cine, cómo saca de nuestra memoria más escondida escenas y palabras, gestos, ideas. Hoy me siento feliz por esta circunstancia.


Lo mejor, sin duda, el cartel. Lo peor, nunca la tragué en exceso, Demi Moore. (Debí comer tiza de chico; tal vez así mi forma de entender las cosas sería otra)

12.3.08

EpC: El enigma Darwin

Una sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo de Sevilla ha procedido a reconocer el derecho a objetar a unos padres que no consideran que la Educación para la Ciudadanía sea una asignatura que su hijo deba cursar. La sentencia apela al carácter ideológico de la disciplina y al adoctrinamiento cívico. Viene a contar que la conciencia moral del alumno no puede ser modelada por la línea política del gobierno de turno, el que redacta y aprueba el marco legal de la asignatura. La norma jurídica que el Tribunal ha creado da la razón al criterio de los padres de José Joaquín, católicos, practicantes y firmemente conjurados a ser ellos quienes formen la moral de su vástago. Hasta aquí la transcripción de la noticia que aparece en todos los medios de comunicación.
No se trata de privilegiar al Estado sobre la familia a la hora de arrogarle la potestad de educar de la forma en que estime más conveniente. Es posible que un padre tenga todo el derecho del mundo a inculcarle a su hijo aquéllo que considera legítimo para que crezca formado, educado y cívicamente preparado para la sociedad. No sé si es posible invocar un derecho a la objeción.
El inventario de posiblidades es sencillamente infinito: el padre hooligan, el padre darwinista, el padre marxista, el padre progresista, el padre feminista, el padre sindicalista, el padre ateo, el padre falangista, el padre carlista, el padre episcopal, el padre ecológico, el padre putañero, el padre blasfemo, el padre ebrio, el padre constitucionalista, el padre cibernauta, el padre ágrafo, el padre letrado, el padre talibán, el padre lamarquista, el padre homoerótico, el padre abducido, el padre deicida, el padre esotérico, el padre cinéfilo, el padre cofrade, el padre autista, el padre politizado...Padre o madre, seamos correctos. Cada uno considerará a su manera los criterios de educación de sus hijos. Todos legítimos en tanto padres. El camino abierto con esta concesión jurídica puede ser peligroso o no serlo, pero suscitará también infinitos caminos de debate. Tal vez sean necesarios. Ya Esperanza Aguirre ha abierto la brecha de la polémica dando cobertura municipal a las genéricas impugnaciones particulares. Nada ajeno a los entresijos de la simple hostilidad entre facciones políticas: no crean que en realidad esto les preocupa en exceso. Tal vez únicamente una pequeña incomodidad en materia moral.
Las preguntas añadidas son mías:
1.- ¿Qué sucederá cuando unos padres creacionistas objeten la biología darwinista y se obcequen en que su hijo no asiste a una clase de Ciencias en la E.S.O. amparados en la fe?
2.- ¿Y cuando el padre musulmán considere que su hija no va a colocarse shorts en Educación Física?
El curioso lector puede inventar preguntas sustituyendo el tipo de padre y reformulándolas según la elección.
Ahora un artículo de uno los padres morales de la polémica (polémica impostada, vitaminada a efectos electorales)




En defensa propia
FERNANDO SAVATER.


Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
FUENTE: El País


Este artículo fue publicado por EL PAÍS el 12/08/2006. Se reproduce íntegramente en esta página .

"La Educación para la Ciudadanía no debería centrarse en fomentar conductas, sino en explicar principios."

