31.5.08

Buigle, el buscador como Dios manda


En las tripas del Google reposa el alma humana. Quién duda esto. A él confiamos nuestra concepción del mundo. En los sótanos cibernéticos de ese buscador se tutelan los expedientes íntimos de millones de usuarios. El Google, como oráculo moderno, ya está. Ahí está el inventario de sus vicios y de sus afanes. Nada de esto escapa a la Iglesia Católica así que han puesto en circulación su propio Google, al que llaman Buigle, y con el que pretenden emanciparse del Estado en materia económica y contribuir al sostenimiento independiente de sus nobles causas y de sus muchos gastos.
Todavía no sé si poner Buigle como página de inicio. Llevo muchos años con Google y me da no sé qué esa traición. Un buscador es como un libro de familia. Su archivo histórico guarda todos tus desvelos. En algún remoto rincón del motor de búsqueda Google deben andar mis últimos años en la Tierra. Si hiciéramos un listado de mis búsquedas sabríamos de qué pie cojeo y dónde coloco la cruz en la Declaración de la Renta. Lo mío y lo ajeno: todo bien registrado por si alguna vez hace falta olisquearlo todo.
Lo de Buigle, no obstante, me tiene desconcertado, aturdido desde que anoche encontré su existencia como por azar, que es la forma en la que el navegante amateur atiborra su ocio de suculencias y delicatessens semióticas.
Vamos: A la palabra pecado le encontramos miles de entradas. Igual sucede con redención, culpa, martirio, limosna o sacrificio. Términos de una neutralidad moral a prueba de inquisidores como barroco, telúrico, fútbol o Elvis aparecen limpiamente, sin que la autoridad censora del propio buscador ejerza su catón interno. Curiosamente la palabra sexo no existe y nos piden con toda amabilidad que intentemos sustituirla por otra. Y ahí es donde me ha llegado el desconcierto. Cualquier otra palabra que quiera decir todo lo que quiere decir sexo será siempre inferior, en significantes, al inefable vocablo primigenio, pero he aquí que los jerifaltes informáticos del hallazgo eclesiástico omiten el sexo y suponen que el mundo puede girar sin su concurso. Así llevan dos milenios: lo que engolosina al pueblo les produce a ellos malestar, sofoco, rubor y hasta quebrantos psiquiátricos. El amable lector puede ampliar el campo de acción y colocar en el recuadro mágico la palabra que se le antoje. Yo escribí Cañizares y me encontré que se privilegiaba al portero de fútbol sobre el excelentísimo y reverendísimo cardenal arzobispo de Tolero, primado de España. O sea que el motor tiene fallos internos que no dudo que solventarán en breve. O no es un fallo y en realidad tienen dentro un topo, un ser humano con amplitud de miras y capacidad para gobernar los designios del espíritu humano y dar cuartelillo digital a toda la avalancha formidable de tentaciones y de campos de batalla dialécticos que se interponen entre el cumplimiento de la moral y el abastecimiento de placeres mundanos o entre la ética cristiana (sólo la cristiana, claro) y consenso jurídico, legislado y civil al cien por cien de temas como la eutanasia, el aborto, los métodos anticoceptivos o la dudosa, a lo visto hasta hoy, laicidad del Estado. Entre unos y otros está el Buigle para poner las cosas en su sitio y crear afición entre los parroquianos y provocar estupor entre los disidentes.
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Si la Sexta y Público, adalides de la carga contra los poderes tradicionales del imperio purpurado, son capaces de hacer programas abiertamente irreverentes (Salvados por la campana) o pedir sin rubor que el lector no dé su favor a la casilla de la Iglesia, ¿por qué no puede ésta, en idéntica medida, usando parecidos medios, barrer para casa y hacer un buscador como Dios manda? Pues eso.

Roy Orbison singing for the lonely...







29.5.08

Honeydripper Blues Bar: Salvado por la electricidad


Contra pronóstico, a medida que el tiempo pasa y me voy haciendo viejo, como decía Pablo Milanés en una hermosa canción suya, la paciencia me va abandonando. Si de joven nunca hice un puzzle, ahora (más talludito) menos estoy dispuesto a hacerlo. Desestimo la distancia entre el objeto idílico (la torre Eiffel, jardínes colgantes, campos de girasoles o la Mona Lisa) y las muchas y menudas partes con la que el tozudo obrero debe recomponerlo. Me aturde la certeza de que el final del trayecto es mucho menos reconfortante que sus diferentes tramos. Ese exceso de información dispersa (las piezas derramadas en la mesa) libra siempre una batalla perdida: no me interesan las partes; tampoco el todo: prefiero la libertad del error y la posiblidad, aunque remota, de que alguna novedad fantástica surja de improviso y deshaga los planes anticipados. Todo esto que acabo de contar es cierto, cómo no, pero cuando la excepción confirma la puñetera regla surge la pequeña obra de arte, la anomalía perfecta. Bueno, ahora podemos empezar a escribir sobre la película que vi anoche.
Honeydripper, la última obra de un artesano americano llamado John Sayles, es un puzzle narrativo de primer orden, uno con el poso clásico justo, bien hilvanado, a pesar de que los variados sketches (las piezas en la mesa) revelen un propósito discontinuo, constatando la inercia que la propia música con la que se surte genera. Tiene todo lo que a este cronista de sus muchos vicios le incomoda para disfrutar en el cine: mucha dispersión dramática, mucha ambición psicológica, demasiado hueco libresco, podríamos decir, pero he aquí que ese batiburrillo de imprudencias afectivas congenian a la maravilla y Sayles, zorro viejo, da con el toque exacto (algo así como las puertas de Lubitsch, pero en colorines y con rancio blues sureño de fondo) para que el espectador disfrute. Yo, al menos, lo hice, aunque no pude olvidar la figura de Robert Altman sobrevolando muchas escenas y consentí que Sayles traza un tributo honesto al maestro sin que eso rebaje un ápice su (fascinante) independencia creativa.
Sayles puebla el metraje de su cinta con personajes arquetípicos, modelados en un torno más lírico que lógico. De hecho Honeydripper traza un paisaje humano, una poética del genio creativo, a riesgo de que la disgregación aborte la frescura de la trama y no prevalezca la máxima absoluta del buen cine: el guión, el bendito, maravilloso, necesario y luminoso guión. En esa ausencia, Honeydripper es una experiencia gratificante, golosa, que apabulla por su colorista musicalidad (el blues rural de los primeros cincuenta en una pequeña ciudad llamada Harmony) y por su voluntarismo didáctico. Sayles, a falta de una cohesión expositiva, regala entusiasmo pedagógico y convierte su película en un pretexto para filmar un periodo de la Historia de su país con los ojos de un documentalista, no por la mirada de un novelista. El proceloso desfile de personajes y el excéntrico, en ocasiones, inventario de deseos que los mueven revelan, al cabo, el nacimiento de una nueva forma de pensar o, en todo caso, la eclosión de una nueva manera de entender la vida, enquistada en el agitado atrezzo del Honeydripper Lounge, el bar que regenta un formidable Danny Glover.
Todo lo que Roger Corman le enseñó a Sayles en los años difíciles está aquí sabiamente condensado: hacer una película dignísima sin que la noble plata dicte las normas o , dicho de otro modo, cómo una guitarra eléctrica (la del bluesman llegado al pueblo como el pistolero de los westerns) puede guiar (ella sola) un película.

