31.12.07

Un año de cine





















No ha sido una búsqueda precisa. Ni tan siquiera justa. Ni útil para nadie. Ha sido la memoria más fugaz, la más cercana a la epidermis, la que ha sacado estas películas. Las tenía dentro. Ninguna hoy más relevante que otra. En todo caso, a cierre del año, son el cine que me ha entretenido, asombrado, emocionado, inspirado o arrebatado de enero a diciembre. Es posible que alguna no sea del 2.007, pero son las que he visto en este año. La mejor, y no coloco foto alguna es ésta. Ahí sí que acierto. No es de este año. Carece de calendario. Como todas las obras maestras.

Sin confeti


Tal vez los favorables dioses nos cubran de júbilos y banda ancha en el ya casi recién alumbrado nuevo año. El que está a punto de enterrar no ha sido especialmente glorioso en dicha ni en parabienes, y no hablo en primera persona. Hay que huir de la autobiografía, aunque no tengamos nada más a menos y nada que conozcamos mejor. Hay que convenir que lo más prudente es convenirle una digna canción de despedida, un post a medio camino entre la decepción y la rutina o, como quería un amigo mío, algo que vaya de la gloria a la miseria y no sepamos cuándo acude una y cuándo se va la otra. La felicidad se maneja mejor sin la obligación de razonarla. Como la fe. Si le metemos mano, la jodemos. El 2.007 ha naufragado tanto y tantos frentes que el 2.008, salvo derrumbe moral de Occidente o advenimiento de las hordas tradicionalistas y de los guerrilleros de la moral medieval y del temor a la ira del Divino, se presenta como una colección particularmente atractiva de días compactados en semanas, compiladas en meses y envueltas en el fácil envoltorio de lo que damos en llamar año. El tiempo es una cosa difícil de definir. Quizá la literatura completa, todos los libros y todas las letras que el hombre ha edificado para entenderse y para justificarse, no sea otra cosa que la ardua empresa de entender qué es el tiempo, de qué oscura materia está hecho y cómo podemos gobernarlo. En hora y media se abre el festín bárbaro de la alegría patrocinada por El Corte Inglés y Telefónica. Es el momento del año, el que nos iguala a todos y nos convierte en tozudos obreros de una realidad que no abarcamos y a la que entregamos los mejores años de nuestra vida o incluso la vida entera. Más tiempo, más carne para la máquina. Al final, regresamos a la euforia, de la que nunca debimos salir o en la que jamás hemos estado. El júbilo pequeñito de aturdirnos un poco, este dejarnos llevarnos por los dones de la cosecha y sentir cómo nos crucifica la uva garnacha y el agua de Kentucky para despertar mañana con un prontuario felicísimo de propósitos. Debiéramos tachar los que consigamos: ver año a año cómo el listado, breve y conciso, va adquiriendo trazas de novela. Decimonónica, por favor. Una untada de héroes espirituales y de causas y azares que malogran una biografía destinada al éxito. Pero nada de todo esto está en el libreto de la nochevieja. Está la farándula, la máscara, el baile perfecto de la locura prestada. Yo me he buscado un buen libro. Lo he colocado en la mesita de noche para entrar el 2.008 mecido por las historias de los demás. Las de uno ya sabemos que pueden acabar con hacernos perder el sueño. Da igual la hora. Siempre es buena hora para leer. Sí, nada de autobiografía: no lo es, amable lector. Es una canción de éxito de los años ochenta. Una cualquiera. Me sirvo un long drink. Brindo por lo que venga. Lo que ha se ha ido es un acúmulo infame de tristezas con guarnición de caviar. Ricos y pobres arracimados bajo la misma carpa, vestidos con las mismas ilusiones y abandonados por los mismos invisibles dioses. En la carta final del año no se puede escribir con mayor alborozo. Es más fácil, no obstante, ser tocado por el numen de la derrota que contagiar al personal con sonrisas y sentimientos maravillosos. No soy Frank Capra, aunque el maestro tenía debajo una más que ácida lámina de mala leche y lo que contaba, a pesar de la bondad y del empalago emocional, de los amores limpios y de las personas buenas como las quería Machado, era una crónica envenenada de lo que los tiempos le entregaron. No pienso que éstos sean excesivamente diferentes. Ha cambiado el formato. Ha cambiado el estilo. Debajo laten idénticos argumentos. La misma historia de siempre. Si Frank Capra estuviese en las carteleras de esta Navidad habría firmado alguna escondida joya, de escaso tirón mercantil. Así funcionan las cosas. O así no funcionan. El cine del 2.007 ignoro si ha tenido alguna lámina ácida de mala leche contada con amor y presentada con los mimbres con los que está construidos los sueños. Eso debe ser el cine. Lo de hoy es descorche y hip hop. Ya preparo mi chaqueta favorita.

28.12.07

Oscar Peterson, in memoriam


Hay pocas fotografías en las que Oscar Peterson exhibiera un gesto adusto o de circunstancias. Solía sonreir y apreciaba uno, en esa cara de buena persona, que lo hacía con convicción. Sufrió la diáspora de muchos músicos de jazz que acaban su periplo en tierras europeas. A una edad prudente para dejar esta tierra bárbara, nos ha dejado no sin contribuir a que lo sea menos. Su música, su piano elegante (comercial, a decir de algunos muy puristas) ha escrito páginas memorables en la historia de los genios del siglo XX. Él fue uno.