Aunque el trazo grueso y la exageración truculenta son el pan nuestro de cada día en los comentarios políticos de los medios de comunicación españoles, las descalificaciones que ha recibido la proyectada asignatura de Educación para la Ciudadanía superan ampliamente el nivel de estridencia habitual. Los más amables la comparan con la Formación del Espíritu Nacional franquista y otros la proclaman una "asignatura para el adoctrinamiento", mientras que los feroces sin complejos hablan de "educación para la esclavitud", "catecismo tercermundista" y lindezas del mismo calibre. Muchos convienen en que si entra en vigor esta materia, el totalitarismo está a la vuelta de la esquina: como una imagen vale más que mil palabras -en especial, para los analfabetos, claro-, el suplemento piadoso Alfa y Omega del diario Abc ilustraba su denuncia de la Educación para la Ciudadanía con una fotografía de un guardia rojo enarbolando el librito también bermejo del camarada Mao. En fin, para qué seguir.
Con tales planteamientos, no puede extrañar que algunos clérigos y otros entusiastas recomienden nada menos que la "objeción de conciencia" docente contra semejante formación tiránica (desde que no hay leones en la arena, los voluntarios para el martirio se van multiplicando). Quienes abogamos desde hace años profesionalmente -es decir, con cierto conocimiento del tema- por la inclusión en el bachillerato de esta asignatura que figura en los programas de relevantes países democráticos europeos podríamos sentirnos ofendidos por esta retahíla de dicterios que nos pone quieras que no al nivel abyecto de los sicarios propagandistas de Ceaucescu y compañía. Pero lo cochambroso y raído de la argumentación empleada en estas censuras tremendistas demuestra que su objetivo no es el debate teórico, sino el más modesto de fastidiar al Gobierno y halagar a los curas integristas, por lo que haríamos mal tomándolas demasiado a pecho.
La objeción más inteligible contra esta materia viene a ser que el Estado no debe pretender educar a los neófitos en cuestiones morales porque ésta es una atribución exclusiva de las familias. Como ha dicho monseñor Rouco, la asignatura culpable no formaría a los estudiantes, sino que les transmitiría "una forma de ver la vida", que abarcaría "no sólo el ámbito social, sino también el personal". Francamente, no me resulta fácil imaginar una formación educativa que no incluya una forma de ver la vida, ni una educación de personas que omita mencionar la relación entre la conciencia de cada cual y las normas sociales que comparte con su comunidad. Pero de lo que estoy convencido es de que la enseñanza institucional tiene no sólo el derecho sino la clarísima obligación de instruir en valores morales compartidos, no para acogotar el pluralismo moral, sino precisamente para permitir que éste exista en un marco de convivencia. Los testigos de Jehová tienen derecho a explicar a sus hijos que las transfusiones de sangre son pecado; la escuela pública debe enseñar que son una práctica médica para salvar vidas y que muchas personas escrupulosamente éticas no se sienten mancilladas por someterse a ellas. Los padres de cierta ortodoxia pueden enseñar a sus hijos que la homosexualidad es una perversión y que no hay otra familia que la heterosexual; la escuela debe informar alternativamente de que tal "perversión" es perfectamente legal y una opción moral asumible por muchos, con la que deben acostumbrarse a convivir sin hostilidad incluso quienes peor la aceptan.
Los alumnos deben saber que una cosa son los pecados y otra los delitos: los primeros dependen de la conciencia de cada cual; los segundos, de las leyes que compartimos. Y sólo los fanáticos creen que no considerar delito lo que ellos tienen por pecado es corromper moralmente a la juventud. Por otro lado, es rotundamente falso que la moral sea un asunto estrictamente familiar: no puede serlo, porque nadie vive solamente dentro de su familia, sino en la amplia interacción social, y no serán sólo sus parientes quienes tengan que soportar su comportamiento. Hace tiempo escribí que las democracias deben educar en defensa propia, para evitar convertirse en semillero de intransigencias contrapuestas y de ghettos incomunicados de dogmas tribales. Nada veo hoy en España ni en Europa que me incline a cambiar de opinión.