28.5.08

Todos estamos invitados: Metástasis moral


Manuel Gutiérrez Aragón aborda la cuestión vasca, muy escorada y eufemísticamente dicho, en Todos estamos invitados con la renuncia expresa a formular un panfleto sentimental o un libro de actas sobre la violencia o sobre las consecuencias de esa violencia en la vida de un pueblo. El vasco las sufre desde hace algunas décadas y esta película, aún hurgando en donde debe, tan sólo esboza alguna de las cuestiones más palpitantes, quedando su declarada honestidad a ras de tierra, sin perforar las muchas capas de esta cebolla infame (valga la metáfora) que es el terrorismo etarra. De hecho Gutiérrez Aragón renuncia también a más cosas: evita caer en ese exceso de romanticismo metafórico al que ha abocado siempre su buen cine. Su propuesta estilística roza el documentalismo de ficción al construir un armazón sólido, fiable, cercano a la realidad que todos podemos entender o incluso conocer de cerca, pero aquí lo que prima es la verificación del dolor más que la narración en sí.
Todos estamos invitados posee dos estructuras literarias afínes, pero que se alejan al final por más que el director cántabro desee hermanarlas. Una es la historia del profesor universitario amenazado por la banda. Otra, más escorada a lo lírico, a lo susceptible de abordarlo bajo algún prisma poético, es la del etarra que sufre una amnesia disociativa y regresa a la realidad sin saber casi nunca dónde está realmente la bondad y la maldad, el perdón, la culpa y la conciencia del daño hecho. Estos dos largometrajes discurren en paralelo, se tocan en capítulos puntuales y se enfrentan al final. Mientras tanto Gutiérrez Aragón y Ángeles Gónzalez-Sinde, los autores del emotivo guión, sostienen la teoría de que la fractura social en el País Vasco no puede erradicarse enteramente porque el mal, su pandemia, su cáncer invisible, está excesivamente anidado al modo de vivir vasco y de nada valen valientes ni cobardes cuando ejércitos ciegos de jóvenes azuzados y de viejos enquistados en el odio patrullan las calles al acecho de cualquier sabotaje que justifique las palabras. (No son afínes, insisto, a su final, porque chirría un poco el esfuerzo por hermanar lo que perfectamente podría haber sido separado de forma absoluta.)
Todos estamos invitados esboza un punto de vista de hondo calado moral, vaciado de épica, contenido en unas interpretaciones sobrias y arrojado al espectador casi como una piedra. Anómala en algunos tramos, la película de Gutiérrez Aragón se antoja necesaria, fácilmente conducible al territorio del activismo político. En este sentido es loable (y tal vez justa) la decisión de evitar cualquier tipo de referencia política. Aquí no hay carteras, ministerios, taquígrafos ni incendiarios titulares de prensa. Esa postura acomoda lo contado a lo conocido y no cae en victimismos, aunque los protagonistas absolutos son las víctimas, ni en el facilón recurso de intentar explicar lo inexplicable: las razones de la bestia, el ideario bárbaro del que empuña un arma para hacerse notar. La figura del desmemoriado Jon Josu (Óscar Jaenada, en un papel enorme) facilita que Gutiérrez Aragón despliegue con más desparpajo lo que sabe y tal vez lo que el cinéfilo cómplice espera: bosques hermosísimos lejanamente timbrados de edificios urbanos, largas carreteras alfombradas de coches que no parecen ir a ninguna parte ni regresar de ningún sitio.
Resuelta precipitadamente, en mi opinión, reducida en algunos tramos (la escena onírica) a un simplismo más que elocuente, la cinta eleva vuelo en su capacidad de formular preguntas y en su innegable belleza plástica. Contiene escenas memorables (la reunión gastronómica, todo lo que se dice y todo lo que calla), que dan al espectador un entusiasmo falso, que luego decae hasta que acepta la derrota de la narrativa y comprende el soporte fundamental de la propuesta: su esmerado dibujo de personajes, su fiable y noble capacidad de democratizar el dolor ajeno. Que parece a veces que el problema eterra no nos incumbe del todo y vemos en los partes informativos la infamia y la locura terrorista como el que oye un lejano rumor de tambores y sabe que el sonido (por fuerte que sea) jamás toma cuerpo y nos da una patada en la puerta. Al etarra amnésico de la película le viene a pasar esto: que la realidad, al llegarle limpia, descontaminada, le abronca y le pone en el disparadero de ser un mártir del enemigo.

27.5.08

Sidney, bye




El día acompaña al deceso. Está gris, amenaza lluvia y estoy noqueado por haberle robado demasiado tiempo al sueño anoche. He oído esta mañana, mientras salía el café, que ha muerto Sidney Pollack. Borges contaba en un cuento que un día esplendoroso, jubiloso, alumbrado de prodigios, no podía albergar fatalidad alguna. Que era imposible que el sol, la luz y el ritmo invisible de las estrellas en el lejano firmamento escondiera alguna forma, aunque fuese diminuta y frágil, del mal. Quizá no debiéramos morir y lo único que hacemos es buscar argumentos a ese absurdo cierre de programa. Pollack se quedó sin terminar su obra. Lumet todavía la perfila, a los ochenta y tantos, pero hay gente que se va antes y por causas menos épicas que un cáncer cuando ya has vivido lo suficiente. No podemos llorarle en exceso. No intimamos nunca con él, pero disfrutamos mucho con Memorias de África, Tal como éramos (que gusta especialmente a mi mujer), Las aventuras de Jeremías Johnson, Danzas, malditos, danzad, Los tres días del cóndor o Tootsie, muchas de ellas interpretadas por un imagino dolido hoy Robert Redford, pero yo le recuerdo como actor, dirigido por Woody Allen en Maridos y mujeres. Esa es la imagen que guardo. No descansará en paz: nadie lo hace nunca.

26.5.08

El disco de hoy: Mike Oldfield: Music of the spheres


Reconozco que Mike Olfield ocupó parte de mi educación musical. Compré en vinilo Tubular Bells (parte primera solamente), Ommadawn, Incantations, QE2 (etc) y llegué a la parte popera de Moonlight Shadow, Family man y demás arrebatos populares con voz cristalina y punteo arrebatador. El vinilo buscó al CD y ahora poseo casi toda la discografía del otrora genio. Reconozco también que no regreso a él como debiera. Me deslumbré tanto y tan joven que ahora, más talludito, me cuesta involucrarme en aquella orgía cromática de campanita, guitarras épicas y violínes salpimentando de galaxias flotantes el diseño armónico. Y dejé al amigo Mike hace bastantes años. Lo escucho en el coche, distraídamente, aceptando que en esa bizarra colección de himnos (algunos) estuvo mi crecimiento como oyente.
El jazz (la música que ocupa casi el completo de mi ocio) llegó al tiempo que Mike Oldfield se perdía en sus cascadas sinfónicas. Digamos que Thelonius Monk y el autor de Platinum se vieron en un rincón de mi cerebro, se saludaron y cada uno rehizo su camino. Uno hacia la luz. El otro a la sombra. Hace pocos días lo he recuperado. La culpa la tiene este pedazo de disco: Music of the spheres. Es un regreso con mayúsculas a la mejor música que este hombre ha facturado. Se ha deshecho del síndrome tubular y ha compuesto la mejor colección de canciones imaginables. Llevo un par de días oyéndolo en mi bendito Ipod y no voy a dejar de hacer tal vez en un par más. Tal vez se ha dado cuenta de que la industria no le precisa y hace su trabajo con otro desparpajo: como cuando en sus tierna adolescencia compuso el inmortal Tubular Bells, que todavía sigo considerando uno de los mejores discos que pueda escucharse, uno de esos de isla desierta y todo ese rollo metafísico. Sorprende, fascina, aturde.

Cosas que perdimos en el fuego: Besado por Dios


A uno le incumben tres o cuatro empresas en el transcurso de una vida y todas acaban por arrimarse a la felicidad o a su búsqueda. A ella conducimos empeños, gestos, palabras y hasta olvidos. La fatalidad azuza fatalidades. La tristeza busca tristezas. Un dolor pequeño alumbra un dolor grande. La débil línea que separa la luz de la oscuridad, la plenitud y la miseria, puede ser un mero gesto, un chasquido del universo, un verso diminuto en la música del azar. Y la muerte atraviesa los huecos de esta tosca trama inevitable. Lo que perdimos en el fuego no es después ceniza, el resto humeante que vemos: de esa pérdida trata la película de la directora danesa Susanne Bier, que ha entrado en Hollywood de la mano del influyente todavía Sam Mendes.
Cosas que perdimos en el fuego es la historia de una ausencia y de cómo hay que buscar con qué rellenar el vacío, una especie de teorema de Arquímedes a la inversa, un puzzle infame al que nunca querríamos entregarnos.
Halle Berry, la oscarizada, es Audrey Burke, quien pierde a su marido en un evitable accidente callejero. El marido ausente (un recuperado David Duchovny) interrumpe involuntariamente una vida familiar plena, dichosa, únicamente afectada por la amistad que éste profesa con un amigo de la infancia al que han devastado por completo las drogas, Jerry Sunborne(Benicio del Toro, oscarizado también, cómo no). La forma en que Audrey debe sobrevivir a la tragedia impone que rehabilite a Jerry a la vida ordinaria. Historia de adicciones físicas y emocionales, la cinta, en su balbuciente grandeza, revela cuestiones que nos atañen indefectiblemente a todos, pero no invoca clichés ni se ata las manos con la imprudencia de escarbar caminos ya conocidos. Bier huye del melodrama adocenado y desliza una visión frágil de lo que es, en verdad, frágil, un punto de vista dramático que podría haber tirado por otros derroteros más efectistas (y eso que hay aquí materia prima suficiente como para poner el vello de punta a más de uno).
Morosa en ocasiones, cercana en su textura a un telefilm sobresaliente, bien orquestado, la cinta no es de fácil digestión: no es sensiblera, pero se escora al tenebrismo sentimental; no es lacrimógena, pero propicia un principio de llantina. Sus encuadres heterodoxos, su intimidad física (hay muchas tomas en macro puro de manos, ojos, perfiles que dan a la historia una cercanía considerable) y su difusa sensación de obra inconclusa (como si supiésemos que no va haber un final feliz y que tan sólo asistimos a una magna ópera documental)
Las recaídas de Jerry, su bizarra personalidad, sostiene gran parte del metraje, pero Halle Berry borda un papel inconmensurable, por el que batalló ante la productora para que retirasen del diseño de producción la idea de que la protagonista fuese blanca.
Poco previsible, escorada a una didáctica representación de la muerte, Cosas que perdimos en el fuego es una estupenda película, un tour de force interpretativo, un abigarrado muestrario de sentimientos y, sobre todo, una evidencia de que la aflicción, convenientemente presentada, sigu siendo un suculento plato cinematográfico. Y si al lector poco cómplice de estos empalagos le parece demasiado dramática esta retahíla de emociones humanas que vaya al videoclub y se saque la última de Steven Seagal, que igual todavía pega patadas zen sin desbaratarse el meticuloso peinado.

