Tengo todavía al Dr. Lecter en mi bestiario particular. Hay como una querencia inargumentable por este mal bicho cinematográfico. Culpa de un Anthony Hopkins perfecto, sobre todo. Igual que los mcguffin de Hitchcock, en estas historias de malos fascinantes no deseamos, en modo alguno, bucear en la trastienda del mito. No es necesario saber qué juegos practicaba de pequeño, si le subía las faldas a su prima o si, a escondidas, leía Manuales de Anatomía Comparada con un principio de baba cayendo mentón abajo. El misterio, una vez muerto, es una fotografía en un álbum. Y me parece a mí que esta entrega de la franquicia ha conseguido eso: desmantelar los principios metafóricos de la maldad del protagonista, contarnos sin rubor el origen de sus fobias y de sus vicios como si de una novelita rosa se tratara y pretendiéramos, en dos horas, ejercer de público goloso de chismes en una sesión psiconalista.
Hannibal, el origen del mal, no compromete el futuro de la serie. La historia de Thomas Harris tiene tramas que ni él conoce, pero que se le abrirán como rameras procaces en cuanto Dino de Laurentiis mueva la bolsa de las monedas y le siente delante de un portátil a recordarnos los motivos del lobo, como decía un cuento.Éste, sobreabunda en truculencias: se arroba la muy dudosa categoría de cine desagradable cuando todos sabemos que para conmover o para hacernos estremecer de pánico no hace falta escribir una M sobre el pecho de un desdichado o reventarle un cuello a base de tracción ecuestre.
Lo peor es que David Webber, el artífice de este embrollo, nos ha tomado por tontos. Cree que nos vamos a conformar con cuatro piruetas de canibalismo circense: que nuestra capacidad de fascinación se basta con un refregón de sangre en la mandíbula del futuro monstruo cuando ( insisto ) lo que andábamos buscando ( y yo no he encontrado ) es una explicación coherente de lo que ya sabemos. Digamos que nos han jodido el personaje con una marranada de tres al cuarto con tan poca intención discursiva como profundidad psicológica y que únicamente merece ser salvada por la ambientación ( nunca marrada ) y por cierto simplismo en la forma de contarnos la historia. Esto es, A más B más C y luego D finiquitándola. No sabemos en ningún momento las causas que producen su perversión, el nacimiento de su lado tenebroso. No está bien explicitado el episodio de la niña ( no desvelemos mucha trama ) ni tampoco la revelación del mal como vehículo idóneo para cumplimentar una venganza que entendemos, desde el principio, rayana en lo patético. Veo más intención dramatúrgica en los parlamentos de Grissom en el C.S.I. de los lunes. Este justicialismo de tebeo no cuela: hemos visto ya muchas películas como para dejarnos enredar con tanta facilidad. Y el referente de El silencio de los corderos pesa mucho.
Y no todo es decepcionante. Uno advierte, bien mirado el conjunto, unas ganas que van coreografiadas con un presupuesto holgado y un deseo más que sincero de producir una película a la altura de sus predecesoras que, con altibajos, eran dignas.
En cuanto tenga un rato, voy a mi almacén de películas y busco una edición doble ( con extras abundantes y caja de cartón en vez del clásico y frío envoltorio de plástico ) de El silencio de los corderos. Ahí me redimiré. Regresará al aprecio sencillo por este cabronazo con método que pasará a la historia del Cine como el desquiciado más erudito, inteligente, atractivo y fascinante que ha parido madre. Y ahora sabemos que fue lituana y que la mató una rafaga de metralla nazi en una fría mañana cerca de Kaunas.
Ah, y que alguien me explique lo de la máscara. No me entero.
En fin...
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