25.12.07

Vigencia del refranero popular o cómo se puede vivir más con los regalos de la madre naturaleza

Ver diez minutos al día de senos desnudos prolonga la vida del hombre cinco años. A tenor de este inefable aserto de una prestigiosa doctora alemana que cogió 200 hombres y los obligó a contemplar atributos mamarios durante esos promiscuos minutos. Nada abandonado al azar o al descuido clínico, el experimento tomó lugar en un hospital de Frankfurt y sus resultados fueron registrados bajo los taquígrafos incontestables de la ciencia moderna. Una mitad de esos valerosos machos fueron expuestos a visionar pechos de opulentas señoritas (así reza la columna) durante cinco años. Los otros fueron manumitidos de tan penosa obligación. Cinco años más tarde, las cobayas inducidas a engrandecer el nombre de la Ciencia exhibieron una salud mejorada: menor tensión arterial, pulso más firme y riesgo mínimo de sufrir enfermedades coronarias. Karen Weatherby, la instructora de este apasionante experimento, lo explica mucho mejor:
"Sexual excitement gets the heart pumping and improves blood circulation. There's no question: Gazing at large breasts makes men healthier. Our study indicates that engaging in this activity a few minutes daily cuts the risk of stroke and heart attack in half."
Es decir, uno puede obviar la iconografía mariana del siglo XVIII o prescindir totalmente del cine negro de los cuarenta o ignorar las puestas de sol en una playa desierta o desatender la imaginería cristiana u omitir la visión reconfortante de las estampas monárquicas en estas señaladas fiestas. Uno puede (insisto) desoir el canto de sirenas de toda las pinacotecas del orbe. Ninguna de estas manifestaciones enteramente prescindibles se acerca al beneficio que procura el espectáculo de un par de buenas tetas, dicho así montaraz y secamente. Lo cual contribuye a prolongar no sólo la vida de esos sujetos, todos dignos de nuestra más leal admiración, sino la vigencia del refranero popular, que sin entrar en análisis médicos, probetas, montañas de escáners y sacas de agujas hipodérmicas supo condensar en una esplendorosa frase lo que los inteligentes médicos alemanes han tardado años en descubrir: que dos tetas tiran más que dos carretas...
El cáracter serio de esta página, que no abunda en imágenes blasfemas ni va ahora a dejarse llevar por la alegría del momento para abandonar tan antigua máxima, se permite regalar al pasmado lector un link de campanillas que le va a dar no cinco, sino al menos veinte años más de salud a prueba de tragedias en bolsa y descalabros matrimoniales. Entra en mis cálculos que no es éste el día más propicio para una entrada de este alcance, pero no he podido evitar que mi ecléctica y modesta página se haga eco (científico, claro) de estas novedades del progreso y del bienestar.
Hombres de inestable corazón y arterias precarias, quizá ya va siendo hora de ver porno en la red con receta médica junto al teclado. O, en todo caso, que la esposa, novia o esporádica compañera de florituras galantes se apresten a dejarse observar, cual playa de Sorolla, los atributos de la especie.

Soy Leyenda: Los motivos del lobo



El relato apocalíptico suele adornarse de prosa mesiánica, de pasajes bíblicos y de iconografía medievalista. Incluso el relato escatológico, el libro del fin de los tiempos largamente acariciado por todos los iluminados de la literatura desde los apóstoles hasta este Matheson traicionado, requiere un componente místico, más religioso o espiritual que bélico. Y aquí, en este sentido poético, es donde Soy leyenda despliega sus mejores armas, su acendrado respeto por la belleza de unos imágenes absolutamente hipnóticas, filmadas para perdurar en la memoria de un espectador lo suficientemente alimentado de escenas perdurables como para ser muy crítico a la hora de ampliar el disco duro y permitir unos cuantos megas más de plasticidad.
A Soy leyenda le sobra plasticidad, le sobra honradez y le sobra melancolía. Le falta tal vez todo lo demás. La película de Francis Lawrence no es ni mucho menos una obra redonda. Carece de un orden interno que la justifique: hay tramos de escandaloso tedio, episodios abonados a la apatía, romos alardes de nihilismo puro. Quien acuda al cine para ver un despliegue de efectos especiales, una lección de cine de acción con fondo de palomitas no va a encontrar lo que busca. Hollywood se ha salido por la tangente con esta entrega de cine minimalista, indie casi, amateur, aunque facturado con los condimentos de presupuesto y de márketing necesarios para que dé el pelotazo en taquilla, pero ni esto lo tengo claro tras haber disfrutado (y repudiado, a partes iguales) el empeño. O acción tremebunda o interiorismo psicológico, y Lawrence ha tirado por un fino camino intermedio que no acaba de convencer a los que apuestan por estos dos vértices en cierto modo difíciles de converger.
La devastada ciudad de Nueva York filmada como nunca antes: quizá ése sea el reclamo con el que cazar al desprevenido espectador, a quien (como yo) no ha hurgado en la bibliografía, en la hagiografía, en la intrahistoria del hito en la ciencia-ficción, llevada (parece que por tercera vez, no estoy definitivamente puesto en el tema) a la gran pantalla. El film fracasa en la recreación de la propia acción a la que singularmente desea vincularse para ser el blockbuster de campanillas. Las criaturas vampíricas apenas suponen un respingo en la ya de por si decelerada trama. Estos zombies huelen a laboratorio en demasía: como si los responsables de la parte técnica hubiesen decidido restarle toda posibilidad de credibilidad, de humanidad, digamos... De hecho ahí reside, en mi opinión, el traspiés más inaceptable: el abandono (no dudo que intencionado) de las razones del mal, de los motivos del lobo, como diría el cuento clásico.
Soy leyenda es un cuento sobre la soledad del hombre. Da igual que esté representada sobre los escombros de Manhattan que en mitad de un avenida alfombrada de peatones. La soledad considerada un instrumento de locura, la soledad incluso como una perversión de la sociedad moderna que ha producido el mal que ha demolido sus más sólidos principios morales y cívicos.
El científico Neville (un inconmensurable Will Smith) ha creado un universo alrededor de su cruzada: va al videoclub y ejecuta con impecable rigor los actos mecánicos que todos realizamos cuando vamos al videoclub. Los maniquíes son inquietantes y prefiguran la verdadera imagen del mundo: un inmenso tablero de ajedrez en donde un contricante ha quedado reducido a una sola pieza. No hay metáforas más allá de las estrictamente permisibles: el film bascula entre su vocación mercantil y su innegable tirón íntimo, entre ciertos cinéfilos desprejuiciados que acudirán al cine a devorar imágenes, a digerirlas más tarde y a no dejarse contaminar por ninguna corriente de opinión que les robe el placer formidable de haber descubierto (ellos solos) la miseria y la gloria, el dolor y el júbilo. Todo eso hay en este ambicioso (y por ambicioso, fallido) film de horrores modernos y psicologías de vanguardia apocalíptica.
Intermedio políticamente correcto: Bush vela por nuestros sueños. Sus héroes ruedan a 24 fotogramas por segundo e incluso se atreven, en la soledad de un sótano, en la lúgubre certeza de un mundo desmembrado, a dar con el antídoto definitivo, una especie de fórmula magistral de la Coca-Cola multicultural.
Will Smith contribuye al propósito con las buenas maneras que últimamente suele y se antoja demiurgo fantástico de un mundo hecho a su antojo. A decir de quienes adoran el libro de Richard Matheson, Soy leyenda es un fiasco. Probablemente. No he tenido el gusto de leerlo. He conocido de su existencia tras el habitual fuego de artificio de la publicidad y su imparable maquinaria de propaganda. Y la vi sobre aviso, consciente mi pureza de espíritu y una absoluta falta de expectativas. Tal vez la mejor forma de ver cine. Una a la que no siempre nos abonamos cuando acudimos a la sala y nos entregamos al milagro de la representación figurada de la vida.
Luego salí perplejo: a medio camino entre la fascinación de las imágenes y el aburrimiento de una trama brumosa, devota de una premiosa alargación de lo que podría haber sido contado en mucho menos tiempo. Tal cual un capítulo televisivo de calidad en un canal de cable. Hay luz afuera.

