26.2.19

La realidad

1
Los datos relevantes son los que trascienden siempre. Oímos la biografía consentida, pero se impide accesar al material íntimo, al vuelo doméstico, al orden natural de los vicios que mueven la sangre. No soy lector de diarios: rehúyo ese contar fidedigno con el que algunos libros intentan venderse. Soy un voyeur emocional, una especie de intruso legal y deseo que el que narra su vida no la estropee ateniéndose a la verdad que la condujo. Escama esa verdad, por narrativa que sea. Prefiero, en ciertos casos, la mentira, un apremio de fingimiento, Soy de los que se turban con la rendición de los excesos y me aturde (me espanta, me aleja) el relato veraz, todo esos capítulos que pueden ser verificados. Por eso no leo muchas biografías. Hay a mano novelas como para morirse en sus páginas. Literalmente. A veces he pensado en eso, en la posibilidad de que la cultura (la literatura, la belleza del arte, en general) ocupen el lugar que no colma lo real, que  la felicidad a la que uno aspira en este mundo proceda únicamente de lo libresco, del épico (en el sentido de heroico, de mítico) universo cinematográfico o novelístico. Una vez suspendida la credulidad, el resto viene solo, en tromba, esplendoroso.  Es más: agradezco que se me suspenda de modo transitorio y se me instale, es un decir, en ese territorio inocente en el que creemos completamente lo que, en otras circunstancias, a ras de realidad, no aceptamos.

2
Fui un disciplinado alumno de Ciencias hasta que razoné la primacía absoluta de la ficción. Es más hermosa la metáfora que la ecuación. Aunque habrá quien sostenga que la realidad se construye metafóricamente y que las metáforas, vistas en detalle, diseccionadas hasta no poder ahondar más, son artefactos lógicos que celan en su interior algoritmos, enigmas vestidos de ciencia, pero extraíbles a un discurso poético, alentados por la magia de las palabras. Si no hay magia, si el asombro no está presente, no hay emoción ni hay aprendizaje. El asombro es el motor que mueve el mundo. Dante se lo contaría a Beatriz y le explicaría la semiótica del amor puro en estos tiempos del facebook. El asombro es el algoritmo que agita las tripas de la máquina, pero la ciencia es la que hace que yo ahora escriba.

3
Hace unos años refería Fernando Savater, en unas jornadas educativas organizadas en un instituto de mi localidad, que la ciencia, incluso la más árida y de más gris envoltorio, debía contar una historia. Que en la propia tabla periódica de los elementos, en su interior encriptado, debe haber una historia. Varias. Sigo pensando en eso casi  a diario.  No es estrictamente un pensar sino más bien un sentir, un hecho emocional que no se maneja por los mecanismos de la razón. Existo por variadas y muy convincentes razones, pero disfruto de esa existencia por la posibilidad de escuchar historias y de contarlas. Vuelvo al argumento inclasificable: al boscoso engendro de mis vicios. No tengo tiempo para asimilar todas las historias que quiero escuchar. Me falta tiempo para hacerlas mías. Es más: es posible que sepa encontrarlo, tal vez dé con la fórmula para estrujar los días, pero carezco por completo de la voluntad precisa para elegir con acierto y no perder el tiempo en toda esa medianía que en ocasiones nos circunda. ¿Todo el tiempo viendo películas de Ford o de Wilder o de Rossellini? ¿Leyendo aCortázar o a Poe o a Musil? ¿Escuchando a Bach o a Petrucciani o a King Crimson? Supongo que no. Espero que no. De esta apología encendida de la ficción y también de la belleza que encierra no se pueden extraer conclusiones excluyentes. No vale, en el fondo, nada ese manto de belleza que nos colocamos si no los acompañamos con otras vestiduras, las reales, las que no tienen nada que ver con las otras. Incluso, como dice K., podemos asilvestrarnos con un capitulito de CSI o moviendo el pie con una pieza de Madonna. Es de hecho mucho más sencillo. Requiere una involucración menor. Estamos destinados a involucrarnos cada vez menos en la realidad. La poseemos, pero no la soportamos. Cansa pensar. El que piensa, como decían Les Luthiers, en un número formidable, pierde. Las propias redes sociales, en la realidad alternativa que proponen, ningunean o anulan la de verdad, la que nos circunda. Cultura para todos en su horario habitual de las dos de la madrugada..