Resulta verdaderamente chocante que la oposición considere la Educación para la Ciudadanía un instrumento doctrinal que sólo puede beneficiar al Gobierno. Deberían ser los más interesados en preparar futuros votantes bien formados e informados que no cedan a seducciones demagógicas. En un artículo que analiza muy críticamente la situación política actual en nuestro país ("Cómo se estropean las cosas", Abc, 18/7/06), Álvaro Delgado-Gal se pregunta: "¿Estamos los españoles educados democráticamente? La pregunta es pertinente, ya que la buena educación democrática no se adquiere así como así, ni florece, como las malvas, en terrenos poco trabajados". No parece por tanto que tronar contra la asignatura que pretende remediar estas carencias sea demasiado lógico.
Al menos los críticos deberían distinguir entre la necesidad de este estudio, que es evidente, y la orientación temática que finalmente reciba, sobre la que puede haber mayores recelos y objeciones. En cualquier caso, la menos válida de éstas es sostener que cada familia tiene el monopolio de la formación en valores de sus vástagos... mientras se expresa preocupación por la posible apertura de escuelas de orientación islámica en nuestro país. O nos preocupa el silencio de Dios o nos alarma el guirigay de los dioses, pero todo a la vez, no. Los mismos que reclaman homogeneidad entre los planes de estudio de las diferentes autonomías no pueden negar al ministerio su derecho a proponer un común denominador ético y político en que se base nuestra convivencia. También por coherencia, quienes exigen a Ibarretxe que sea lehendakari de todos los vascos y no sólo de los nacionalistas no deberían censurar que Gallardón se comporte como alcalde de todos los madrileños y no sólo de los heterosexuales. Por lo tanto, produce cierta irritada melancolía que el líder de la oposición, tras una conferencia en unos cursos de verano dirigidos por el cardenal Cañizares, afirmase (según la prensa) que "la laicidad y la Educación para la Ciudadanía llevan al totalitarismo". Vaya, hombre: y seguro que la electricidad y el bidé son causantes de la decadencia de Occidente.
Sin duda, hay muchos malentendidos en torno a la asignatura polémica que deberán ser cuidadosamente discutidos. Como vivimos en una época enemiga de las teorías, cuyo santo patrono es Campoamor ("nada es verdad ni mentira, todo es según el color..., etc."), es de temer que predomine ante todo el afán práctico de lograr comportamientos recomendables. Pero a mi juicio, la Educación para la Ciudadanía no debería centrarse en fomentar conductas, sino en explicar principios.
Para empezar, en qué consiste la ciudadanía misma. Podríamos preguntárselo a los inmigrantes, por ejemplo, pues lo que vienen a buscar en nuestros países -sean más o menos conscientes de ello- no es simplemente trabajo ni aún menos caridad o amparo, sino precisamente ciudadanía; es decir, garantía de derechos no ligados a la etnia ni al territorio sobre los que poder edificar su vida como actores sociales. Los neófitos oyen hablar a todas horas de las carencias de nuestro sistema, pero no de sus razones ni de la razón de sus límites. La ciudadanía exige constituir un "nosotros" efectivo que no sea "no a otros", por utilizar el término propuesto antaño por Rubert de Ventós. Ser ciudadano es estar ligado con personas e instituciones que pueden desagradarnos: obliga a luchar por desconocidos, a sacrificar nuestros intereses inmediatos por otros de gente extraña pero que pertenece a nuestra comunidad, y a asumir como propias leyes que no nos gustan (por eso es imprescindible intervenir en política, ya que luego el "no en mi nombre" es un subterfugio retórico y equívoco). Vivir en democracia es aprender a pensar en común, hasta para disentir: algo que con la moda actual de idolatrar la diferencia no resulta precisamente fácil ni obvio.
No soy de los que dan por hecho el despedazamiento de España a corto plazo, pero la verdad es que también veo apagarse más luces de las que se encienden. Con una izquierda cautiva de los nacionalistas y una derecha cautivada por los obispos, la imbecilización política del país es más que probable. Afortunadamente, gran parte de la ciudadanía no se siente obligada al cien por cien a alinearse con unos o con otros. Hay votantes del PSOE que consideran injustificable la mesa de partidos que nadie se molesta en justificar y votantes del PP que prefieren el teléfono móvil a las palomas mensajeras, a pesar del comprobado parentesco de éstas con el Espíritu Santo. A los hijos de todos estos relapsos les vendrá muy bien aprender Educación para la Ciudadanía, aunque no sea la panacea mágica de nuestros males. Para tantos otros, ay, llega la asignatura demasiado tarde.