The nanny diaries: Diario de una niñera: Tribus urbanas


Sátira de inspiración antropológica, cuento de hadas en Manhattan, blanda y meliflua composición de tópicos, Diario de una niñera es un agradable esfuerzo por contentar a un muy amplio sector de público y no disgustar, en exceso, a ninguno. Menos ácido que lo que uno querría, el desarrollo de la cinta va de más a menos, pero incluso así contiene trazos de comedia de altura, apuntes de sociología de campo y, por último, en su más pedestre encanto, ingredientes de género adolescente con la jerga argumental de costumbre y un muy exagerado sentido de su propio carácter bisagra entre el cine de la Disney (manso conducto para deleite de la chiquillada pagada por los próceres) y la iniciativa gamberra, de denuncia inteligente, de declaración de principios estrictamente urbanitas. En este sentido, estos diarios de niñera basculan entre lo maravilloso y lo enclenque.
Pareciera una moderna reformulación de alguna Caperucita snob, perdida en la ciudad, atribulada por las circunstancias, conforme con que el lobo le hinque el morro en el culo, pero severa en sus consideraciones sobre la naturaleza caprichosa del ser humano y sus frívolas maquinaciones. De hecho, todo se embadurna de una especie de proyecto de fin de carrera en donde esta Mary Poppins formidable (Scarlett Johansson hace una recreación magnífica de la babysitter full-time de clase C que sacrifica el alma en aras del propósito de su estudio) nos deleita con sus andanzas inocentes, francamente divertidas (en ocasiones) y escritas con primor y un sobresaliente sentido de la trama, que avanza sinuosamente, con gracia y desparpajo, sin que en ningún momento canse o abrume o despierte sospechas de que, en el fondo, nos están colando algún subrepticio y venenoso mensaje populista, marcadamente centrifugado por los tópicos de las cientos de comedias tan parecidas a ésta con que la oferta (navideña o no) nos empuja a acudir al cine y ofrecernos a la ceremonia prodigiosa del engaño.
Con todo, las albricias no lo son tanto y uno admite que el resultado final adolece de un alcance mayor: todo se aviene a la simplicidad, sobre todo en su previsible desenlace. La salva y le regala un rinconcito en la memoria de las pequeñas películas que logran ser grandes el sorprendente arranque - esos diadoramas reveladores, verdadero índice del film y inteligente modo de contarnos qué vamos a ver y cómo va a estar contado - y las muy convincentes interpretaciones de sus intérpretes (Laura Linney es una actriz enorme; Paul Giamatti está desaprovechado, pero ofrece un recital; y hasta el niño Nicholas Reese Art da el contrapunto infante deseado, por llevar la contraria a Hitchcock).
Tampoco la sinfonía de bendiciones resta que seamos lo canallas que solemos y decidamos, por gusto de buscarle tres pies al mejor de los gatos, deshacer cualquier atisbo de loa excesiva y manifestar que la antropología de la que quiere ser deudora deviene más tarde boba prosa de clichés muy estilizados, eso sí, que sin caer en lo romántico o en lo chic tampoco se deshace -como debiera - de esa hipoteca argumental, que no le conviene y que hubiese, caso de adquirirla, desastrado por completo el esfuerzo.
Robert Pulcini y Shari Springer Berman, directores de la aclamada American Esplendor, que no he visto, firman una buena propuesta, una cinta blanca, divertida, despreocupada, original, a pesar de todo lo dicho.

1408: Stephen King presenta...