Antes de que el diablo sepa que has muerto: Crónica de la miseria del alma



"Más vale que estés en el cielo media hora antes de que el diablo se percate que estás muerto"
(Adagio irlandés)


Advertencia: No lea el amable lector esta reseña caso de que desee que en la inocencia absoluta de su argumento.


No sabremos nunca si hay cielo. Caso de que lo haya tampoco ganamos respuestas que nos certifiquen su existencia. Aunque esta vida pida otra a veces tenemos que soportar estoicamente la que vemos con los ojos y tocamos con las manos. Esa vida, azotada por infamias como hipotecas, deudas, desfalcos e impagos a tu ex-esposa, no les gusta a los hermanos Hanson. El mal les acecha, pero no saben escuchar y se enfangan en una epopeya clásica donde no es posible que ningún júbilo triunfe. Así que asistimos a una desoladora exhibición de lo más ruín del espíritu humano, un repaso a las miserias del alma más a la vera de la narrativa rusa del XIX que del thriller de Hollywood, aunque el cine negro (esa idea hermosa del mejor cine negro posible) sobrevuela la trama y deja en el espectador goloso el poso más firme de los clásicos, ésos que se ahuecan en la memoria y permanecen por encima de las modas y de los vaivenes del gusto.
Pocas proclamas tan virulentas sobre la demolición de la familia que este thriller del maestro Lumet. No importa que se acerque a los noventa o que ya haya facturado algunas de las mejores películas del último tercio del siglo XX: Antes de que el diablo sepa que has muerto es una obra madura, que relata a golpe de flashback (la vida es un flashback largo, la memoria es la espoleta de sus diferentes sketches) el robo de una joyería familiar y las (previsibles) consecuencias que la chapuza en que la convierten arrastran.
Nada de esto sería posible sin un elenco sobresaliente: Philip Seymour Hoffman borda el papel de hermano arrojado, amateur en sus planes de saqueo, pero tozudo en sus vicios, en sus adicciones y en el deseo de un nivel de vida alto que contente a una mujer (Marisa Tomei) que lo engaña con su hermano y que sólo pide volver a Río de Janeiro a vivir la buena vida en las playas de Ipanema. Ethan Hawke es el fracasado, que malvive en un pub, en un cuartucho de alquiler lejos de una hija adolescente que le exige justo lo que no le puede entregar: cordura, éxito, fachada. De fondo, hacia la mitad del metraje y hasta su imponente final, un Albert Finney en estado de permanente gracia (ya trabajó con Lumet en 12 hombres sin piedad), que recita los mejores versos de la trama y gesticula y adorna su paso por la tragedia con maneras de iluminado.
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Antes de que el diablo sepa que has muerto hurga en el thriller desde el melodrama o, expresado a la inversa, expone un melodrama (uno lo suficientemente llamativo como para no pensar en otra cosa) a través de la estructura formal de un thriller clásico de robo perfecto.
Dice Andy (Philip Seymour Hoffman) que ninguna de sus partes forman su yo completo: lo dice antes de enchufarse una dosis de heroína, antes de saber que su mujer cabalga a su hermano todos los jueves, antes de percatarse que su fechoría (una elemental, nada fuera de lo normal) ha conducido a que su madre muera accidentalmente, antes de que su padre le confiese (entre sollozos) que le quiere muchísimo y él le pregunte si es de verdad su hijo, antes de que una vulgar discusión entre camellos y chantajistas lo tumbe, antes de que el mal (el mal considerado como un fleco del azar o el mal considerado como un filamento inteligente de la oscura trama del universo) le ofrezca la más infame y bárbara de las evidencias en su catre postrer, como diría algún poeta antiguo despertado para asistir a esta función deprimente y devastadora.
Planificada con exquisito mimo, construída en efectistas y reveladores flashbacks, la cinta abruma por su caligrafía precisa del fatalismo, por su honda inteligencia, por su magistral dibujo del desplome de la familia en la sociedad de la opulencia y de las apariencias.
La crónica de estos perdedores se abastece de materiales nobles, conocidos, pero todavía vigentes: el mérito de Lumet, a su edad, o tal vez por su edad, es distanciarse de la historia, someterse a un tratamiento de asepsia moral para filmar sin involucrarse en demasía, sin ingresar en la historia toda la mala baba que la vida (tiene ya el hombre muchos años, ya hemos dicho) le ha ido inoculando. Mérito también formidable el del guionista novel, una jovencísima Kelly Masterson, que formula en muy pocos trazos una coreografía abrupta y honrada de personajes al borde siempre del cataclismo moral, enganchados a la vida por mera casualidad, que se entregan a su propia destrucción con pasmosa naturalidad (véase la escena en la que Andy va deshaciendo el inmaculado mobiliario de su casa moderna, cómo va arrojando a la mesa de cristal las piedrecitas, cómo va desmontando la cama, arrojando al suelo los adornos de los muebles)... Inmorales, los personajes atraviesan muchas estancias y en todas van dejando huellas de su perversión ética, de su escaso apego a la bondad inherente de las personas. ¿ La hay? Tal vez Lumet, en su ocaso, argumente éso: que no somos buenos, que el mal acecha como un virus invisible y que lo tenemos dentro a falta de que la miseria y los problemas nos lo devuelvan íntegro, cabronazo y asesino.

25.5.08

Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal: Elvis, ovnis, Lenin y magia