17.2.19

Vicios

Uno se vicia con poco, no precisa instrucciones, ni tal vez destreza más tarde, cuando ejerce ese oficio y lo hace parte suya, como una extensión natural del cuerpo. Se debe tener un vicio, uno al menos; algo con lo que avituallarse cuando arrecia la penuria o el desencanto, un lugar fiable en donde explayarse. Quienes airean sus vicios también estaría bien que contaran con alguno privado, no confesarle. No porque perturbe a quien lo observa o induzca a pensar lo desatinado de su elección, sino por una sencilla opción íntima. Queda a beneficio personal todo lo que un vicio reporta. Tienen mala fama, se les imputan males que no siempre son justos. Poco o ningún predicamento en los que se esmeran en proceder con rectitud, sin desfallecer o haciéndolo con dolor, como si salirse del plan, el de la formalidad, acarrease un dolor mayor del que no es fácil zafarse. Se prestan a contradicción los vicios: en ocasiones consideramos que nos hieren o que nos prIvan de llevar una existencia armoniosa y ordenada. Yo adoro el desorden. Ese es uno de mis vicios. Los otros no interfieren en él: lo apremian a que no decaiga, lo jalean. Cuando he pedido orden, sucede con cansada frecuencia, ha llegado indoloramente, sin que su irrupción, anhelada, fije un patrón y uno se acoja a él y lo fomente. He sido más feliz en el vértigo, en la certidumbre de que uno es lo que es por esas pequeñas elecciones, las decididas y aceptadas, no las que acuden de afuera. Incluso en el orden, en su travesía, se busca esa anomalía. Como si buscásemos una imperfección cuando sabemos que estamos haciendo lo que se espera de nosotros. Hay quien amonesta esta opción, si la percibe: la sanciona por bien nuestro, les mueve el afecto o la amistad o el amor que nos dispensan. Hay belleza en esa ocupación insólita, no frecuente. Ama uno sus vicios. Hoy domingo tengo algunos al alcance. El de escribir es el más gratificante. Ahora no se me ocurre otro más placentero. Cuanto más escribo, más me afianzo en la idea de que la escritura es una extensión insobornable de mi cuerpo. Un vicio público, sí. Los privados, los más acendradamente personales, no necesitan ser registrados. La vida no está siempre en la literatura. En pocos minutos toca ver al Madrid. Uno es tan igual a tantos.