Stephen King es un inagotable semillero de argumentos. En cierto sentido, King hace que el exigente lector de literatura perdone su forma (a menudo untada de prisas y escasamente depurada en estilo y en recursos logísticos) y se rinda sin ambages al fondo, a esa caterva formidable de historias a las que nos tiene bien acostumbrados. Por eso 1408 es Stephen King al ciento por ciento: porque la película hereda los vicios y los aciertos de la narrativa corta del maestro del terror y propone, en un formato más televisivo que cinematográfico, un orgiástico y recomendable ingreso en el miedo, en la certeza de que todo cuanto nos rodea puede conjurarse en nuestra contra y hacernos padecer el infierno más intolerable.
El entretenimiento de orden fantástico ha estado muy castigado por la calidad de los productos que lo pretenden recuperar como género digno y relevante. No es que esta habitación 1408 vaya a modificar sustancialmente esta evidencia, pero contribuye con más acierto que otra cosa a reverdecer un estilo de hacer las cosas que hacía tiempo que no contemplábamos. Más en consonancia al cuento a lo Hitchcock o un episodio de medianoche de Twilight Zone que al largometraje, que puede venirle muy largo, la cinta entretiene muchísimo, enseña sus cartas nada más empezar y en ningún momento hurta del espectador la sensación de estar asistiendo a un ameno e intrigante tour de force entre la imaginación calenturienta de un guionista (King, de fondo) y la realidad, siempre plomiza, siempre abonada a la rutina y poco entusiasta de dejarse manipular, alterar, descomponer, pudrir a veces.
No es, a pesar de lo escrito, una película sobresaliente. Ni siquiera le damos un notable. Convence por la inocencia de su propuesta, por su orfebrería doméstica, por su indisimulado esfuerzo por abrir nuevo capítulo en el hipotético Manual del Terror en el Siglo XXI, libro por fuerza vilipendiado, enfangado por Hostel, Saw y otras chabacanas indagaciones en el morbo y en la lujuria del muñón y de las vísceras colgadas de una lámpara de araña. Por eso 1408 nos produce ese agradable rubor en las mejillas: por no recurrir a tópicos y regresar a los clásicos, a la simpática - y estamos hablando de terror - cinta de la que salimos ufanos del tiempo que hemos entregado.
Cuando todo podría alistarse en la parodia, la película toma vuelo y se toma verdaderamente en serio. La historia del escritor en horas bajas que decide especializarse en desmontar tinglados esotéricos de habitaciones embrujadas, leyendas urbanas de difícil digestión racional y hechizos varios y descubre que la religión de la que reniega tiene santuario, altar y hasta oficiantes rigurosos (un aquí comedido John Cusack) no es otra cosa que la propia historia del sacerdote King, que recurre cuando le apetece al escritor como alter ego, como héroe de pasión de su irregular pero atractiva obra. Mikael Hafstrom dirige sin florituras, sin establecer un modo personal y sin caer en efectismos que podrían haber lastrado el resultado final, siendo en todo momento un obrero aséptico, un eficiente gestor del material que le ha caído entre manos, y que no es en absoluto desdeñable.
Armada de buenos propósitos, se pierde en trampas que enfadan al gourmet de estos raros platos entre lo onírico, lo kafkiano y lo fantástico, adviértase qué habilidad hay que tener para sacar de estos tres parámetros algo que enganche y no caiga en frivolidades, en cursiladas o en pobres ejercicios de terror adolescente revestido de trascendencia. Hasta el final borra toda posibilidad de ambigüedad - bendita, en ocasiones - y nos desarma la fabulación a la que hemos estado sometidos durante ochenta minutos. Nos viene a contar que Milton verdaderamente ha estado en el paraíso y que para demostrarlo ha traído una rosa.
Qué ingenuos nos creen.
Qué bonito que es el cine.

24.12.07

... de buena voluntad



... Y sin embargo, por más que me esfuerzo, todo me parece un anuncio patrocinado por la Visa Oro.

La búsqueda: El diario secreto: Y entonces la página 47...


