29.11.12

El demonio de las palabras


Monseñor Angelo Scola, arzobispo de Milán y uno de los más firmes candidatos a sustituir a Benedicto XVI como Jefe del Estado Vaticano, Papa y todo eso, ha abierto una centralita para atender al enorme número de casos de endemoniados que se producen en su diócesis. El teléfono de atención a los poseídos funciona de 14.30 a 17.00 horas. A Gila le hubiese encantado esta historia. Le hubiese sacado punta como nadie. Oiga ,¿es el Vaticano?, sí, que tengo un poseído en casa. O la versión más hardcore: oiga, sí, ¿es el Vaticano?, que tengo al diablo en el cuerpo y le pido hora a ver si me lo pueden sacar. Lo que me deja en un estado de absoluta zozobra es precisamente el hecho de que la Curia, sensible a las penalidades del alma humana, atenta a consolar al desconsolado, proclive a conducir de vuelta al camino a quien se descarría, ofrezca un horario tan de compromiso, de poco ajuste a las maquinaciones del Diablo, del que tengo las mismas dudas de que exista como de que exista su anverso benévolo, el Dios bíblico, el Creador. El Diablo, bien a mi pesar, observo que tiene más predicamento entre la casta humana a la vista de lo cabrones que podemos llegar a ser con nosotros mismos. No nos damos tregua. Nos portamos como lobos. A dentelladas, si es posible, nos servimos las piezas que se nos cruzan. Importa escasamente que sean de nuestra propia sangre. Da exactamente igual si se trata de la sangre del vecino, al que no conoceremos en el momento en que algo que haga importune algo que queremos hacer nosotros, no sé si me explico. Ese es el diablo que tenemos en el cuerpo. Ese es al que Scola debe enfrentarse. Quizá, en el fondo, sea ése y yo, ah ignorante, ah trémulo párvulo en asuntos de la fe, piense con inocencia que se trataba de un animal mitológico, de una bestia políglota, de un ser extraído de lo más profundo de las cavernas del mal puro, sacado de las provincias del abismo para sembrar el odio y ganar fieles en la tierra. Y en cada ocasión en que los medios de comunicación sueltan una historia como la que ahora traigo, tan vaticana ella, tan apocalíptica, me alegra enormemente ser un descreído y me afianzo en mi descreimiento y me alegra no sentirme implicado en estas metáforas de un poema cuyo sentido no me alcanza. Me quedo con el Diablo de la Literatura, con el de Stevenson, metido en la botella; con todos los diablos cojuelos de nuestra fabulosa picaresca; con la cruz de Becquer; con Milton y su paraíso perdido; con el Fausto de Goethe, incluso con el diablo pelando un huevo cocido en El corazón del ángel, la mejor película de Alan Parker, con las uñas largas y los ojos inyectados en rabia de Robert de Niro. Llegando más lejos, llevado por mi amor al cine, me quedo con Max Von Sydow intentando que Linda Blair vuelva a su ser y la bestia que la ha invadido la abandone y se pierda en las calles con las campanitas de Mike Oldfield de fondo. Todo serán, al cabo, palabras. El demonio las carga. Ustedes me entienden.