11.3.08

Granito




Politonos democráticos




Hay indicios de que la fractura social de los vencedores y los vencidos no es tal y que una vía alfombrada de micrófonos y de flashes perla la nueva legislatura. Casi no se va nadie (Llamazares ha dicho esta boca sí es mía) y casi nadie entona el cántico de la derrota, aunque los nacionalismos y los extremos del arco político hayan regalado sus votos (desmérito propio, mérito ajeno) y los que han ganado tampoco estén para embriagarse de victoria. La derecha se ha erigido en ganadora moral, dicen. Pero yo en esto de la política y de las matemáticas de las urnas deduzco que gana el que rompe el lazo carmesí de la meta y en esto, no tenga duda al respecto, el que va a salir en todos los titulares y va a presidir las paradas militares y la recepción de eminencias foráneas es Zapatero, por más que la caterva voluntariosa del PP vocingle que el pueblo se ha llenado las manos de voto sensato, de voto de derecha, que han subido muchísimo más que los enemigos democráticos y que es tan sólo el voto cautivo y el voto marginal el que ha dado ventaja (cuatro años de ventaja no ciertamente un parco beneficio) a las huestes socialistas. Poco después de que Zapatero aplaque las dudas a sus correligionarios (demasiado progreso, demasiada cosa social, demasiado concesiones a los desfavorecidos) gana otra lid pública un actor metido a cantante (esto es siempre relativo y discutible hasta la naúsea) que Buenafuente se sacó de la manga ancha de su equipo de mercadotecnia y que responde al guignolesco nombre de Rodolfo Chikilicuatre.
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Dicen los exégetas de estos eventos mediáticos que el tal Chikilicuatre es el modelo arquetípico de la sociedad zapaterista: donde importa más el efecto que el poso, donde cantar no es fundamental sino dar unas maneras en un escenario y sorprender al respetable con un ejercicio de ridículo perfectamente ejecutado. Porque Chikilicuatre no es un espontáneo ni está ahí para ganar ningún festival. A la manera en el que el Neng se granjeó la mirada (al menos) del pueblo llano, este muchacho de formas freakies y fondo de catálogo más freaky (o cañí) todavía es un superviviente de la sociedad de consumo, uno de esos eventuales héroes de la banda ancha que da patadas de kárate al aire para ver si una levanta el beneplácito del boquiabierto gallinero, que está fascinado con su ritmo absurdo y su perreo hipnótico.
Que sea un bufón o un artista legítimo no es asunto que deba suscitar debates. Lo que aquí tenemos es una bomba de relojería instalada directamente en los bajos más promiscuos de la sacrosanta institución del festival de Eurovisión, que debió haber fenecido por inoperante a mediados de los ochenta (o antes, yo qué sé) y en cambio todavía zigzaguea por el prime time de las principales cadenas del continente. Y ya mismo en alta definición. Es por esto por lo que el público siempre es sabio y siempre, como en los bares, suele llevar la razón. Si la grey bajuna quiere perreo, démosle perreo. Si quiere socialismo cuatro años más, pues nada que objetar. España es socialista y es chilikuatrista. Salvando las distancias intelectuales, el objeto de estudio es esencialmente el mismo. Se trata de la feligresía libre y consciente de su omnímodo poder de elección y de cómo ésta se envalentona contra la ortodoxia y contra las mentes bienpensantes que antes pensaban por ella (Jiménez Losantos ha dicho barbaridades esta mañana en su COPE) y lanza dardos envenenados o flores perfumadas, según miremos. Zapatero es el hombre del siglo XXI. Nadie le hace sombra. Ni siquiera Michael Jackson. Hasta con esa buena suerte que repetía como salmodia el candidato ZP es posible que el engendro saque premio. Gana siempre el politono.