A decir de quienes se entusiasman con historias como las aquí contadas, La búsqueda 1.0 (entrega Disney afiliada a la moda de templarios, tesoros y rosacruces varias) supuso un aire fresco en el lánguido panorama de cine adolescente con ínfulas de amenizar al eventual adulto. Subscribo que la tal uno punto cero me dejó una grata impresión porque reconocí un interés en renovar el género y producir algo siempre deseable: que la gente vaya al cine y salga con la honda sensación de que no ha sido engañado y de que el rato, entre los muchos que nos afean la vida, ha sido agradable y hasta recomendable. Entiendo que a veces basta esto que digo para que el cine, entendido como pura evasión, sostenga por sí solo el frágil edificio del ocio en esta época nuestra de gadgets plenipotenciarios, banda ancha en el bolsillo de la chaqueta y descargas de velocidad adrenalítica sin otro esfuerzo que un desganado clic. Por eso acudí a ver esta entrega dos punto cero con una sincera saca de entusiasmos. Sabía que podían darme gato por liebre, como se dice; sabía que los avispados genios de la Disney podían montar un parque temático en forma de fotogramas, una especie de santuario del bucle: todo aquello que ha sido probado y ha dado resultados no debe ser modificado.
A falta de tesoros fastuosos (que los hay, cómo no) se trataba de encontrar un giro inesperado, un as en la manga enjoyada de los jerifaltes de la productora, que no dudaron en tirar de chequera para traer a Helen Mirren o a Ed Harris, que junto a Jon Voight o Nicolas Cage colaboraban a dar empaque cinéfilo (ay, qué hipérbole) al luego demostrable engendrillo. De lo que se trata, en el fondo, es de facturar un cine familiar exento de dobleces, bien empaquetado y adornado con un livianísimo fondo enciclópedico, de regusto culto y, a la postre, fácilmente desmontable.
Lo que antes era pasión por la arqueología, mezcla de Kipling, London, el mejor Verne y hasta una brizna de Indiana Jones urbanita, es aquí un relleno navideño no totalmente desdeñable, pero repetitivo ad nauseam y carente, he aquí el dolor verdadero, del sanísimo espíritu aventurero de la primera franquicia. No han sabido o no han querido dar un cuerpo dramático más sólido y se han conformado con presentar situaciones que no difieren apenas de las ya contempladas en la obra que abre la serie (pues hay más búsquedas, no se dude esto) y que además están fundamentadas en pilares de muy débil credibilidad (eso de buscar el honor perdido y restituir el apellido al lugar que le corresponde en la Historia, sea esto lo que tenga que ser, que ahí no cabe entrar en esta reseña doméstica).
El tufo patriótico no deja que el espectador sensible se deje llevar por la mera fascinación de los avatares de la aventura: hay un exceso de nacionalismo montuno, que atenta contra un mínimo sentido de esa Historia a la que nos empujan como si se tratara de un capítulo del diario de sesiones del Congreso de los Estados Unidos de América. A falta de varios siglos de Historia, el pueblo americano amplifica a título de espectáculo la que la suya, sucinta todavía, tiene para ocupar páginas en los libros de texto escolares. Hay en esta película un insoportable (por momentos) batiburrillo de capítulos que, al engranarse, chirrían en exceso y desorientan el seguimiento razonable de lo único verdaderamente importante: entretener sin manipular, ofrecer un espectáculo digno (tampoco es que éste no lo sea) sin ofender a quien, aparte de la dosis necesaria de evasión, desea la exigible de formación. Una cosa es no contar la verdad y otra, bien distinta, simbólicamente punible llevada a su extremo, que pretendan colarnos mariposas en vuelo cuando lo que se alza sobre el suelo es una informa y nada orquestada turbamulta de moscas.
El engaño, el escaso esfuerzo de los gestores de la trama, estriba también en la fragilidad con la que se nos presentan las pistas, las claves, los secretos desvelados y conducentes a la pirotecnica final, que no contaré aquí, pero que resuelve Turteltaub con la misma acuática y barroca textura con que finiquitaba la anterior entrega. Jerry Bruckheimer, el nuevo Midas de la pirotecnica visual y de la taquilla golosa, ha puesto su ojo divino sobre un producto de contrastada aceptación entre la chiquillería e incluso entre el en ocasiones poco exigente tramo adulto.
Es imperdonable que la película adquiera bríos y se deje contaminar por los mismos excelentes pecados de la primera cuando ya llevamos una hora de metraje: hasta ahí todo aburre, todo se deja llevar por un no saber qué hacer que exaspera al público ávido de acción y que contribuye a olvidar antes de lo previsto esta engañosa golosina navideña de espíritu familiar y aliento mercantil hasta el aburrimiento. Sólo (insisto) el mejunje adquiere un sabor perdurable cuando la acción se atropella y los personajes (carentes de una verdadera ligazón, empujados a avanzar en la trama como soldados, como marionetas insulsas) ingresan en cuevas (el monte Rushmore) que ocultan pasadizos, trampas, claves y - en definitiva- la operística y guignolesca retahila de arquetipos que suelen adornar todas las películas del género.
Lo de entrar en el despacho oval por la cara y la osadía temeraria de andar por Buckhingham Palace sin que la estulta maquinaria policial de su Majestad alerte del estropicio suena a exceso, lo de echar un parlamento de tú a tú con el Presidente de los Estados Unidos y secuestrarlo durante tres minutos para enredarle en un viscoso asunto suena a rollo marca de la casa Disney. De ahí esa sensación pudorosa (uno es bueno, en el fondo) de sentirse decepcionado, razonablemente decepcionado.
Más: todos los tesoros que aparecen en estas películas, amable y paciente lector, están en cuevas. Hasta ahí todo perfecto. La madre Naturaleza cela sótanos insondables, ajenos al intrusismo de la ciudadanía curiosa y al casual atino de un cazatesoros inspirado, pero escama que todos los tesoros (repito) estén durante centurias a salvo del ojo incómodo y esperando a Nicolas Cage, qué pelo, qué gestos, y que todo se desmorone... Hasta el petróleo puesto ad hoc en un aljibe maravilloso y que alumbra el cotarro suena formidablemente a fantasía animada de ayer y hoy... No puedo evitar (hace un par de días que la vi) recordar la carcajada (yo solo, sin que nadie me secundara) que di cuando el oro de los indios iluminó la pantalla de la sala. Qué hartura. Qué pasmoso hartazgo. Qué esperpento. Qué ganas de hacer dinero y qué empeño en justificar la ganancia.
addenda: y no he contado nada de la página 47, pero eso es ya parte de la entrega 3.0 y eso llegará con los próximos polvorones.