27.11.12

Continuidad de los libros



Caigo en la cuenta de que soy capaz de leer casi en cualquier parte. Poseo esa rara habilidad que consiste en aislarme de lo que me circunda de un modo a veces extraordinariamente agresivo. De hecho podría dar la impresión de que niego la realidad que me rodea y abrazo (admito que con enorme alegría) la realidad supletoria, la que fabrico y administro a entero beneficio propio. He leído en salas de espera de ambulatorio o en habitaciones de hospital con absoluta fruición. Mi vocación lectora no excluye parques o bares sin prescindir de la bendita casa, del sillón favorito junto a la ventana, cerca de las columnas por donde suena la música. En cierto modo, lo que ofrecen los centros de salud es un confort que no se parece a ningún otro. He pasado horas perdido en un libro, emboscado en tramas que ocupaban mi atención completa. Supongo que leer en estos lugares no deja de ser un sencillo mecanismo de defensa. Sencillamente me siento en una de esas sillas, a qué decir que horrorosas, abro mi libro y dejo de existir. Mi cuerpo físico se cruza de piernas o mira de pronto lo que ocurre alrededor, pero estoy en una isla, buscando a Viernes, o en una calle de Londres, en Whitechapel, persiguiendo un asesino en serie. Soy lo que se me antoja ser y lo soy de un modo inquebrantable. No me afecta la enfermedad ni el dolor que la enfermedad propia o ajena produce. Los libros son países y no hay otra patria de más cálido afecto que ésa. Prefiero, no obstante, los bares. Hay cientos en mi memoria. Algunos poseen todavía el encanto de lo imborrable. No importa que ya no están o que el dueño antiguo lo haya vendido o alquilado y ahora sea una pasamanería u otro bar que no nos dice nada. Importan los gestos, los muebles, la disposición física de las cosas. De algunos recuerdo incluso el olor exacto que tenían al entrar y el que me llevaba cuando salía. En el Pub Tempo, en Priego de Córdoba, releí a Lovecraft, a Kafavis, el poeta en Nueva York de Lorca y disfruté la prensa (El País) casi a diario y escuché interminables y lujuriosas sesiones de blues del delta, rock progresivo y jazz eléctrico. A mi amigo Antonio Linares, al que ya apenas veo, me hizo amar esa bohemia exquisita. Algunos no supieron salir sanos de la exposición y dejaron medio hígado en la barra. El placer exige un peaje alto siempre. Sin embargo, puestos a elegir un lugar en donde leer, prescindiendo de la sala de espera del ambulatorio, declinando la continuidad de los parques, aceptando que los bares no siempre ofrecen un clima óptimo de inmersión textual, me quedo con las bibliotecas. Saber que a tus espaldas, alojados en baldas, a salvo del rigor del tiempo y de las miserias de la realidad, respira Bartleby, reposa en su catre Samsa, recuerda el mundo Funés o se muere de amor impuro Humbert Humbert, me hace sentirme inmensamente feliz. Amo las bibliotecas. Conozco solo un par de sitio que se asemejen al paraíso que compitan con la biblioteca en ese ránking fabuloso. En alguna de ellas he comprendido asuntos que afuera se me escapan siempre.



23.11.12

Belenismo, fe y buenas costumbres




Para alguien de escaso o nulo afecto por la logística del portal del Belén, las declaraciones del Santo Padre de Roma acerca de la inclusión de animales en la iconografía del nacimiento del Niño Jesús entretienen más que otra cosa, pero tengo a mano quienes, siendo creyentes, se lo toman también como una manifestación irrelevante. Imagino que el propio Papa, pensando a fondo en lo que acaba de revelar a las hordas de fieles y de infieles, razona también que esta variación en el cásting no mermará el interés por la trama. A lo que no se le puede restar importancia es al hecho mismo de que el custodio de la silla de Pedro haya movido las piezas justas para que la maquinaria de esa trama siga ejerciendo su influjo y mueva, entre desahucios y goles de Messi, la tinta de los rotativos y los links de la web. A la Iglesia le conviene este zarandeo eventual de dogmas. Hablen de mí, aunque sea mal, ya me entienden. A Ratzinger, un zorro viejo, más de lo uno incluso que de lo otro, se le encomienda también la propaganda. Martínez Camino, el portavoz de la Conferencia Epìscopal, se ha cuidado de animar al pueblo a que concilie las palabras del Papa con su propia vivencia belenística. No queriendo yo meterme en honduras de fe, entiendo las honduras del comercio. No solo el hecho de que se discuta la naturaleza humana de lo más acendradamente divino sino también la habilísima estrategia mediática que consiste en extraer los trozos controvertidos y airearlos a modo de reclamo. En el cine se acude al tráiler. Algunos son tan horrorosos que disuaden al espectador. Otros lo engolosinan. Todos evitan de modo u otro revelar algo precioso que, sabido, desbarataría el argumento. No sé yo si a estas alturas queda algo por saber o por desmentir o por explicar a la luz de estos tiempos. Hace bien poco fue el mismo Ratzinger el que dijo que el purgatorio no existe como espacio físico. En esa línea de pensamiento, borremos también el cielo. Como espacio físico, digo. En ese plan deconstructivo, no hay entonces problema en negarle casa al infierno. Todo este corpus teórico ancestral se está redefiniendo con este pontífice. No sabemos a qué tesoro de la teología acudirá en el próximo libro que publique. Ninguna de esas revelaciones corromperá la fe del buen creyente. Los que no poseemos inclinación religiosa alguno no se nos puede corromper nada. Tal vez eso sea una pérdida. Tener las ideas claras, en un sentido o en otro, en la creencia de unos preceptos o en su ausencia absoluta, no debe ser bueno del todo. Por eso de vez en cuando es bueno hacer mudanza de costumbres: un buey de menos, una Supernova allá en lo alto, un limbo espiritual... Sí ya a lo dice con sabiduría doméstica Rafael Roldán, hombre de creencias hondas donde los haya, no os quepa duda: Racionalizar las creencias y las tradiciones llevan a plantearse la totalidad del supuesto. Es un error hacer un estudio historiográfico de la tradición cristiana y quedarse al margen de lo puramente biológico para defender un dogma