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A la educación sentimental de muchos modestos cinéfilos que nacimos a mediados de los sesenta la imagen de Indiana Jones nos pilló en una adolescencia tardía en la que no era posible todavía ingresar en un cine más adulto ni tampoco regresar a la infancia untada de dibujos animados y de obras de Disney en prodigioso technicolor. Ahora la factoría Marvel ha encontrado el Eldorado en la explotación a destajo de su arsenal de héroes, pero entonces (finales de los setenta, primeros ochenta) apenas Superman surcaba el cielo y ni la tecnología podía ir más lejos ni el espectador soñaba con llegar al territorio increíble al que hemos llegado hoy. Por todo eso, la historia de Henry Jones Jr. fascinaba tanto. Todavía hoy engolosina al público ya fajado en decenas de historias a partir de ésta, pero que no que la alcanzan en magia y en belleza. El inventario va de la reciente La búsqueda a Tras el corazón verde (hecha sólo tres años después del boom del Arca) pasando por La momia (viene la tercera este verano) o Lara Croft's tomb raider.
Indiana Jones es tal vez el último gran héroe del siglo XX. De hecho Lucas y Spielberg se atiborraron de seriales televisivos de los años 30 y 40 y en la triunfal viñeta pulp (Doc Savage, del que guardo todavía algunos cómics) que ocupó la larga Guerra Fría que asoló la ingenua vida aburguesada de los Estados Unidos. Hollywood había alumbrado ya obras clásicas cuyo protagonista anunciaba, aunque muy parceladamente, la quintaesencia heróica y homérica de Indiana Jones: recuerdo ahora un arrogante Charlton Heston en El secreto de los incas o el propio Humphrey Bogart en El tesoro de Sierra Madre. Matrimonar entretenimiento, épica e historia nunca tuvo bazas tan espectaculares: Steven Spielberg se apropia como nadie del cine como fastuosa fábrica de sueños y da la receta mágica del aventurero intrépido y culto, irreflexivo y honrado, a salvo de la maldad y, por encima todo, un icono de la modernidad.
Daba igual que el enemigo fuera nazi o soviético o que anduviese tras el Santo Grial o una calavera amazónica de cristal estelar: la saga resiste el paso implacable de los años porque acude al proppiano concepto de cuento. Basta un viaje: una búsqueda, un hallazgo, la representación del mal enconada con la fidelísima y arquetípica idea del bien. Los mitos y las leyendas se cuelan con más facilidad en nuestra retentiva y propician el asombro, que es (no se dude) el motor sináptico del posible júbilo que nos da el cine. Si no hay asombro, no hay cine. Que se lo pregunten a Billy Wilder o a Howard Hawks, que hubiesen sido fans ardorosos de la saga de Spielberg.
Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (precioso título: ninguno hubo malo) retoma al valeroso profesor en mitad de una misión (al modo en que vemos a James Bond) y ya no va a haber tregua hasta los títulos de crédito. Lo que el amable espectador va a encontrar en esas dos horas de entretenimiento circense es una adaptación del universo retro de los años treinta y cuarenta de las primeras entregas a la paronoia soviética que ilustró los cincuenta y llenó la imaginación del pueblo americano de alienígenas con la cara de Lenin tatuada en el brazo y el atrezzo fabuloso del esplendor pulp (otra vez) fijado en el tupé de Elvis y en los chalecos pijos de mangas.
Con todo, a pesar de los elogios sinceros de este cronista y la sensación de que ha disfrutado muchísimo sentado en la butaca de un cine, la nueva entrega del franquiciado Jones no es una obra maestra como lo era En busca del arca perdida, pero da lo mismo. Tampoco exuda la frescura iconoclasta de La última cruzada, pero da igual. La historia de la calavera de cristal es exigua, se soporta veinte minutos: el poderío narrativo de Spielberg alarga ese escaso metraje hasta el delirio. El maestro es el primer fan de la saga y mima su hijo con arrobo y ternura infinita. Las proezas físicas del antaño vigoroso Harrison Ford están aquí muy inteligentemente maquilladas tanto a nivel visual como de libreto: se nos dice que Jones está viejo, que hubo otros tiempos y que fueron mejores y hasta que puede tener ochenta años. Tretas de tahúr, artimañas de cuentista sabio. Spielberg establece un diálogo cómplice con los viejos degustadores de su plato preferido: nos da incluso un hángar en donde una caja rota por azar muestra la propia Arca de la Alianza. ¿Qué mayor evidencia de la humildad de su obra? Hay muchos más guiños, pero también ése es el cometido del espectador: invocar la semiótica interna de la película, montar en su cerebro un mecano enorme en donde las piezas van encajando a la perfección por obra de un metalúrgico del ingenio absoluto, consciente de su magisterio y también de la lupa gigantesca con la que va a ser mirada esta nueva incursión en el universo de Indiana Jones.
Nos quedan trepidantes escenas de acción concatenadas a ritmo de rock and roll incendiario con un Indiana Jones Senior, un Indy en pequeñito, un cada vez más consistente Shia LaBeouf y una galería de malos perversos genialmente representados por una irreconocible (y atractiva) Cate Blanchett.
Jack Sparrow, Rick O'Connell, Ben Gates o John McClane, otros héroes de la reciente hornada de franquicias fidelizables, tienen hechuras de personajes duraderos, pero veinte años son muchos años y el público, que a pesar de querer siempre más raciones de circo puro y duro, también exige limpieza ética, la capacidad del creador de saber poner punto y final a la gallina de los huevos de oro.
Aún con todo, admitiendo la endeblez argumental, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (qué título más bonito) es una más que digna continuación (¿finiquito?) de la saga, una película estupenda, golosina pura para los ojos. La carnicería de la crítica más salvaje puede esperar a rebañar el cadáver de La momia 3, que está a punto de llegar a las pantallas. Dejen quieto a Indy. Ha estado veinte años en reposo y ha vuelto en excelentes condiciones. La vida es muy corta y no siempre tenemos la oportunidad de volver en el tiempo y estar dos horas perdidos en la dicha completa de no parpadear durante ciento veinte minutos. Yo lo hice. Luego no me pidan que razone mis vicios.

24.5.08

Sentencia de muerte: El club Bronson


1
El espíritu insomne de Charles Bronson sobrevuela todavía la cartelera del mundo. Su gesta se escribe con retales de vendetta y si tienes la mala suerte de ser un desgraciado que lo ha importunado puedes ir despidiéndote de tu hipoteca y de tus hijos porque va a por ti en forma de justiciero urbano y te dará lo tuyo, lo que tu imprudencia merece, en el subterráneo de un edificio gris de los arrabales.
2
Cabe también la posibilidad de que seas un padre de familia íntegro, un hombre alicatado por la bondad y finamente perlado por el espíritu navideño a lo Frank Capra, pero si el azar, que es un bichón cabrón, te pone obstáculos y una pandilla asquerosa de rufianes te destroza la mañana puedes ingresar sin rubor en el otro lado, en el club Bronson, y repartir caña por la ciudad hasta que la obra de Dios (seguro que hay un Dios que te va guiando a través de la sangre hasta el objetivo final, que suele ser un jefecillo intocable, otro desgraciado que ha firmado la sentencia de muerte) se ha cumplido. Entonces, oh hijo mío, podrás dormir tranquilo, aunque sea tras unos barrotes. No importa. La vida a veces pide venganzas de estas dimensiones, y si naciste para ser martillo del cielo no dudes que te caen los clavos, como cantaba (ay) la Orquesta Platería.
3
Kevin Bacon es Charles Bronson: hasta les unta de argumentos el mismo escritor, el que daba ideas al héroe de los setenta y el que ha puesto a James Wan, el que arrancó la luego nefasta Saw, una nueva pica en el Flandes apoteósico del cine mainstream, pero mainstream adulto, con raciones de miembros amputados y coreografías de coches que vuelan cinco pisos hasta empotrar su chasis en el asfalto. Por lo demás, Sentencia de muerte, esta absurda y nada bucólica sesión de adrenalina en vena, no conmueve lo más mínimo. Se acepta que el director tenga oficio para no hacer un ridículo espantoso, faltaría más, pero se ha limitado a rodar un videoclip larguísimo (como suele pasar) que va de la lágrima fácil al tiroteo hiperbólico, todo en un programa de actos rubricado por el signo de los tiempos, que está representado por un imponente JOhn Goodman en un papel corto y de contundencia larguísima en la memoria.
4
Este cine no fascina; ni siquiera entretiene al modo en que uno quisiera, sin trucos, sin la necesidad de maquillar la obra con esas ínfulas de aroma adulto que lo único que consiguen es arrastrar la intención al triste saco del tedio. Ahora me voy al cine a ver la sesión de Indiana Jones.


23.5.08

Dharma experience




Emilio, los osos polares que aparecen en Lost son mcguffin narrativos, me dice K. La experiencia televisiva pugna por abolir la literaria, le contesto. Sí, pero hace falta un disco duro con muchas gigas para poder acceder al texto, concluye. Zapping semiótico, añado.
Error 404.

22.5.08

Indy


Tenía que haber sido hoy. Causas mayores, sin duda. Mañana comulgo con la imaginación, con mi infancia, con el cine como lo inventaron.

Estrellas y parches


Quedan dos días para que España renazca de sus cenizas imperiales en el cutreshow comunitario con el bufón Chikilicuatre. Tom Waits, en el otro lado del sentido común, recala este verano aquí por obra de las estrellas. La constelación Eridanus "conocida por su camino de giros salvajes" es semejante al dibujo que forman las ciudades europeas por las que va a dejar caer su genio. San Sebastián y Barcelona son cómplices de esa arquitectura estelar así que podemos estar agradecidos al numen cósmico o a la creatividad espléndida de este trovador incansable. Hace poco (2.006) sacó Orphans, un disco triple editado por una compañía independiente. Sin ser su mejor material, al menos a mi gusto, es sin duda el más personal, el que refleja el estado anímico, sentimental y aséptico de un músico apasionado que concibe el arte como una paleta gigantesca de tramas y de texturas donde cabe la literatura y la pintura, el vaudeville y la vía láctea como panteísta escenario de comunión con su público. La gira se llama Glitter and Doom. Lo del Chikilicuatre carece de argumentaciones ontológicas y no despierta ningún interés cultural salvo la sensación de que, en el fondo, el negocio es un hilo lo suficientemente gordo como para que todos los demás no se aprecien. Algún telediario nocturno ofrecerá una reseña de la visita de Waits. Le dedicarán un par de minutos y se limitarán a ofrecer el lado casquivano, el producto comercial del artista, su espesura salvaje: todo lo que sus seguidores más odian y más pronto olvidan. Por algo se empieza. Quedan dos días para el chikichiki y dos meses para la utopía. El asunto primerizo, el que ha abierto este post emocional, será retomado posteriormente. España vuela alto, no lo duden. Hasta Tom Waits se ha dado cuenta.

20.5.08

Cien años, James


Tendrían cien años y juntos cuentan la historia del cine americano que es tanto como decir casi (pongamos tan sólo un casi) la historia del cine. Hoy precisamente uno de ellos, James, cumpliría esos cien años simbólicos y rotundos.
A James no le debemos más que a los otros dos, pero es fácil admitir que tiene cara de buena persona y nunca dejó de tenerla en los cientos de films que hizo. Esta noche me he regalado Caballero sin espada y así le he rendido humilde (sencillo, doméstico) tributo. Dudé entre la obra maestra de Frank Capra y ésta de la foto, que caerá (nunca se puede asegurar nada) mañana.