19.12.07

Next: El cine como sumidero




Siendo riguroso, Next incuba algunos de los más nefastos vicios que asolan el cine actual o, alejándonos por una vez del tono derrotista que va a fundamentar esta brumosa reseña, aparte del cine facturado en Hollywood y conjurado en la empresa de arrasar en taquilla, aportar poco o nada a la memoria de cualquier cinéfilo medianamente inteligente y, sobre todo, ingresar en el mercado del DVD tanto o más que lo recaudado en salas de cine. No sé la causa y puede que no me empeñe en exceso en buscarla, pero se me antoja tarea harto complicada escribir sobre lo que me asombra y me procura placer (escribir sobre las excelencias puras) y, en cambio, se me van los dedos como lagartijas nerviosas cuando me toca (hoy es el placentero día) despotricar contra algún producto de mediocridad manifiesta o ya directa y nauseabundamente malo.
Infectada por todos los males posibles y alguno más que mi pereza de siesta de miércoles me hace no alcanzar ahora, Next juega con la ventaja de no estar infringiendo ninguna ley cultural, pero debe bordear el delito y caso de que en el futuro algún organismo de inspección pública de calidad (IPC, ja) decida vetar o advertir en la carátula del terrible mal que puede causar su consumo, Next se lleva la formidable palma de oro del caos absoluto y el oso de platino en términos de aniquilación de todo cuanto huela a sencillez, clarividencia, calidad, en fin, esas cosas que hacen que la vida transite por caminos más mullidos y a todos se nos ponga el vello de punta y el alma enhiesta cuando vemos cosas bonitas en una pantalla. El gusto, el sentido común y la belleza, conceptos abstractos ausentes en este bodrio bochornoso como un coito anal en un sainete de los hermanos Álvarez Quintero.
Podemos afinar la configuración del potro de tortura lingüística acudiendo a un tópico o a doscientos, pero por una vez será un tópico ( o 200) convenientes: nuestro amigo Nicolas Cage está ya fondón, le sobran cuatro películas por año y eso que es joven y todavía tiene reaños y capacidad para levantar vuelo y reconducir una carrera que ha tenido momentos interesantes (Leaving Las Vegas) o incluso alguno indisimuladamente bueno (Adaptation). Le falta al hombre un papel que lo redima, pero va a costar mucho borrar de nuestra memoria, tan golosa, tan ampulosa cuando quiere, desastres motorizados con calavera encendida o adivinos a contrarreloj como el aquí de torpe y necio retrato.
Next se despreocupa de la coherencia narrativa y acude sin rubor a un argumento tan risible, tan fragilísimo y leve, tan a posta malo, que uno piensa, armado de un saco de buenas intenciones, que Lee Tamahori (Guerreros de antaño, su mejor film; Mulholland Falls, la brigada del sombrero, en el lado bueno y XXX: Estado de emergencia o ésta en el muladar del desastre) ha deseado con todas sus neozelandesas fuerzas caer lo suficientemente bajo como para a partir de ahí despegar y hacer algo digno. Ah, el colmo del desatino es que salga mi adorada Julianne Moore. Ahí ya se me deshicieron todos los propósitos de templanza y pensé muy seriamente no exponerme en exceso, darle acta de defunción y no asistir a una función de desprestigio tal. Todo sea por los buenos momentos que me ha dado esta estupenda actriz, aquejada también - como tantos - de ese vicio mundano que son las perras y el curro estable.
Next no es ni siquiera mala por sí misma, sino que precisa del concurso de los pecados ajenos para formular los ya musculados suyos propios. El adivino que ve el futuro cercano (dos absurdos minutos de precognición) se obstina en no ser un héroe al uso y recita adagios de trascendencia zen para camelarse - y llevarse de camino al catre - a la dama obligatoria, que no hace falta que insistamos en que es moza concupiscible, de carita mona y más aturdida en el rollo de película que un seminarista en un bang gang en Cannes (Jessica Biel). Debe ser difícil de llevar que el galán que te ronda sea, al tiempo que meloso y delicado, atento y desbordado en mimos, un mago de poderes sobrenaturales en cuya mano está salvar el mundo (EEUU incluído) o - permitidme el exceso semántico- mandarlo todo a la santa mierda.
Paréntesis: tengo que abrir en mi página - descuidado últimamente- un rinconcito en el que pinchar las peores películas de la Historia del Cine: las hechas con empeño y convertidas en puro churro.
Next (sigo hurgando) ya ha presentado credenciales y se postula en todas las más granadas candidaturas. El espectáculo del cine - noble arte, noble arte - ha tomado este intrigante camino: se hace ascos a la industria seria y se abraza con frescura de burdel al en ocasiones decente mercantislismo disfrazado de arte, al entretenimiento adulto o adolescente, entregando una generosa dosis de tedio.
Podría haber escrito un escueto Autoridades bla bla advierten sobre los peligros que entraña el consumo de este producto..., pero no se puede ir uno de la mano y acaba así. Los videoclubs viven, al cabo, de esto: de morralla, de restos, de saldo palomitero que sólo muestra los avances de la tecnología y la calidad de las nuevas teles, con sus colorínes y su surtido pack de conexiones. Yo, al tiempo, que voy recapacitando sobre mi autoestima, me abro de par en par las ventanas del pecho y dejo salir el demonio del masoquismo. Se me coló y ha estado remoloneando por mi alma desde que me eché a la cara semejante despropósito. Vete, cabrón.