Qué manera más divertida de empezar las Navidades. Prefiero esta suculenta puesta en escena a la rendición municipal de alumbrado y la invasión insoportable de anuncios de colonias y de turrón. Soy de los que disfrutan de la Navidad a su modo. Lo que pierdo en sentido cristiano lo gana mi espíritu por otras vías. Y en esta mixtura de civlizaciones, en este big bang financiero, resurge el chino, el comercio todo a cien o todo a euro, no sé. Uno que me pilla cerca, grande como el Bernabéu, tiene unos cuantos pasillos abarrotaditos de figuras, árboles, estrellas, perdón, supernovas, y todo la infraestructura que ustedes pueden entender.  A mi buen amigo Rafael Padillo le ha importado muy poco esta desanimalización del portal. Él, belenista activo, sabio en lo suyo, va a continuar en el esmero de su representación del Nacimiento de Jesús. Y hasta entra en lo posible que celebre lo bien que le va a salir el montaje con una copita de Altamirano con un rosco de vino de Rute...

20.11.12

Soy Tom Waits y ya no soy un hijo de puta

1


I
Ayer entero fue un día farragoso. Los lunes suelen perdonar poco nuestras flaquezas. Ayer fui de Waits. Llevé la coz de su garganta en el corazón como un tatuaje. Me monté un recopilatorio personal en el iPod y lo usé a discreción durante los ratos desocupados del día. Por la noche busqué el sueño mecido por una tonelada de bisagras que abren puertas oscuras que acceden a un mundo turbio, pero lleno de afectos. Tom Waits es un tipo que gana conforme uno va conociendo el patrón de su música. Gana porque es honrado como pocos. Sí, es cierto, que últimamente ha bajado el listón canalla, pero se le perdona, aunque solo sea por todo lo que nos ha regalado durante los últimos cuarenta años. Es un perro viejo, Waits. Lo es por fuera y sobre todo por dentro. Los perros viejos ladran hacia adentro. Por eso el amigo Tom tiene la voz que tiene. Porque ha estado toda la vida ladrando hacia adentro y se le ha torcido la inflexión a medio camino entre el corazón y sus asuntos, como decía Machado. Los suyos son los evidentes. Furcias, ginebra, nicotina, mesas de billar, pianos al fondo del bar, asuntos de la mayor trascendencia para quien respira a bocados.

II
Hace poco más de un año escribí a la Waits, es decir, sacando de mí el Waits que llevo dentro. en Barra Libre, un espacio de encuentro bloguero momentáneamente cerrado. No hay nadie que no lleve uno si ha comulgado con la trampa sonora de este mercader lúcido, si ha sentido la punzada en el pecho, el roto en el alma. De Waits uno extrae punzadas, rotos, fracturas, quebrantos. Sale uno feliz, pero malparado; no existe limpieza en la exposición. Es de los pocos músicos que cambian a quien lo escucha. No de un modo armónico, no acudiendo a lo melódico, sino en lo biográfico, en el sustrato anímico de cada uno. Repongo ahora el texto de entonces, releído, reformulado, borrando cosas, añadiendo otras. Los textos no acaban nunca: están siempre disponibles para reconsiderar qué dijeron a la luz del ahora.