The thrill is gone



Phil Collins, Eric Clapton y B.B. King on stage

THE THRILL IS GONE


The thrill is gone
The thrill is gone away
The thrill is gone baby
The thrill is gone away
You know you done me wrong baby
And you’ll be sorry someday

The thrill is gone
It’s gone away from me
The thrill is gone baby
The thrill is gone away from me
Although I’ll still live on
But so lonely I’ll be

The thrill is gone
It’s gone away for good
Oh, the thrill is gone baby
Baby its gone away for good
Someday I know I’ll be over it all baby
Just like I know a man should

You know I’m free, free now baby
I’m free from your spell
I’m free, free now
I’m free from your spell
And now that it’s over
All I can do is wish you well

19.5.08

Pan, circo y televisores de plasma

Hay algo de grosero en eso de que la Liga de fútbol se acabe, pero una cadena de electrodomésticos te regala el veinticinco por ciento del importe de la tele LCD o plasma que te compres si la roja alcanza cuartos. La vida luego te descabalga de los vicios a pedradas y la que viene zumbando por el aire tiene forma de eliminación precoz. Nada nuevo bajo el redondo sol del balompié ibérico. Las gestas futboleras tienen escaso fuste entre los nigromantes: por eso se atreven a tirar la casa encantada por la ventana y prometen el maná en forma de pantallas a la moda. Saben que luego llega la realidad con su pandora de infamias. La última fechoría de la realidad es que se acabe la Liga, aunque este verano viene untado de épica deportiva entre Eurocopa y Olimpiadas. Esta incontinencia conviene al distraimiento popular. Nada conviene más al contento de un país que este pan y circo mediático en donde el ser humano se prueba a sí mismo a mayor gloria de la caja recaudadora y del libro Guinness de los records.
La nigromancia es una empresa de rancio arraigo en España porque matrimonia la natural devoción hispana por lo pícaro y el hábito de creer en lo que sea siempre que esa fe nos entretenga en vida. Da igual que sean hadas, santos o goles de Fernando Torres: hay que creer en algo. La realidad es tan precaria y está tan azuzada por la desdicha que precisamos del concurso inefable de lo etéreo para que la satisfacción sea plena. En la oferta de lo metafísico cabe la derecha del Padre, el descanso eterno, la misa de doce y la secreta esperanza de que la selección española nos alegre junio. Todo exhibe su pedernal atavismo, pero igual a algunos les sale más barata la tele. De eso, al cabo, se trata.

16.5.08

Narraciones

"Mi gusto por lo narrativo me permite, por ejemplo, tener un grato comercio con los imbéciles; cuando debo tratar con alguien cuyas ideas detesto o cuyas opiniones sólo merecen desdén, procuro llevarle al terreno de la narración y hacerle contar algo: incluso los seres más ínfimos ocultan una odisea lamentableo atroz. Personas a las que no soportaría bajo ningún otro aspecto, llegan a entretenerme y - quién sabe - a interesarme como narradores. En cambio, no faltan amigos a quienes adoro pero cuyo trato se me hace pronto insufrible por su incapacidad para contar nada y su manía de atrincherarse en lo abstracto o en lo doctrinal. Uno quisiera decir al visitante inoportuno: "cuente su historia y lárguese", pero este proceder, caso de generalizarse, simplificaría quizá indeseablemente las relaciones humanas."

Epílogo a La infancia recuperada.
Fernando Savater

Jazz en Lucena

Lucena, en Córdoba, en Mayo, es Nueva Orleans. Sus calles la ocupan pequeñas bandas de dixieland y algunos de sus bares se arriman a la fiesta y dejan que el jazz ocupe el aire y pida un bis de Summertime o de Round midnight. Por supuesto que no es el primer año que tales cosas acontecen en la muy mariana villa de Lucena: es la temporada número 16, y promete muchas más. La benemérita (sin doblez semántica) Delegación de Cultura tiene a bien programar un festivo programa durante dos semanas de mayo y esa generosa ración de jazz convertirá al pueblo en una jam session a riesgo de que alguna nota sincopada, fugada del saxo o del piano, se enrede en el campanario de San Mateo y hasta los santos (como dice la pieza clásica) salgan marchando Plaza Nueva abajo, hacia los arrabales de la ciudad.

Como no únicamente de jazz viven los sentidos, la oferta incluye, en el mismo goloso pack, un viacrucis (el jazz también es una religión, la gastronomía es otra) por la villa en la que se mancomunan los ritmos y el paladar, el swing y la cerveza, la animosa cháchara entre amigos bien escoltada por algún combo frenético de tubas y trompetas, guitarras incendiarias y máquinas de percusión a prueba de sosos. Nos vemos mañana
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XII FESTIVAL INTERNACIONAL DE JAZZ
16 de Mayo, Viernes
AGUARDIENTE SWING QUARTET, Paseo del Coso, 22.00 h.
17 de Mayo, Sábado
ROSA LAZAR TRÍO, Paseo del Coso, 22.oo h.
23 de Mayo, Viernes
ENCUENTRO DE BANDAS EN LA CALLE Y V FERIA GASTRONÓMICA DE LA TAPA
THE ALIES, 16.00 h.
PROYECTO DATURA, 22.oo h.
FREE SOUL BAND, 23.30 h.
24 de Mayo, Sábado
ENCUENTRO DE BANDAS EN LA CALLE Y V FERIA GASTRONÓMICA DE LA TAPA
LO PEOR, 17.00 h.
JAKUNDÉ, 22.00 h.
FREE SOUL BAND, 23.30 h.
CRASH FOR JAZZ, Café Golem, 18.00 h.
29 de Mayo, Jueves
DORIS CALES QUARTET, Castillo del Moral, 22.00 h.
Entrada 5 euros con consumición.
Bono de 10 euros para los 3 conciertos organizados en el
Castillo.
30 de Mayo, Viernes
EDIE PALMIERI ORCHESTRA, Castillo del Moral, 22.oo
h.
Entrada 5 euros con consumición.
Bono de 10 euros para los 3 conciertos organizados en el
Castillo.
31 de Mayo, Sábado
TOONIK & BELÉN BLANCO, Café Golem, 18.00
h.
JESSE DAVIS + JOE MAGNARELLY + IGNACI TERRASA TRIO,
Castillo
del Moral, 22.00 h.
JULIO CUBA (JAZZ HOUSE), Café Vanilla, 24.00 h.
Venta de entradas y recogida de invitaciones:
ÁREA DE BIENESTAR SOCIAL. DELEGACIÓN DE CULTURA.
c/ Canalejas, 22 , 1º
14900 LUCENA
CÓRDOBA
Tlnos: 957 509224 / 509557











15.5.08

El gen liberticida

Empieza a hartar que sesudos científicos con probetas, matraces y luces de colores nos cuenten que los Reyes Magos son los genes. Ahora resulta que han dado con la causa por las que nos gustan los dulces. El hallazgo proviene de una Universidad de Toronto, pero se podían haber estado quietos. Ahora le ha tocado el turno a los dulces, pero mañana atacan la fe cristiana o el fetichismo por los pechos grandes o las trovas de Pablo Milanés. Seguro que hay un gen por ahí dentro que justifica mi amor por Jorge Luis Borges. No les quepa duda. No se trata de que un mecanismo de ajuste químico alumbre la proeza de que alguien se sienta fascinado por la cara de Audrey Hepburn o por la prosa de Milan Kundera o por los riffs de Eric Clapton; en el fondo, lo que la ciencia está derribando es el vasto edificio de las mitologías y de los encantamientos. Los números están matando a la estrellas de las letras. Los códigos binarios y las ecuaciones de segundo grado terminaron por hacer trizas la metáfora, el sueño de los mares polares, la dura evidencia de que, al crecer, nos vamos acuertelando en nuestros vicios. Yo tengo algunos, y me jodería un bastante que la Universidad de Wichita Falls o la de San Petersburgo descubriera que soy un adicto al jazz porque tengo un gen que así lo dictamina.
Admitiendo que hay genes que controlan la entrada de glucosa, ¿por qué no consentir la idea de que hay otros que censuran la zarzuela, fomentan las costumbres filantrópicas o estimulan el hábito de la lectura de textos sagrados? ¿por qué no, aceptada la injerencia química, cargar sobre los genes toda la barbarie del mundo y decir que Pol Pot fue un genocida porque estaba escrito en su ADN? El asunto, en el fondo, tiene su migaja de peligrosidad, su punto de caticlismo moral. Yo, por lo pronto, he regresado al jazz, que me fascina desde que escuché a Barney Kessel (creo) o a Louis Armstrong (por supuesto) y oyendo una pieza de Coltrane (My favourite things, tan larga, tan hermosa, tan sublime) he concluído que la educación artística (literaria, musical, cinéfila, pictórica) es un aditamento erudito, una especie de carrera de fondo a cuyo término (ganemos o no, entremos el último o no entremos) está el objeto deseado, porque estaba escrito que estaría esperándonos. Como el dulce al goloso, como la síncopa al jazzero, como los versos de Gustavo Adolfo Bécquer a las niñas pijas que se enamoran en un patio andaluz.

Cromos








...... ¿falta algún cromo, sr. Maljamo?