10.3.08

La foto indiscreta

Grace Kelly y James Stewart (Original de la película La ventana indiscreta, Alfred Hitchcock)


Scarlett Johansson y Javier Bardem. (Norman Jean Roy)
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Se trata de un montaje preparado para la revista Vanity Fair, pero son éstos tiempos de clonación y no parece cosa descabellada que en un futuro (tiempo propicio siempre para las conjeturas) la pareja del año (una de ellas, no crean) se apreste a encarnar los míticos personajes de la película del maestro Hitchcock. Aquí pueden disfrutar el resto de las fotografías entregadas al homenaje. Disfruten y vayan considerando que no sea sino el marketing viral que ahora sirve de aliño mediático para cualquier producción de alto coste que se precie. Adivine el curioso lector cuál acabo de poner como salvapantallas para mi portátil. La que he dejado en su carpeta matriz es la de Gary Grant corriendo delante del avión, ya saben. Marzo es Hitchcock...

9.3.08

Confesiones de un ciudadano a punto de depositar su voto: crónica sentimental de un espectador perplejo

Creo en la ficción: creo con entusiasmo y ejerzo mi fe con arrobo sin perder jamás ocasión de fortalecer mis creencias con pequeñas píldoras de quimeras. Y creo más a medida que la realidad me va imponiendo sus aranceles. La ficción es el único reducto de privacidad con el que uno puede contar. Por último, y esto es tal vez lo más importante, no creo en todo lo demás. No se puede confiar en la realidad. La línea divisoria entre lo que vemos y lo que fabulamos es el lugar ideal para dejarse uno vivir sin excesivos conflictos. Mi laberinto doméstico favorito es un libro recién comprado o la luz jubilosa de un proyector de cine en una sala. Al final, contando los hallazgos y los triunfos de la emoción sobre la rutina, cuenta siempre el hecho ineluctable de que esa felicidad la recibimos en soledad. No soy ningún ingenuo. La realidad es metaficción: ficción empastada de ficción, mentiras edificadas sobre mentiras, pisadas que matan otras pisadas, voces solapadas al eco de otras voces, palimpsestos del alma, semiótica fragmentada, el desorden persistente e indefinible, fijado como código para descerrajar los usos de la costumbre. Ahí entonces se me ocurre que mi vida espiritual depende de la Marvel Comics Group y de Elias Canetti, de las columnas de Juan José Millás y del influjo de las letras de Leonard Cohen. Soy una especie de espectador perplejo. Fuera de esa incertidumbre, de esa continua fascinación por lo asombroso, carezco de iniciativas. Todo se nos da hecho. Nos manipulan: nos encorsetan, nos arrumban a un precario estado de bienestar donde cualquier alimento social o espiritual o corporal viene facturado y tasado en un mercado de abastos global. Hoy es un gran día para la democracia. No me cabe duda al respecto. Un día enorme en el que ejercer el derecho a elegir cómo va a ser el país en el que vamos a vivir al menos los próximos cuatro años se postula como un alegría que hay que comprender para apreciarla en su compleja importancia. Es un día para reflexión, pero este egoísta que escribe en una página diminuta y caótica está cada vez más concienciado del enorme tinglado ideológico que nos inoculan bajo la imponente fachada de la normalidad política y el noble deseo de que una serie de personas, en las que delegamos nuestras esperanzas y nuestras aspiraciones, se ocupen de que la electricidad no desfallezca, el pan no suba en exceso y todos podamos sentir que hay leyes que nos protegen y derechos que nos incumben. Así que esta mañana de domingo, poco antes de engalanarme de ciudadano y depositar en la urna de mi colegio electoral el sacrosanto voto, tengo la certeza de que al final tendré que refugiarme esta noche en la ficción, en el único territorio en el que me sé manejar con absoluta soltura. Llevo años practicando este oficio. Espero que los elegidos hoy tengan a bien no escatimar esfuerzos para que la realidad no entorpezca en exceso mis vicios. Al fin y al cabo no hacen daño a nadie. En todo caso, en el abuso, al que los ejecuta. Me pongo la chaqueta de los domingos, la de votar, los zapatos, la sonrisa de homilía democrática y voy a mi colegio (Antonio Machado) y saludo a los abnegados trabajadores de mesa e introduzco ritualísticamente la papeleta. Luego me tomaré una cervecita (o un buen par, qué vamos a hacerle) con mi mujer en el bar de enfrente. Eso también es un rito.