Hasta que las estrellas revienten en el cielo de Beverly Hills 

 

Arde mi alma, se pudre mi boca
Soy Tom Waits y ya no soy un hijo de puta. No me pregunten cuánto vale un gramo de coca. Pregunten otra cosa. Por mi mujer o por los concursos de la televisión. Por el colegio al que van mis hijos. No leo libros ni periódicos. Me da lo mismo si ganan los demócratas o los republicanos. Obama es negro, de acuerdo. A mí me ha dado vida la oscuridad que toda la luz de los cielos. B.B. King sigue de gira a sus 85 tacos, pero John Holmes se fue al infierno con la polla ardiendo y sin un céntimo debajo del colchón. Yo no quiero terminar como John Holmes. Por eso mi mujer me ha contado un cuento para las noches de invierno en el que Tom Waits sale del pozo y pasea las calles de la ciudad como un ciudadano corriente. Un cuento lindo para las frías noches de invierno. Haría lo que sea por redimirme. De hecho ensayo salmos cada noche. Rezo al cielo infinito y me hinco de rodillas, cerrado el corazón, callada la boca, pensando en mis adentros la salmodia que me exhima del tabernario relato de mis pecados. Fueron muchos y todos se conjuraron para que mis canciones describieran el estado putrefacto de mi alma. Me empujaron: me dijeron que yo era el diablo y me lo creí. Solo era un hijo de puta, pero ya no lo soy. Ahora pago los impuestos con una sonrisa y leo el horóscopo con un café mientras en televisión Johnny Cash canta una pieza de cuando era otro hijo de puta. Lo miro de reojo, me pregunto cómo sería la vida sin todos los discos de Cash. Cómo se puede vivir sin ser Tom Waits, y me gusta la cara de animal que me enseña el espejo. Creo que necesito un tiempo para encontrar mi sendero.

Un tren descarrila en mi cabeza
Soy Tom Waits y ahora pago un recibo mensual por la televisión por cable. La única resaca que padece mi cuerpo cada mañana es la de la abstinencia absoluta. Y juro por Dios que lloro al recordar los años gastados en las barras de los bares, las noches eternas contemplando el paraíso en el fondo de una botella de Jack Daniels. Anoche vino un periodista a casa. Le ofrecí un te aromático y amenicé la entrevista con un disco de Barry Manilow. Dejé los de Johnny Cash, el viejo Cash, para los días oscuros. Mi mujer sabe el dolor que he sufrido y aprecia en lo que puede la redención a la que me he entregado en cuerpo y en espíritu. Mi manager me pide sangre, pero yo sólo sé darle algodón. Sólo me sale un canto de bonanza. No soy capaz de entonar las melodías de perro de antaño. No ladro como sé ladrar. Todas las noches descarrila un tren lleno de algodón en mis sueños. Juro que cada mañana me levanto empapado en sudor, gritando como un lobo enjaulado, lejos de la manada, obligado a enseñar los dientes muertos, alimentados con hamburguesas del McDonald's. Soy el lobo recién ingresado en la sociedad civil. El vampiro con nómina. El delincuente súbitamente al corriente de sus fechorías y entregado sin estridencias al bendito tribunal del pueblo. El hombre domesticado. El marido a la mesa camilla, pendiente del dow jones y de las huelgas en el metro.

Kentucky como una botella
Soy Tom Waits y ya no sangro cuando canto. A mi voz le ha crecido un cáncer y soy incapaz de disimular la enfermedad en un escenario, pero sabrán disculparme si no regreso al activismo de antaño. No esperen perros en la lluvia, hagan el favor de concederme la posibilidad de perderme. Yo no me siento con fuerza para escribir mi biografía. A veces se me escapa un aullido. Cosas del lobo que no ha dejado de romperme por dentro. En todo caso queda una brizna del salvaje que fui. Si me miran en detalle, si observan el mapa de mi rostro, advertirán la erosión, el roto que los excesos han dejado en los ojos. El santo bebedor es ahora un sencillo funcionario. Gano la paga como la gana usted. Me levanto temprano. Oficio el rito preciso para aparentar la normalidad que anhelo, pero basta con prestar la suficiente atención para percibir la metástasis. Soy un zombi. El cuerpo está muerto, pero la cabeza sigue ordenando el mundo. Soy una especie de dios rudimentario y caprichoso que ha encontrado un placer sublime en corregir los errores del plan y en cuidar de que no se reproduzcan de nuevo. Kathleen, mi venerada esposa, me ha librado del veneno. Me ha dicho: o el veneno o yo. Y a esta altura de la travesía, bebida media Kentucky, libradas todas las batallas con las que el hombre se cree divino, ungido por un don, Kathleen es el sol y también las estrellas.