14.5.08

Zombies en La Habana

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Darkness falls across the land
The midnite hour is close at hand
Creatures crawl in search of blood
To terrorize yawls neighbourhood
And whosoever shall be found
Without the soul for getting down
Must stand and face the hounds of hell
And rot inside a corpses shell
The foulest stench is in the air
The funk of forty thousand years
And grizzy ghouls from every tomb
Are closing in to seal your doom
And though you fight to stay alive
Your body starts to shiver
For no mere mortal can resist
The evil of the thriller.
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(Rap performed by the talented voice of Vincent Price)

Chantaje: Préstamos, chapuzas.




Contemplada bajo una mirada estrictamente comercial, Chantaje es una obra maestra: maneja los patrones del thriller de suspense, a la manera en que Hitchcock lo moldeó, con fluidez y hasta inserta una cierta inquietud que obliga a que el espectador se involucre en la trama y esté más atento a la resolución de los pequeños enigmas y trampas que plantea que al propio estilo cinematográfico y, sobre todo, a cómo está resuelta. Porque Chantaje, a pesar de que puede dejarse ver sin bostezos ni causa rubor al más acendrado de los críticos, es una chapuza enorme: un espectáculo de una vacuidad golosa, pero vacuidad al cabo. Se le puede incluso imputar el delito de ser amena ya que ese juego entre víctima y verdugo que dura más de lo que debe entretiene y plantea interrogantes muy interesantes sobre la naturaleza del ser humano, y en ese aspecto, en la descripción de los modos en que el hombre actúa y las maneras en que busca de continuo su beneficio, el thriller se desenvuelve a la perfección.
Las excesivas vueltas de tuerca a las que se somete al sencillo guión no contribuyen a que la propuesta exija una atención abusiva: basta con que no perdamos detalle y entonces es cuando damos con la abrupta verdad antes de que ésta (cómplice, íntima) acuda. Esa facilidad para adelantar escenarios y prefigurar comportamientos no dice (la verdad) mucho acerca del guionista: en principio, yo no escribo guiones y no conozco los mecanismos sobre los que éstos se asientan así que mal asunto es que yo, un espectador trivial, prevea tanto, sepa tanto, me adelante tanto. ¿Será (supongo, insisto) que yo no soy un espectador trivial o será que el guionista es un cuentacuentos amateur, un aficionado al que han dado demasiada responsabilidad y se ha visto acorralado por el casting (nada malo, por cierto) y el holgado (suponemos) presupuesto?. Sin embargo, en su defensa, Chantaje no irrita, no incumple la regla número uno de Howard Hawks, que era no aburrir. Eso en estos tiempos de bodrios sincopados y frenéticos ejercicios de cine pretendidamente serio ya es mucho. En lo demás, un préstamos chapucero de decenas de films cortados por la misma tijera: una comercial, bonita incluso, siempre lista para copiar y pegar.
Contemplada bajo una mirada cinéfila, Chantaje es una de las más asépticas, tramposas y arteras películas que un buen degustador de fotogramas puede ver. No crean que exagero: tal vez incluso temo quedarme corto.

11.5.08

La habitación de Fermat: Enigmas inocentes







Caso de que este simpático cluedo a la ibérica hubiese caído en manos americanas el resultado rozaría el estrambote tipo Saw, cinta con la que guarda alguna lejana concomitancia que de forma expeditiva Luis Piedrahita, sí, el de Cuatro, el mago y el muchas-cosas, y Rodrigo Sopeña, los precursores de esta más que correcta ópera prima, abortan en cuanto la trama va tomando cuerpo. La habitación de Fermat no está pasada por el alambique gore que algún adolescente bien adiestrado en la materia querría. Se advierte un poso más británico: hay arcanos y hay un grupo abeliano (me dejo influir mucho, qué le vamos a hacer) que debe poner a funcionar sus neuronas al cien por cien para que una máquina infernal (una prensa hidraúlica de sonoro nombre: Poseidón) les convierta en viruta pura. Antes de que eso pase, Piedrahita y Sopeña entregan al respetable un ameno concierto de estridencias dodecafónicas salpimentadas por varios trinos melodiosos que hacen que el conjunto se vea con muchísimo interés y se olvide con presteza.
El espectador reacio a resolver enigmas en la butaca puede estar tranquilo: los misterios son de una sofisticación ciertamente masticable y únicamente contribuyen a que la trama (nada compleja, pero inverosímil por momentos) discurra con mansedumbre, mecida por unas actuaciones estupendas y un sobrio registro de lo narrado. Los directores no se permiten la imprudencia de hacer alardes innecesarios que distraigan del propósito primordial del asunto: regalar hora y media de entretenimiento. Otro oficio es buscarles tres pies al gato (tripodología, dice mi amigo K.) y encontrar escenas risibles: un matemático pijo al que le piden autógrafos las muchachitas, un esperpéntico (por barato, por simbólico) accidente de coche o un escasamente creíble lazo que procura casualidades sencillamente imposibles.
Los formidables títulos de crédito, que prefiguran el tono guignolesco de la opereta a la que vamos a asistir, la certera banda sonora y la fluida presencia de unos diálogos comedidos, que no incurren en tópicos ni se afilian al bochorno dramático, consienten que la sensación sea, en todo momento, placentera. Sabemos que no va a haber sangre: sabemos que los arcanos y las conjeturas, los pantanosos terrenos de la matemática y las turbias maneras del perturbado al que imaginamos detrás de la trampa (elementos de la ecuación) despejan una incógnita light, alejada de modelos más sesudos (Pi de Aronovski o hasta Los crímenes de Oxford de De la Iglesia, por citar dos obras más o menos recientes) y más cercana a algún episodio frenético del Hitchcock televisivo, al que se echa en falta para retorcer todavía más los comportamientos y las razones que mueven a la gente a hacer lo que hace.

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En estos tiempos de clonamiento artístico se agradece que existan películas inocentes y limpias, concebidas sin otro propósito que no sea el de hacer pasar el tiempo. Ésta hace que hora y media suceda en (digamos) una hora. La media hora fantasma es el verdadero mérito de sus autores. Y no crea el lector, el amable lector de siempre, que aquí hay fantasías intelectuales, rocambolescas piezas que acaban por engarzar y dejarnos boquiabiertos en la butaca o giros narrativos asombrosos que nos obligan de continuo a considerar bajo el prisma de la trascendencia cada mínima expresión o cada diminuto elemento plástico que cruza la pantalla. No sucede nada de eso. Ya he escrito que se ve con tanta facilidad como luego se arrumba al limbo de las películas irrelevantes, pero incomprensiblemente necesarias. Ah, el desenlace es penoso, pero se le perdona. Hemos visto otros infinitamente peores. Así funciona nuestra bondad y así se puede ir con el pecho ancho y la mirada honesta por la calle.

8.5.08

Scarlett Waits








Lo relevante no es que Scarlett Johansson cante. También lo hizo Jane Wyman. Lo que hace festiva esta revelación es que el repertorio para este primer disco sea de Tom Waits. El ogro ha bendecido que la glamurosa diva del cine rebusque en su música y extraiga once temas. La niña tiene gustos sofisticados y no es Paris Hilton para tirar del inventario de Village People o de Barry Manilow. Al reclamo de Waits hay que añadir la presencia (más glamour, más divismo, más genio) de David Bowie, que pone coros en dos temas. Anywhere I lay my hat es el popero título extraído de Rain Dogs, la obra antológica de Waits. A falta de oirlo, sólo podemos consentir la ubicuidad fantástica de esta moza idílica, que promete concupiscencias intelectuales de alto voltaje, volutas sensuales por donde pasa y descargas de cinefilia (vean su meteórica y más que aceptable carrera). Le podemos hasta perdonar que su voz no nos guste. Si el maestro Waits ha dicho sí, quiénes somos nosotros para dudar del asunto. Mientras cae, repaso iconografía.

7.5.08

Lost (once more)



Yo soy el naúfrago. Soy Morel. Soy el insomne que prefigura el universo bajo la forma de una serie de televisión.

Tal vez mi paciencia se haya visto desbordada por las anomalías del relato, por sus obstáculos y mi absoluta falta de hábito. Reconozco que se me van los roles, que el asombro no vence a la perplejidad y que las noches no dan ya más de sí para asimilar toda la oferta a la que uno puede agarrarse para no andar perdido. Qué casualidad.