17.12.07

[REC]: Terror inteligente



‘[REC]’ parte de una premisa argumental alejada visceralmente de cualquier patrón cinematográfico: no hay ficción, hay una paulatina y adrenalítica inmersión en el terror puro. El miedo puede carecer de argumentos así que la cinta ofrece un mcguffin alargado hasta los últimos cinco minutos (en los que hay una leve explicación de lo que hemos contemplado) y un coherente crescendo de sustos y atropellos visuales filmados con un incontestable sentido del espectáculo, aunque tramposo por cuanto nos sitúa en el verismo de un España directo cualquiera cuando en realidad los realizadores (Plaza y Balagueró) están haciendo cine, y además, no desdeñable.
‘[REC]’ es cine físico, de una corporeidad tan tangible que duele: sus protagonistas no son personajes, aunque ontológicamente lo sean, sino personas y, salvo algún actor que se nota que lo es, todos se alejan (y tiene su mérito) de forzar una dicción o impostar unos gestos. La sensación de estar viendo televisión (y no cine) ocupa casi todo el metraje. Lo que parece un documento televisado hace que sintamos como creíble lo que vemos. El cine nos engaña siempre, y aceptamos el engaño como un pago para la felicidad que nos reporta, pero el esfuerzo de los guionistas (los citados Plaza y Balagueró más Luis Alejandro Berdejo) acerca el vértigo y la cotidianidad hiperrealista de los reality-shows y de los videos a lo youtube a la pantalla grande y revienta la inocencia de quien mira.
Somos voyeurs, voyeurs con pedigree, si se quiere, que han pagado una entrada y comen palomitas y beben cola mientras nos ametrallan miseria y vicios, texturas de lo real que a veces parecen ficción y asuntos de la ficción que en ocasiones semejan primores de lo real, que diría Machado. El formato es aquí el éxito, el acierto: estamos tan acostumbrados a que la televisión nos moldee y posiciona ante la realidad que no consideramos que el cine pueda también hacerlo. Al menos, no tan instantáneamente. El cine nos hace mejores o peores personas, nos da cultura o nos embrutece, nos alista en el ejército de los ciudadanos formados y responsables, sensibles y humanos o nos hace mercenarios de la estulticia, robotizados instrumentos de la mediocridad.
‘[REC]’ tiene el mérito sobresaliente de trasvasar los formatos, de alumbrar cine donde antes había dispersos pedacitos de vida que un avispado montador ha ensamblado a beneficio de la innovación artística. Porque el film es, ante todo, un prodigio de vanguardia pura. El proyecto de las brujas de Blair abrió brecha, pero era una película simplona - en su complejidad - y carente de gancho, por más que la idea (fundacional) fuese notable.
Lo que percibes en ‘[REC]’ es cine en estado muy puro, y no sé exactamente qué quiero decir con esto, pero así me he sentido. Hay una especie de rendición ante el pequeño magisterio de sus obradores, que manejan con un impagable respeto el terror, que ha sido pisoteado, ninguneado, frivolizado, instrumentalizado y, por último, deformado hasta la parodia por el reciente cine de masas y que ahora recibe una inyección gratificante de brío y de coherencia.
‘[REC]’ debe ser la cinta de terror del siglo XXI, o al menos una que sirva de referencia para ilustrar los modos de producción al hilo de los tiempos que nos ha tocado vivir. Su rodaje, imagino que nada convencional, da para un making off antológico, pero es que la cinta es en sí un making off de sí mismo, un prodigioso alarde de metacine que pide ser contemplado en un muy estricto contexto. No debe ser lo mismo ver la película en sala grande que en casa. La sala de cine es un lugar maravilloso por muchísimas causas. Una de ellas es la capacidad que posee para transformar al espectador en verdadero espectador. En casa, el cine es casi siempre un extra que se cuela en la relación de actividades domésticas. Yo puedo preparar la cena y luego sentarme en mi pantalla de alta deficinición a ver una película. Hasta puedo pararla y prescindir de todo lo que me ofrece y regresar a lo que hacía. Ir al cine es participar de una especie de comunión invisible con el asombro y con lo ritual.
‘[REC]’ pide a gritos ser vistas con más gente. De hecho, hay foros en la Red que informan sobre la reacción del público con más detalle y prosa que la opinión sobre la película en sí misma. El falso documental llevado al extremo de autoproclamarse ficción conlleva más de un engaño. La ausencia de un guión formal y trabajado es excusable porque lo que importa (y cómo) es que este alambique desquiciado de trampillas y pasillos tenebrosos nos entretenga durante hora y media sin que, en ningún momento, deseemos que la alucinación concluya. El subgénero zombie ha encontrado una llave que va a abrir nuevas puertas: ya hay remake USA, al parecer.
Plaza y Balagueró están haciendo mucho por el cine español y están (sobre todo) dignificando un tipo de cine normalmente arrinconado en las estanterías de los videoclubs, capaz de entregar bazofias del tamaño de una órbita planetaria con más facilidad que cualquier otro género, incluído el manoseado melodrama, que es donde más fehacientemente se encuentra el bochorno, la miseria y la falsedad de quienes pretenden hacer Arte y sólo encuentran un rollo de cinta que tienen que impresionar con imágenes.

11.12.07

Marilyn Monroe (sings)



No brilló mucho en casi nada. No fue un actriz sobria a lo Bette Davis ni encandiló como cantante a lo Ella Fitzgerald. Su cénit fue fugaz. Incluso podíamo atrevernos a decir que no hubo cénit y toda la imaginería poética atribuida a su figura corresponde exclusivamente a la épica lujuriosa de los muertos, que concitan el beneplácito de los que les sobreviven y donan elogios porque saben que el destinatario no va a fruncir el ceño ni hacer un mohín de arrobo puro cuando lea o escucha la salva de adjetivos grandilocuentes y la prosa espumosa de los fans. Marilyn jamás cantó bien. Su voz brincaba como un pececillo juguetón entre las notas. No desafinaba, pero tampoco descollaba. Todo en un término medio imprudente que hubiese, en otra actriz menos reventona, provocado más recelos que atenciones. A Marilyn Monroe se le consintió casi todo. Incluso morirse en esa edad tan mitificable. Cole Porter no escribió My heart belongs to daddy pensando en la rubia de oro, pero es la versión más perdurable. Su inocencia vocal, su inseguridad casi profesional le labró un porvenir fiable en el show-business del vinilo. Interesaba más la imperfección grata que los registros impecables de otras damas de la canción. A pesar de eso, Marilyn Monroe facturó algunas canciones soberbias (I'm gonna file my claim, Diamonds are a girl's best friend o la inmortal I wanna be loved by you, que parece ser susurrada al oído, en lugar de cantada; que sugiere y provoca como un lascivo picotazo de sensualidad pura. Así era Marilyn, aunque conste en el imaginario popular el Happy birthday, Mr. President contaminado de promiscua belleza, exento de corrección política alguna y convertida (es mi caso) en la canción que siempre soñé para todos mis cumpleaños. Iluso.

10.12.07

Abierto hasta el amanecer: De vampiros y bourbon...