 La melodía es como el humo
Soy Tom Waits y la melodía es como el humo. El ritmo, ya lo saben, son las toses. Ya no importa que cante con el culo y recite a diario el evangelio de mi salvación. Fui un borracho rentable y ahora soy un crooner de mis recuerdos. Si quieren les canto My funny Valentine o Summertime como si no hubiese hecho otra cosa en la vida. Ladro lo justo, lo siento. Me sale la voz de perro, pero me duele lo que dice. Si quieren volver al ogro, saquen sus discos, inviten a los amigos, díganles que fui un dios salvaje. Fui un dios con un alambique de whisky en la mesita de noche. El dios ebrio con su don preciso. Chet Baker sin trompeta. John Holmes con menos hombría.

El bastardo
Soy Tom Waits, el bastardo, el huérfano, el loco, el limpio ejemplar de una especie en vías de extinción, el que no se vendió a Dios, pero miró a los ojos al diablo y encontró refugio en el mal, en la belleza que el mal siempre alienta. Siento que no me hayan sabido comprender. De verdad que siempre intenté ser yo mismo. Lo fui cuando me senté en un cabaret y entoné un blues fúnebre. En el fondo no he hecho otra cosa en mi puta vida. Cantar un blues. En la intimidad, a salvo de las cámaras, de la mtv y del billboard, lo repito en ocasiones a mi amada Kathleen. Le digo que se acomode y lo hace con un desperpajo que me intimida. Luego busco una canción antigua. Y le ladro. ¿Eras perro o lobo esta vez?, me dice después de la reverencia protocolaria. Y la beso como un animal y miro las estrellas en el cielo de Beverly Hills y espero que revienten.

El infierno
El infierno son los otros. Yo estoy del lado de la luz. La he visto y he visto mi cara tatuada en su reflejo. Soy como un eco de las cosas que fui y me oigo en la distancia reclamando mi lugar y mi poltrona. Sé que no hay lugar en donde pueda refugiar mi alma recién estrenada. Está al alcance de los monstruos. La devastará la fiebre, se la comerá el vértigo, la despedazará el caos. Entonces quizá me plantee volver al escenario, a los tugurios. Tengo un silla alta delante de un micrófono en un club de barrio. Está ahí a la espera de que me acomode, recule la voz, me enjuague las consonantes difíciles y entone mis canciones antiguas. Tengo una para cada estado de ánimo. Yo soy Tom Waits y de verdad que ya no quiero ser un hijo de la gran puta. Ahora me duermo nada más acostarme. Ahora leo al Gran Walt Whitman en el sofá mientras en la televisión programan Los Simpsons. Salgo de diablo. Me como a una quinceañera de caderas rumbosas. Qué tiempos. No crean que estoy vencido del todo.

18.11.12

Todas las banderas se fabrican en China




 I
Tras varios siglos de nigromancias y conjuras, invasiones e incestos, fanatismo y miserias, tenemos ya un país de una edad razonable como para saber por dónde debe andar su camino. Tenemos ya en España una heredad incombustible de moros y cristianos, de ricos y pobres, de gente de izquierda y gente de derecha, de píos y blasfemos, que viene a acentuar esa idea antigua de que la discordia, en ocasiones, une más que separa, de que de la crispación puede nacer algo relevante. La Historia de España se escribe a golpe de gresca, pero tampoco la Historia ajena se salva del lenguaje de los palos. A estas alturas del metraje, no hemos aprendido mucho, a pesar de que España se ha beneficiado del concurso de variadas civilizaciones que han ido modelando el turbio paisaje doméstico. Pues ahora la casa se desmembra, se abre: se cimbra por los costados. Terminará por derrumbrarse por el Atlántico que es ancho y proceloso y consiente declives de imperios. La reventarán a puñetazos por mor de un viejo y, en voz de muchos, legítimo derecho: que cada uno haga de su capa un sayo, que cada uno se beneficie de la prosperidad del vecino, pero sin renunciar, bajo ninguna circunstancia, a la intimidad de la casa propia. Vascos, catalanes, gallegos, pues estos son los nombres de algunas de las tribus, se arraciman en sus reivindicaciones: se congratulan de su pensamiento parecido: se postulan para ir por Europa levantando cabeza nacionalista, y se engolosinan de banderas cuando Europa les abre, ignorante, los brazos, no sabiendo que la herida puede venirles grande y ver, en tribuna, su propio desangramiento.