8.3.08

My hometown I


First snow, La primera nevada: La road movie espiritual





Siempre ejerció sobre este cronista de sus vicios un poderoso influjo el paisaje alfombrado de moteles de las road movies americanas. First snow no es, en sentido estricto, una película afiliada a ese género portentoso. Ni tan siquiera exhibe modos de thriller: su propuesta es mucho más espiritual. En ocasiones parece un western minimalista o un humilde ejercicio de cine metafísico sin que en ningún momento la religión haga acto de presencia en su denso metraje. Trata del destino y de su urdimbre: de un hombre obsesionado por la repentina cuenta atrás en la que se ha convertido su rutinaria vida. La revelación de un fortune teller, que a la manera gitana cuenta el futuro dentro de una caravana que hace las veces de carromato clásico, inicia el desquiciamiento de un personaje formidablemente escrito y muy bien interpretado por Guy Pierce, que por momentos parece sacado de un film de Hitchcock y que despliega una suerte mágica de reconciliación con la vida justo cuando ésta, a la luz de los acontecimientos y de las aparentes casualidades que se entrecruzan, parece darle la espalda. Es éste el principal atractivo de la cinta: la conversión de Starks, el comerciante signado por el fatalismo, su paulatina conciencia de que va a morir y cómo va aceptando con estoicismo ese ingreso en la muerte como si fuese una especie de regalo.
Pearce, que ocupa la pantalla todo el tiempo, es el verdadero artífice de esta pequeña obra maestra: él y el guión del propio Mark Fergus, director en este caso, pero también guionista de films tan notorios como Hijos de los hombres y el taquillazo Iron man, a punto de irrumpir en escena. Y lo mejor, como sucede en muy contados ocasiones en películas de corte comercial y facturadas para la rentabilidad, es ese final apoteósico, cerrado con una seca frase que un locutor de radio pronuncia para que nuestra sensación de incomodidad sea completa, pero el amable lector no se deje confundir por el tono sombrío de esta reseña. First snow es una película muy entretenida, que juega bazas de thriller y se permite hacer incursiones más que dignas en el melodrama personal de unos personajes solitarios, miméticamente emparentados al paisaje que los cubre.