88 minutos: Al Pacino, el rey de la mueca




Jack Gramm no es Jack Bauer. 88 minutos no es 24. Al Pacino no es Al Pacino de Tarde perros o de Scarface. A partir de ahí el amable espectador que suelta sus euros en taquilla puede estar avisado, pero la puya puede alcanzar una profundidad rectal considerable. Es tan lamentable el film que no siente uno ni ganas de despotricar con saña y hacer spoiler de la trama (hoy mi amigo Víctor Trujillo me ha enseñado qué es eso del spoiler: qué bonita es la semántica, qué bonito es aprender). 88 minutos es una cosa tan previsible, tan sumamente cochambrosa que incluso podríamos no pecar de exagerados si decimos que sus agentes patógenos internos (no duden que los tenga) podrían dañar irreparablemente su córnea (una o incluso ambas). Hay estudios serios que relacionan la pérdida de visión en uno o en los dos ojos por la visión reiterativa de subproductos de escaso valor artístico. El propio Al Pacino, que es (fue) un actor como el Empire State Building, se rebaja al subsuelo mismo de la interpretación y ofrece un repertorio ampuloso de tics, muecas y retorcidas enarcadas de cejas. En el capítulo de rebajas intelectuales podemos meter a Jon Avnet, un tipo que una vez hizo Tomates verdes fritos (qué buena) y que ahí se gastó: literalmente. El guionista (a quién le importa el nombre) es otro zombie al que le debían nóminas atrasadas y quiso vengarse así: no se puede escribir un libreto más previsible. Esta noche es probable que me resarza con algún clásico de Fritz Lang. Me acabo de dar cuenta de que cuando veo un bodrio (este lo es en grado muy sumo) necesito meterme un chute de Lang. Da igual qué película. No le he visto ninguna mala. Se trata de darme la vuelta del butacón desde el que escribo, mirar la estantería y coger un DVD. Uno. Da igual. Qué maravilloso es confiar en el azar y saber que no nos va a fallar.



6.5.08

Mil

Nada relevante, pero hoy el Espejo cumple 1.000 entradas. Lo decía Rilke: "Todo a lo que me entrego se hace rico y a mí me deja pobre". Este cronista de sus vicios ni siquiera maneja la certeza de que esta recopilación de desvelos consienta alguna riqueza. La casa está, no obstante, abierta. Vamos, como Sherezade, al cuento mil y uno.

5.5.08

Robert Langdon, presidente de Filipinas


Tardaron en exceso en desalojar a los que interrumpieron el festejo en Las Ventas hace un par de días. O tardaron muy poco. Todo depende del grado de afinidad hacia los intrusos. Los activistas anti-taurinos alcanzaron el mismo centro del ruedo sin que ningún operario de la plaza les pusiera obstáculos. Son tiempos duros para la lírica y para el folclor patrio. No es únicamente que la cruzada contra los poderes episcopales cope titulares y suscite, a pie de calle, encendidas discusiones entre los unos (los que consienten, crean o no ) y los que disienten y ven vulnerados sus derechos con los que se arrogan los otros. Leo que existe un Movimiento Scout Católico. Como se descuiden se les cuelan los irreverentes de turno y les aguan los discursos o los bailes de juventud. Como nos descuidemos no habrá nada más que tiniebla sobre la faz de la tierra, que es un slogan de lo más bíblico pero que igual conviene para evidenciar (alto y claro) que de un tiempo a esta parte no nos aguantamos nada. No se trata tanto de una defensa de la voluntad intelectual de cada hijo de vecino sino de una reivindación de la soberanía moral de quienes ejercen sus vicios allá donde sus estatutos les dan cuartel y la tradición o el entusiasmo les ampare: sean católicos o taurinos o nudistas. Todos vienen a buscar más o menos idéntico misterio: la felicidad bajo la forma de algunos vistosos ritos.




Este Viernes pasado se celebró el Dia de Libertad de Prensa, que es una festividad que tal vez no debería existir. No sé si todo lo anterior viene de aquí o termina aquí: en la libertad de expresarse y en los límites que la cordura redacta para que los actores de este teatro público y universal manejen el mismo libreto. Parece que no podemos navegar por el optimismo: que son malos tiempos para la Fiesta Nacional y para la Conferencia Episcopal, para la Economía mundial y para las ballenas azules. Y mientras todo se devana en estas anomalías el Real Madrid gana su liga número 31 en siete minutos a la heroica. Si fuésemos discretos lo celebraríamos en la intimidad, pero al forofo futbolero le agrada la exhibición de sus colores y democratiza su júbilo sin atender a quienes no lo comparten. Nada que los demás no hagan cuando les bendice a ellos la diosa del talento o de la suerte o de ambas cosas, que el deporte no se rige por logaritmos. Del mismo modo en que hay en España autonomías que penalizan el uso del idioma español y fomentan con dinero público el suyo propio, hay también gremios que no aguantan una tos más alta que otra y acuden al insulto o al mandoble para regular ese desequilibrio acústico. Cierra el lunes de fiesta en mi pueblo y oigo en la radio que España es el segundo país más ruidoso del mundo. Sólo nos gana Japón. La contaminación sonora en Japón agrava, a lo visto, problemas cardiovasculares o incluso (ellos sabrán) es capaz de crearlos. Es el ruido de los vecinos el que ocasiona la fractura en el corazón. Aquí tenemos el corazón enfermo cuando unos toros salen a una plaza o cuando un equipo gana una Liga en siete minutos. En Japón, por lo menos, no terminan en comisaría por arruinar una corrida. Entiéndanme como se debe.

En la antigua Birmania un ciclón que han llamado Nargis deja este lunes 10.000 muertos. No estaban en ningún sótano austríaco ni eran ciudadanos de la jovial Comunidad Económica Europea. Los tifones, los ciclones, las tormentas, los tsunamis y los grandes seísmos siempren suceden en la misma pobre franja. Parecen abonados al cataclismo y a la hecatombe. En la anciana Europa el Real Madrid gana su liga y Robert Downey Jr. ocupa la cartelera de todos los cines. Así son las cosas. A Tom Hanks le proponen ser el presidente de Filipinas. Está rodando Ángeles y demonios. O sea que se ha vuelto a enfundar el traje de Robert Langdon, el criptonista (se puede decir, creo) que el benemérito Dan Brown inventó para que el pueblo llano (el más llano de todos) no se altere en exceso con las pandemias y con los rigores de la injusticia en el mundo.

4.5.08

Beauty and the beast



A Norma Jean alias Marilyn Monroe le sedujo siempre el sex-appeal del talento. Norman Miller. Truman Capote. Hasta Billy Wilder, cegado por su belleza, consintió que le convirtiera los rodajes en un infierno. La fotografía es lo suficientemente contundente como para abortar cualquier intento honrado de que las palabras digan algo más: no dicen, no pueden. No obstante admitamos que éste no es un slideroll ni tampoco una colección pública de fetiches visuales así que permítame el amable lector que me fije en el caballero orondo de las gafas de pasta. Lo ideal sería que no supiésemos nada de él y que ella no fuese Marilyn Monroe. Lo ideal sería que fuese una foto encontrada en una revista húngara de cotilleos que hubiésemos encontrado en un contenedor. Y así, no siendo Capote ni Monroe, la fotografía no reviste mayor trascendencia. Él es un tipo feo y hasta podríamos concluir con algunas especulaciones que harían más narrativo el hallazgo de la foto. Parece un salidete de sábado, una especie de donjuán de los libros que ha querido salir de su torre ebúrnea y ha encontrado a la damisela abandonada. Está bailando con ella, pero sabe que es el último baile. Lo ha sido muchas veces. La poesía de los guateques consistía en un verso muy hermoso, pero casi nunca podíamos recitar el poema entero. Los adonis de turno, los guapitos con arrojo, iban de metáfora en metáfora, aunque los tímidos de chaqueta de tweed y gafas de pasta les reconocían débiles, en el fondo, tristes después al terminar la fiesta. Esa ficción les consolaba mientras el pick up desgranaba un single de moda, una canción azucarada para tres minutos de manoseo. O tal vez era el amor. El amor es un cocktail demasiado complejo como para que salga de un guateque de sábado noche con bailables de cuatro minutos y luces que parpadean y ciegan o iluminan (según el vaivén de la tuerca que las fija al techo) el cortejo fundamental.
Billy Wilder hizo que Jack Lemmon lograse el arquetipo del perdedor con encanto en El apartamento, pero la historia del cine (y de la literatura) está infectada de perdedores absolutos. Y no hacía falta que tuviesen la planta cohcambrosa de Truman Capote para que el alma se les partiese a medida que la vida les iba robando la gloria de la juventud y los arrumbaba al desafecto de glamour escenario de la madurez.
Lo de la fotografía no tiene sentido alguno: tal vez una presentación a la que Marilyn debía aportar su belleza inmarcesible: era inmarcesible cuando lo parecía, por supuesto. Truman Capote era el cerebro en la sombra o el cerebro iluminado por los focos. La maquinaria del show business requiere de ambos para que la bobina ruede a 24 fotogramas por segundo. La vida también precisa de cerebros y de divas. Pocas imágenes más sugestivas que ésta: la del amor surcando el aire mientras el galán se pregunta si es una broma pesada o un festín del azar.
De todas formas Capote no tiraría cohetes por agarrarle el pandero a la Monroe. Eso, en la foto, no se advierte, pero es manifiestamente cierto.