 II
Ahora que se estila la casa común es cuando algunos desean abrir fonda propia. No saben lo que dejó dibujado El Roto hace un tiempo en su ventana de El País: que todas las banderas las fabrican en Hong Kong o en la China interior. Olvidan (porque les conviene a veces el olvido) que aquí cabemos todos o no cabe ni Dios, como cantaba en los primeros ochenta Víctor Manuel. Todos este aire levantisco de países dentro de países, de habitaciones alquiladas que quieren hipóteca propia, viene de muchos vientos y todavía no ha habido, por más que muchos dediquen esfuerzo y talento a cerrar el boquete, nadie que dé con el inventario de compensaciones que sofoquen tanto levantamiento interno. No sé yo si esta insufrible (por insistente, por vacía de contenido para el espectador ajeno) campaña soberanista catalana va a llegar a la cima de que el Rajoy de ahora o los Rajoys siguientes les den carta blanca y aireen por el mundo la catalanidad por la que abogan. Sé que en el mientras tanto este servidor va a terminar aprendiendo catalán en los almuerzos en casa, mirando los informativos, escuchando a Mas y a los que se le oponen. Me da lo mismo (en el fondo) lo que pase, pero me está pasando factura fonética el catalán como idioma. El enturbiado país de los desahucios en el que vivimos, comido de tantas urgencias, contaminado por tantas pandemias económicas y culturales, no necesita este capítulo de la Historia, que tendrá que llegar, quién lo duda, pero quizá no sea éste el momento en que se deba abrir el debate. Hace falta algo de lo que España ahora adolece enormemente: cohesión. Que en los mercados internacionales, en los foros políticos y en las altas instancias de la Unión Europea se advierta que nadie dentro de esta barca que se hunde rema hacia atrás o coge un hacha y se dedica graciosamente a abrir boquetes en el fondo.

13.11.12

El veneno de las letras

Me ha pedido el médico que deje de escribir. Que me limite, en todo caso, si no obedezco, a postales o alguna carta de condolencia. Leer tampoco conviene a su salud. Hay novelas que te aturden, historias que incomodan el sentido común de las cosas y te impiden razonar qué está bien y qué mal. En opinión de mi sabio y responsable galeno, Kafka da migraña, Pessoa pesa como una plancha de acero en el pecho y Baudelaire fomenta el recelo hacia el género humano. Le pedí que me permitiera veinte minutos al día de Cortázar, pero desaconsejó esa inclinación libresca y me refirió cómo otro paciente suyo enfermó más gravemente que yo al perderse entre cronopios, famas y paseos con La Maga por el viejo París

Leer, me dijo, nunca hizo bien a nadie, salvo a quienes lo hacen y creen, absurdamente, no padecer enfermedad alguna. Te juro que la padecen, Cristobal. Yo mismo he metido en cajas todos las revistas del Reader’s Digest y hasta los suplementos dominicales de prensa que tanto me gustaba hojear están en el trastero de la casa. Ahí he puesto los libros de Farmacología y los vademécums del oficio. Nada que pueda distraerme se ha quedado en casa. Y si no lo he quemado todo es porque a algunos de esos libros les guardo sincero cariño y me cuesta deshacerme de ellos. Leerlos, por supuesto, no entra en mis planes. Tampoco debería entrar en los tuyos
El problema es que no hay suficiente cantidad de cajas para embalar la biblioteca. Tampoco trastero lo bastante grande como para guardarla. Así que he mandado venir al cerrajero y ha puesto una cerradura buenísima en la biblioteca. El juego de llaves lo he guardado en un cajón y he pedido al azar, que suele ser generoso en ocasiones, que no me haga abrirlo desprevenidamente, como sin propósito, y toparme con ellas. Prefiero vivir sin libros unos años, a ver si el mal remite. En todo caso, en el futuro, cuando hayan prescrito mis dolencias y el médico haya confirmado mi mejoría, buscaré con ahinco las puñeteras llaves, abriré la esplendorosa biblioteca y me tiraré el resto de mi vida entre los libros, sin importarme el mundo ancho y ajeno de afuera, hocicando mi aburrimiento en Pavese, sin suicidarme, babeando con Borges, sintiendo la belleza inmarcesible de la poesía de Milton y, de postre, perdiéndome en un puñado de folios en blanco en los que pueda verter la angustia amasada en el destierro. Si nada de eso me complace y los años de exilio me han borrado todo amor por la literatura no dudo que buscaré en la guía el domicilio del médico y yo mismo me encargaré de reventarle el corazón con mis manos. Por inculto. Por facha. Porque me dará la gana.
.
Fuengirola, Julio de 2002 / Lucena,  Noviembre de 2012