4.3.08

Ojos y cine


Tal vez los de Bette Davis, que Kim Carnes retrató en una áspera canción pop con su voz aguardientosa. O los ojos del vampiro de Murnau, que sólo caben en un cenagosa balada de Tom Waits.
El cine ha fascinado siempre por su capacidad de insinuación.
Los ojos insinúan, invitan, conceden plazos interminables que luego, como en un cuento de Kafka, no se cumplen jamás. Los ojos arrebatan corazones y escriben versos de amor sin un verbo copulativo.
Ojos tristes.
Ojos de gata en celo que Lauren Bacall encerró en el corazón ebrio de whisky de Humphrey Bogart.
Ojos que delatan pasiones y firman armisticios. Yo recuerdo los ojos del Coronel Kurtz en el infierno, que era una historia fascinante de Joseph Conrad y una película hipnótica y magistral de un iluminado Francis Ford Coppola.
Marlon Brando miraba muy bien: le bastaba eso, mirar, para decir lo que otros sólo podrían mascullar con el aplomo de un libreto y una retahila infame de frases.
Quizá los buenos actores lo son porque omiten el lenguaje verbal y expresan su tormento o su júbilo parpadeando, entreabriendo los ojos o dejándolos flotar, como la espuma leve de un día de amor a orillas del mar, hacia ninguna parte.
El cine es la vida o es al revés. Por eso hay gente que jamás - ellos se lo pierden - ha leído un libro, pero han visto (al menos) una película. Y esos espectadores casuales, esos inquilinos del azar que sentaron su culo dos horas para ver cómo una historia ajena se convertía en la propia, recuerdan después miradas, ojos.
Dicen que Scarlett Johansson tiene una mirada limpia, aunque le miren sin disimulo el culo y los labios.
Dicen que Monica Vitti tiene la mirada perdida y que por eso confunde a los hombres, que se pierden dentro de sus ojos. Lo dicen como en un juego, repitiendo palabras que creen haber oído antes, pero están haciendo una reseña oral, literatura de cine, a pie de calle, mientras pasean de vuelta a casa y no pueden evitar recordar los ojos de Monica Vitti en El eclipse o en El desierto rojo.
Ojos turbios de mirar pájaros que Burt Lancaster convertía en ojos sinceros de mimar la vida en El hombre de Alcatraz.
Ojos de Woody Allen, que es tanto como decir los ojos menos agraciados de la historia del cine. Ojos a salvo de la ortodoxia: Marty Feldman.
Ojos convertidos en túneles que unen dos mundos: el real y el fantástico.
El cine es ese túnel formidable.
Los ojos son el instrumento y miran y son vistos: en idéntica medida.
Ahora mismo estoy pensando en los ojos de Peter Lorre, que también ocupaban un verso (al menos) en Year of the cat, la canción perfecta (Al Stewart)
Esos ojos son los que deberían figurar en cualquier antología del tema. Ellos acompañan al curioso lector hasta alguna película en donde nos asediaron, intimidaron, enamoraron...
Me vale esta noche M, el vampiro de Dusseldörf, la obra maestra de Fritz Lang.
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Post rescatado del formidable Ojo de buey y hoy dedicado (él sabe el porqué) a mi amigo del alma Antonio Linares, con el que suelo compartir bares, blues y tabaco negro en su pueblo, que es el mío, Priego de Córdoba.

3.3.08

Segundo round...



El asalto monclovita tendrá (esta noche, en prime time) los condimentos previstos: el precio de la leche, las hipotecas, el agua, inseguridad ciudadana, paro, gráficos, gestos, manos que se encrespan, cejas que se enarcan, medias sonrisas, De Juana Chaos, alianza de civilizaciones, la España próspera y la España decente, el artista untado, leyes de igualdad, crispación, Alianza Popular, Felipe González, Kosovo, Movimiento de Liberación Nacional Vasco, Solbes, el pollo...Más o menos como el del pasado lunes, pero después. Sólo eso.

El amor en los tiempos del cólera: Tedio mágico


Todo lo que en la prosa de García Márquez es deslumbramiento, en el cine hecho de esa prosa es hastío, ripio, tedio convertido en marca registrada. El procedimiento es sencillo: coja el amable lector la novela absoluta del Nobel colombiano (Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera) y piense qué forma de hacer cine le convendría. Caso de que la obra fuese de Jane Austen no hay problema: hay ejemplos para confirmar esta hipótesis. Caso de que la obra fuese de Ian McEwan, tampoco: ahí está la convincente puesta en escena de su Expiación. Ivory extrae lo mejor de Ozu en la recreación de lo victoriano. Entonces el problema no es la falta de talento en el cine reciente para convertir la literatura (la buena, la que se queda impregnada) en buen cine sino la dificultad (o la falta de necesidad, mejor) de subvertir ese material narrativo en imágenes enganchadas a 24 fotogramas por segundo.
Todo lo que en la novela de García Márquez es fascinación y magia (untadas ambas de credibilidad) en la película del inglés Mike Newell es sopor, tozuda recreación de un realismo de corte mágico, pero inverosímil, torpemente romántico, desafectado de lírica y vestido con las mejores galas del cine más impecable, pero carente de alma.
La historia de amor imposible del joven Florentino y la hermosa Fermina a lo largo del tiempo avanza a saltos, enganchando en imágenes sueltas, provocando la hilaridad o el aburrimiento cuando ni una cosa ni otra eran los sentimientos que se buscaban en ningún momento.
Intrascendente, apocada, tímidamente lúcida en el tratamiento de algunos paisajes, la cinta se abisma en la necedad cuando se acerca a los personajes. Nada certero ni profundo sabemos de ellos. Todos son arquetipos, bocetos de personajes, tan sólo. Así el desarrollo de la trama se antoja pesado hasta la nausea y este cronista estuvo muy a punto de cortar por lo sano (lo insano era la espera del goloso The end) y salir por piernas de la sala.
La salva el texto en sí: Newell sabe que lo que el cine le niega se lo puede proporcionar el libreto riquísimo, bendecido por el propio Gabo. Así tenemos la musicalidad de la prosa del maestro en momentos en que otro director hubiese convenido que lo mejor siempre es la insinuación, la representación plástica y la gracia del estilo. Tal vez sirva ese esplendor lingüístico para que el espectador reacio a la lectura acometa el empeño de sumegirse en la obra de García Márquez. Ésta u otra: es lo mismo.