4.2.19

El casoplón costó un pastizal

Las palabras van a su aire y no siempre está uno al cabo de hacia dónde vuelan. Las hay que no nos infectan, no las usamos, tampoco se escuchan en demasía. Otras, ponga uno oídos o no preste muchos, irrumpen a diario, parecen cercanos, se diría que hay un complot para que triunfen, al que uno (por cierto) no ha acudido ni ha prestado voto. Hacia algunas de esas palabras, las más, siento uno simpatía, se alegra de que el pueblo las torne, les de la forma con la que luego entrarán en liza, aunque después el tiempo las vaya modelando también, extrayendo de aquí y rellenando allá, para que siga vivo el lenguaje y los diccionarios estén siempre un par de pueblos por detrás del sentir léxico de sus hablantes. Hacia otras, sin que se ejerce voluntad a ese afecto o desafecto, no se les profesa simpatía alguna, escuecen, por decirlo ásperamente, no cuajan en nosotros. No se sabe si es el significado o el significante (ya saben, el signo lingüístico, Saussure, Lacan, etc), si el runrún fonético o la entraña semántica. El caso es que pastizal y casoplón me irritan más de lo que querría. Hago por desoírlas, por no caer en la cuenta de que han sido pronunciadas, pero la cabeza va a su aire también, como las palabras, y no está uno al cabo de hacia dónde vuela. Por otro lado, no tengo motivos para la queja. Es saludable que las palabras irriten o enamorisquen, te hagan la cama o te la deshagan, rían a tu alrededor con entusiasmo o lloren con desconsuelo. Tienen la vida de la que a veces nosotros carecemos. Son más libres, están más al riesgo, no se comprometen con nada, no tienen la fidelidad y la pureza con la que nosotros avanzamos y de la que nos sentimos ridículamente orgullosos. Estará bien que pastizal y casoplón terminen su gira victoriosa. El casoplón costó un pastizal, dijo el hombre a su esposa o a su novia (era una consulta ginecológica a la que acompañaba a un familiar mío y no supe bien si la cortejaba y el niño no era suyo o la cortejaba y sí lo era). Me dolió más el agudo trino de casoplón. Hurgué en el móvil para buscar la etimología o las causas o el arraigo de la palabra, pero andaba corto de batería y no quise arriesgarme. Debí hacerlo entonces, no después. Repitió la palabra un par de veces más, no así pastizal. Las dos palabras ronronearon en mi cabeza hasta que otras las apartaron. Creo que no he usado ninguna de ellas todavía. Caerán, quién lo duda. Primero con sorna, por ver qué reacción tiene los demás cuando yo las pronuncie. Luego sin pensar en ellas, como se hace con otras, con esa inercia semántica de quien habla mucho (un servidor) y a veces no piensa lo que dice. Espero que por lo menos sí que haya pensado lo que he escrito. La pareja, por cierto, entró en consulta. No los vi salir. Él, absolutamente incontinente, no paró de contar cosas. Ella, paciente, creo que preocupada por la materia de la visita, prestaba alguna atención, no mucha. Igual también le molestaron el casoplón y el pastizal. No lo demostró con ningún gesto, ninguno que yo entendiera, claro.

3.2.19

Sábado / Domingo


Sábado

No siempre coincide el deseo con la realidad, ni hay que reclamar esa coincidencia. En lo anhelado hay una promesa, una fractura útil; se percata uno del placer que produce la espera. No se nos ha educado para ella. A todo se le impone un plazo, un vencimiento moral o físico. Lo que no alcanzamos gangrena lo que ya tenemos. Se es más cuanto más se tiene, se oye decir, hasta lo piensa uno a veces, pero acaba venciendo la templanza, cierto estado natural de las cosas. Estamos saturados y, aún así, seguimos en el afán de poseer más, sin que en ningún momento agotemos (ni lo más mínimo) lo apropiado. La lejanía del logro lo banaliza: su certeza lo debilita. Es nuestro mientras lo perseguimos, se deshace cuando lo conseguimos. De ahí que triunfe la mercancía, el consumo, el capitalismo. Todo es nuestro. Lo es desde que lo percibimos. Pierde entidad, se le relega, se aparta, en cuanto es propiedad nuestra. Es el imperio de la obsolescencia, se programe o no, esté incrustada ya en fábrica o se la adjudiquemos nosotros. Se desea sin voluntad expresa, no hay una cultura del deseo, ni se percibe que vaya a haberla. Hay indicadores que confirman esta hipótesis. Tenemos más de lo que necesitamos. Hasta esa necesidad flaquea, se aleja de la razón que la anima, que es ocupar lo que está hueco. El deseo es la sublimación del hueco. Me dice K., que lee por encima del móvil mientras escribo, que viajar es la única propiedad que trasciende. Que no hay objeto físico comparable al espiritual de viajar. La realidad y el deseo convergen más cuando uno deja su casa y prueba alejarse, ir donde no se ha estado, que es un hueco que secretamente desea ser ocupado. Los libros suplen a veces al viaje. El libro es el hueco siempre disponible, el deseo accesible y puro. 

Domingo


Querría, como cuenta a veces Savater, ser solo lector. Es un oficio gratificante leer. Se lee con entusiasmo o se cierra el libro. Hay una satisfacción continua, a la que no se le puede objetar nada. Uno elige lo que lee como elige lo que vive. La vida es otro libro, otro oficio satisfactorio. En realidad es el único. Los otros oficios que vamos pergeñando provienen de ése, son una extensión fiable de ése. El libro de la vida es realidad y deseo juntamente. Amanece con sol el domingo. 

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...