7.11.12

Pequeño poema a lo Tom Waits

night club de comarcal
once de la noche
se oye fango
turbia precisión de hombres oscuros
que se resguardan del frío
frente a un bourbon aguado

hay días que caben en el fondo de un vaso

6.11.12

Compañero Kafka

            
Años entonces felices de sábados con trenka, doce canicas en el bolsillo y cromos adhesivos con la delantera del Atleti. Trajo más tarde la vida la turbia evidencia de su incierto propósito. Años de amores imposibles y el corazón siempre tan blando. Años mestizos de un rubor sucio en las palabras. Los días en su turbia versión de jaula consentida. Luego vino Kafka, tan solemne y severo, herrumbrando pétalos en el  jardín. Kafka, como un inmenso capitán de tristeza, invisible y puro, escribiendo el texto de todas mis más dulces jaquecas, Kafka, el gris, haciendo que la lluvia arreciase en los recuerdos, Kafka el de los cuentos sin sonrisa, convocando a su paso el infortunio y la melancolía, pero qué tardes adolescentes mirando a los ojos a Samsa, qué placer adulto en la secreta administración del dolor, qué dulce castigo entrar en la cabeza de Franz Kafka y comprender que está uno en casa.

5.11.12

Lo imposible / El telefilm más caro del mundo


Poseo la suficiente sensibilidad como para sentirme conmovido ante lo que ofrece Lo imposible. Entiendo que el dolor, plasmado en imágenes, es una mercancía grosera si no se cuida el formato y la textura en que van a ser ofrecidos. Creo con firmeza en la idoneidad del cine como vehículo para transmitir emociones, pero Bayona ha llevado ese estado idílico de las cosas a un extremo deplorable y ha facturado un espectáculo de un acabado fascinante sacrificando, sin el más mínimo pudor, la construcción honesta de los sentimientos. Filmar el dolor es más difícil que registrar en fotogramas una ola de veinte metros de altura comiéndose un centener de edificios. Bayona escribe un guión mínimo al que le presta una atención técnica máxima. Para rellenar los cien minutos de metraje nos vende unos personajes a los que no se puede conceder otra cosa que compasión y ternura, sobre los que uno se ve obligado a entablar una empatía forzada, inducida por la infamia narrativa de un autor que se regodea en la sentimentalidad fácil, en un amaño discursivo que toma por tontos a los espectadores y los entretiene con un soberbio tour de force recreativo, impecablemente orquestado por un equipo técnico sobresaliente
.
Otro asunto, y no precisamente menor, es el que apela al alma de las cosas, al sustrato íntimo de la materia sensible a la que a veces encomendamos el bendito acto de sentarnos en una butaca de un cine y dejar que nos cuenten una historia. Yo pido que me la cuenten bien. Puedo omitir la parafernalia infográfica, pero me sigue fascinando que haya una hondura  a la que debo acceder a tientas, un poco temeroso de perderme, otro tanto de llegar demasiado aprisa. A Bayona se le va la mano en la manipulación afectiva: comete el error de hacer una especie de pornografía moral que hurga en la condescendencia, en el barrido de toda posiblidad de investigación sensorial y a la que solo podemos halagar el hecho de que escamotee el lado gore de la historia y no se recree, como otras grandes superproducciones, en la rendición de las vísceras, en la exhibición impúdica de los cuerpos devastados por el rigor de la catástrofe. A su contra, se le puede imputar al director, que haga que su film prevalezca como un monumento maravilloso al cine como industria. Que haya decidido que domine lo puramente visual y que acepte sin chistar cierto rebaje cinéfilo a beneficio de caja. Nada que reprochar, en todo caso, en estos tiempos de zozobra financiera: vale que el público responda en masa como está haciendo, vale que Lo imposible sea, para bien o para mal, comidilla de tertulias, diana sobre la que verter (como yo ahora) reflexiones irrelevantes quizá. El cine subsiste precisamente por el cine malo. El bueno es otra cosa. El bueno no está en esta película.


Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...