30 días de oscuridad: Vampiros en O.K. Corral




Por momentos, uno cree que esta película de vampiros polares se asemeja más a un western que a un clásico del género. Contiene sobradas evidencias de que el cine de terror no está esclavizado de lo gótico ni precisa acudir a patrones románticos. Ese desajuste iconográfico permite que la historia discurra por alguna vereda novedosa, aunque bien al final todo se amansa y la golosina cromática (el blanco de la nieve y el negro de la noche salpimentados con el rojo de la sangre) da paso a una coreografía de víctimas más, una ciertamente no mal filmada, pero que en ningún caso, a pesar de que David Slade dirija y tengamos Hard Candy en la memoria, entusiasma.
La diáspora alimenticia de los vampiros los conduce a Barrow, un pueblito de postal ártica que sufre treinta días de oscuridad al año. Allí viven pintorescos personajes muy sucintamente presentados a los que incluso se les niega un mínimo de profundidad psicológica (esa pareja al borde de un ataque de odio que no sabemos de qué va ni hay interés alguno en explotar su conflicto o la muy gris relación entre los vecinos de esta impostada comunidad de zombies en vida. De resultas de todo lo cual pudiera haber nacido un film original, pero Slade no apura esos vistosos elementos y lo que podía haber una opulenta obra magna sobre los vampiros en el siglo XXI (no hay ninguna buena desde que Carpenter facturó los suyos propios, Fantasmas de Marte, a la que se asemeja, a mediados de los noventa) queda en una amena (tan sólo amena) opereta o un videoclip hinchado de angustia muy light y escenas de una contención plástica excesiva.
De diálogos planos, cuando no ininteligibles, 30 días de oscuridad es otra oportunidad desaprovechada que arrumba el género vampírico a la estantería videoclubera de films palomiteros, de fácil alquiler y pronto olvido, como diría mi amigo K. La claustrofobia geográfica, esa dureza estética, se pierde en lo que, a simple vista, parece puro descuido: como si nadie hubiese querido ir demasiado lejos y restarle público adolescente, ávido de hachazos, goloso de acción tremebunda. Lo han conseguido de pleno.

3.5.08

Faulkner vs. Stan Lee


“Ahora es frecuente que se hable de la decadencia de Hollywood, pero posiblemente Hollywood, que ha sabido siempre mucho de cine y de público, ha mutado al compás de la nueva sociedad. Nosotros, los ‘ilustrados’, seguimos viendo el cine con códigos literarios e incluso filosóficos, esperando de la cinta lo que demandaríamos paralelamente a un libro de Faulkner o Marguerite Duras, pero esta historia ha concluido. La celebración de horrendas películas llenas de efectos especiales por parte de la juventud no es consecuencia directa de que “no saben nada”, sino de que saben algo que los adultos no llegaremos a saber jamás: ver cine con el canon de la imagen y el sonido, sin la expectativa de recibir estímulos morales o intelectuales, sino con la sola idea de pasar un buen rato.”

Vicente Verdú,
Yo y tú. Objetos de lujo
2006, Debate

1.5.08

Iron Man: El Golem digital




Es muy curiosa la expresión autoría intelectual a la hora de encontrar al ideólogo de cualquier causa terrorista. Ese capricho semántico concede al bárbaro que comete la fechoría una tregua moral y hasta una coartada social. El lenguaje es el que crea las corrientes de opinión: los creativos de las empresas de márketing son los que crean o los que destruyen las modas y las corrientes de opinión y son capaces de hacernos ver como un corderillo inocente al más déspota de los tiranos o como un atroz villano al manso ciudadano que parece no haber roto jamás un plato.
El mundo en el que vivimos está sujeto a estas esclavitudes de las palabras. Incluso los gestos, que son los que delatan las posturas en cualquier conflicto, mienten: quienes organizan la realidad son las palabras. Así que no me da rubor (intelectual o no) escribir que el mundo se está marvelizando: lo está haciendo a pasos agigantados y no se advierte que la transformación vaya a menos. No hay ningún indicio que nos haga suponer que la factoría de sueños que es Hollywood tenga en mente cerrar los ojos ante la realidad de este siglo XXI recién parido y ya tan asalvajado y patético. Además no es posible, en términos meramente monetarios, degollar al nuevo vellocino de oro, que es el comic. Las extremidades de esta bestia furibunda de hacer dólares urbi et orbe anclan sus zarpas en el territorio de los videojuegos (que se han convertido en otro esclavo de las tropelías de estos héroes de papel) o en el merchandising que abastece los estantes de las jugueterías cuando huele a Navidad. El negocio es tan colosal que Iron Man no es únicamente (o no debe ser) una película sino que se arroga la facultad de convertirse en una experiencia total.
Stan Lee, el padre de todos los superhéroes de las hamburgueserías y de los sueños más épicos de los niños, no tenía ni idea, allá en los sesenta, cuando ideó esta caterva fabulosa de personajes con capa, poderes y patriotismo a prueba de misiles tomahawk que todos estos años después el zoo de patentes que alumbró su genio artístico iba a producir esta avalancha de héroes. De hecho el abuelo Lee sale en todas las franquicias y en todos existe ese punto de humor socarrón (qué ha de nuevo, jefe) que procura el guiño entre iniciados.
Iron Man es otro héroe más: no tenga el amable lector duda alguna al respecto. Uno copiado del dietario de héroes de los cajones de los grandes peces gordos de la industria de Hollywood, que es la que, al final, mueve los hilos del imaginario popular, no nos equivoquemos en esto. Éste incluso bebe de las mismas fuentes que Batman (DC Comics, la otra compañía de valores seguros en bolsa) ya que ambos son creados en tanto superhombres en un marco exótico, a menudo de naturaleza mística, y ambos regresan a la ciudad (Los Ángeles, Gotham City) para desfacer entuertos, combatir al mal y ganarle siempre la partida. Además los dos viven muy holgadamente y tienen servicio doméstico que les evita tener que bajar al mundo de lo terreno. Jamás veremos a un superhéroe atender ninguna rutina del hogar: nacieron para enaltecer los modelos de patriotismo creados a conveniencia de su autor y para engolosinar la fantasía de la muchachada (desde Superman hasta Super Agente Cody Banks) ávida de prodigios y cómplice en todos los artilugios técnicos y maniobras morales habilitadas para perpetrar las heroicidades previsibles.
La marvelización afecta incluso a la salud del mercado cinematográfico: consientan la ficción de que Stan Lee no hubiese existido o que los héroes de la parrilla no tengan los reclamos al uso y sometan a su buen juicio el deterioro de todos los negocios implicados (desde el mastodonte de la productora al dueño del videoclub de la esquina de mi casa, por no hablar de la formidable maquinaria de las consolas: la propia PS3 ha movido el mercado y ha borrado del mapa, en la guerra de los formatos de alta definición, a su competidora, el HDVD de Toshiba y Microsoft). Tal vez debamos inventar otra frase de doloroso eco en el oído: el mundo se está sonyficando.
Iron Man es espectáculo soberbio. Tal vez nada más. El tufillo a moralina patriotera que sobrevuela el metraje, a pesar de dejar caer una leve doctrina política de cuño pacifista a lo Benetton, es ya marca de la casa.
Las hazañas mediáticas de un excéntrico señor de la guerra (Tony Stark/Robert Downey Jr.) que de pronto reconoce que él es el enemigo y que bajo su causa comercial mueren inocentes soportan dos horas de entretenimiento simple como una patata light, pero con alguna capa de sorna escondida. Que casi la mitad de la cinta se centre en la génesis del héroe, en cómo su mente prodigiosa forjó la armadura proverbial da a entender que hay Iron Man para rato y que esta entrega (larga, como viene siendo costumbre en productos parecidos) es tan sólo una avanzadilla, un ir abriendo boca para siguientes andanadas. Está además la pasta de este nuevo héroe: crápula, mujeriego, alcohólico. Nadie mejor que Robert Downey Jr. para representar ese desquiciamiento vital. Nadie, al menos, de su edad. Nadie, tal vez, con un humor tan irreverente ni un físico tan decadente para un superhéroe de esta guisa.
Por lo demás, Iron Man es una buena película, un distraimiento de altura salvo que a uno le dé grima el mensaje interior, la farándula metálica del protagonista y la ninguneada (a posta) viñeta del enemigo afgano, escondido en las montañas (tal vez ésas que decía Aznar) y a la espera de darle a Occidente (qué le hemos hecho, se pregunta siempre uno) una ración de su propia medicina.
De eso se trata: de que todos, al fin y al cabo, enfermamos igual. Olvídese el lector de encontrar en la película un malvado digno: Jeff Bridges cumple, confía a su experiencia y a su mayúsculo talento la gestión de un personaje particularmente rico, pero abandonado sin remedio al vértigo de la infografía (Yo me pido un Jarvis para mi cuarto) y a las pericias acrobáticas del Golem bueno que nos ha colado para amenizar la primavera de acción en el cine.
Pero no vamos al cine para encabronarnos con los malos tiempos que corren. Quizá vamos justo para todo lo contrario: para recibir una explosión inocua de aventuras. ¿Inocua?


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