2.3.08

El pirata magnético vs. El pirata digital





Entonces eran otros los piratas y no tenían la notoriedad de ahora. Carecían de conciencia de estar cometiendo algún tipo de delito, aunque probablemente ni entonces lo era ni lo sea en estos tiempos de banda ancha y de mulas en cuyas alforjas duerma la filmografía completa de la Universal. La cueva de Ali Babá se ha democratizado y sus tesoros no son privilegio de clases altas o de gourmets con tecnología. Puede que este saqueo cómodo e indolente esté cuarteando la epidermis de la industria del ocio y del entretenimiento o tal vez el saqueo sea la consecuencia de un nuevo modelo de transferencia cultural. Y ni siquiera tengo claro si eso de transferencia se aviene al verdadero significado de este complejo problema: sospecho que no hay adherencias en este comercio filibustero; no existe, como antaño, una comunión absoluta entre el objeto copiado (en cintas de cassette como las arriba mostradas) y el operario y usuario de este transvase. Me dejaron el otro la discografía completa de Stevie Wonder en mp3 en un DVD. Fue un acto tan sencillo que me alarmé. Pensé en mi adolescencia cuando compré con muchísimo esfuerzo A journey through the secret life of plants, la primera obra suya que descubrí. Luego incluso me atreví a desechar el vinilo (que conservo en una habitación de descartes, recortes y olvidos) y adquirir (más gozoso todavía) el CD. Recuerdo el estado de nervios al ir descubriendo pieza a pieza el disco completo. Dudo que eso suceda ahora. Menos mal que fue entonces (primeros ochenta) cuando mi inquietud se fascinó con el talento de aquellos artistas. Ahora la adherencia (la fascinación, el temblor ante el hecho artístico) hubiese sido exponencialmente menor. Lo es en muchos casos cuando la saturación de contenidos aborta - o mengua - toda posibilidad de disfrute de alguno de ellos.
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Conceptos como copia privada, propiedad intelectual o canon digital no ocupaban un minuto de esos años. Comprábamos las cintas por cajas. Sony y Basf eran mis favoritas sin que esa elección estuviese apoyado por argumento lógico alguno. Solía grabar blues y jazz de Radio 3 y hacía laboriosas portadas para las fundas de plástico. Todavía guardo algunas. Más embarrullado, el panorama actual asume su injerencia en lo social y suscita debates en todos los foros. Hasta la campaña actual se ha dejado contaminar por su influjo: un partido a favor, otro(s) en contra, artista untados, páginas encontradas...
Los abordajes son básicamente idénticos. Uno asume su cuota de infractor. Tal vez el canon digital legitima, en el fondo, el salto con el cuchillo en la boca. Lo malo es que el asalto no sea productivo y el botín no sea abierto con mimo, observado con placer y fijado en su más estricto esplendor.
Borau, el director de cine, el nuevo presidente de la SGAE, lo dice claro en una entrevista: "La piratería es una alimaña", que es una forma elegante, escorada, de criminalizar a quien se baja la última obra de Estopa y la registra en un disco vírgen(no seré yo, claro) y también a quien graba en ese mismo disco sus fotos de la excursión a los Picos de Europa con la familia o los archivos en Word de sus apuntes de Derecho Romano. Criminales todos. Total, por unos centimos, qué más da.





Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...