Apoteosis cafre del cine gore en su tramo último, cínica y hasta pasablemente adulta en su arranque, Abierto hasta el amanecer es un ineficaz thriller de orientación vampírica que ofrece testosterona a raudales y manifiesta su convicción de cine pulp en la orgía visual de su coda sangrienta: La Teta Enroscada, un garito en mitad del desierto fronterizo en donde los monstruos tocan tex-mex, beben como cosacos y fagocitan el alma de camioneros y moteros a base de colmillo feroz y dentellada mórbida. Es ahí en donde el film pierde todo el fuelle que ganó en su inicio. Aquí Tarantino garabatea su apocalíptica visión de la realidad, trufada de cómics y serie B y Z, homenaje al giallo y a sus cineastas de cabecera - desde Peckinpah a Scorsese, pasando por Samuel Fuller o Sergio Leone -, aunque legue el aspecto técnico a Robert Rodríguez, cómplice iconográfico absoluto (hermandad continuada en la reciente dupla Death Proof- Planet Terror).
Abierto hasta el amanecer puede llegar a aburrir: se trata de comulgar con el despiece, de dejarse contaminar por la tropelía de miembros amputados y vísceras untadas de bourbon. En lo demás, en su versión light, en el formidable arranque, la cinta es una hipnótica road-movie de personajes soberbiamente pincelados (el pastor descreído, la hija fascinada por el mal, la violencia de los hermanos Gecko, Tarantino y George Clooney en estado de gracia). Se acaba la diversión (al menos para este reseñista digital) cuando acuden al antro donde la cuadrilla de vampiros empinan el codo y degüellan almas inocentes caídas en desgracia. Tal vez sea ésta la parte que entusiasme a los forofos tarantianos, entre los que me tengo, pero lo que en otras ocasiones es sana desparrame y autoparódico gag, aquí no lo es. Sobresale, cómo no, el diálogo: Tarantino es un guionista formidable, aunque - como sabemos - no ha dejado de escribir el mismo libreto desde que hocicó en el star-system con su rupturista e hipnótica Reservoir dogs (1992).
Salma Hayek enseña carne lúbrica en un lascivo baile de blues fronterizo que ha creado escuela, serpiente a modo de bufanda incluída.

9.12.07

Peter Pan, el musical: Fantasía pura




Yo, en parte, entiendo a Peter Pan: su descreimiento del mundo adulto, la inocencia y la infinita capacidad de fabular y confundir besos con bellotas y creer en las hadas por encima de todas las cosas. En estos tiempos de fantasía patrocinada por marcas de chocolate y películas que atufan a negocio por encima de valores culturales y literatura fantástica sana y formativa.
Peter Pan, el musical, obra un milagro inesperado. Concita que la gente vaya al teatro y vea una representación artística sin píxeles ni dolby surrround. Imagino que debemos volver al teatro: a su magia instantánea, a la fascinación de asistir a un espectáculo de masas carente nunca frío ni ajeno a los sentimientos que produce la contemplación pura del arte. El musical, como forma del teatro, requiere idéntica rendición.

Anoche, en el Gran Teatro de Córdoba, asistí a Peter Pan, el musical, y sentí ese placer primario de recibir una monumental dosis de emoción pura, sin contaminar, macerada en un escenario convertido en vida. La obra en sí es formidable. Fiel al libro de Barrie y convenientemente impregnada de efectos muy al gusto de la chiquillada - láser, colorido, diseño de luces, acróbatas, escenarios móviles - crea una complicidad sencilla con el público, que conoce de memoria la historia de Nunca Jamás, pero que espera - a cada momento - un vuelco en el atrezzo, una confirmación de lo que sabe o un vuelco. La música ( con muchísima más calidad en lo vocal que en lo instrumental, que en ocasiones sonaba oscuro, grave a extremos insoportables) recorría todos los palos del musical: desde la esencia americana del gospel a la balada caramelizada, desde la melodía a lo Disney con voz cristalina como salida de un frasco de perfume delicadísimo al aire rock de un Capitán Garfio de voz atronadora que levantó el entusiasmo del respetable (me ha gustado esto mucho), que en ningún momento bajó la guardia del asombro. Dos horas de espectáculo limpio y sencillo, en su complejidad; de historias universales no deconstruídas ni pasadas por la batidora de la modernidad. Aquí no hay segundas lecturas. Ni tan siquiera existe la más leve intención de molestar: todo se aviene por la mansedumbre, por el camino abierto por la trama eterna de los niños perdidos y el poder de la imaginación.

7.12.07

La brújula dorada: El imperio de la fantasía domesticada




Tanta saga fantástica abruma, por lo menos; se siente uno acorralado por brújulas doradas, anillos de poder, armarios cosmopolitas y dragones más listos que un niño de primaria. El peso de la responsabilidad en los asuntos de la imaginación infatil y adolescente ha recaído en las grandes productoras del negocio cinematográfico. Donde antes volaba Gianni Rodari, Perrault, los hermanos Grimm, Michael Ende o el ahora parece que olvidado Roald Dahl ahora planea la Disney y su voracidad a la hora de hacer caja y, de camino, formar clientes que hagan caja: desde el padre hasta el hijo.
Viendo La brújula dorada en cine, vi familias completas (mía incluida) que demostraban hastío, entusiasmo, modorra o incluso incomprensión ante lo que la pantalla ametraballaba a ritmo de zeppelines art-decó, fastuosos colleges y osos con coraza que parecen dioses del olimpo. Yo mismo, creyente de la religión de la fantasía, me vi atrapado en una cascada de imágenes impecables, realizadas no dudo que con apasionamiento y presupuesto holgadísimo, pero carente de alma. Y esto va siendo ya norma en todas estas franquicias de inclinación bonancible, aunque huérfanas de talento, demasiado pendientes de la taquilla y del merchandasing de los personajes. De hecho, antes de entrar en la sala ya tuve la oportunidad de ver cómo la tropelía de infantes lujuriosos de infografía se cargaban en una hamburguesería a la vera de la sala de muñequitos de la película. Todo formidablemente orquestado para que la experiencia fuese multidisciplinar y beatífica. La sala, ya que entramos en lo que podemos denominar contexto, estaba abarrotada de variopinto género: pandillas de adolescentes con acné y móviles de última generación, familias numerosas, parejas de también variado espectro sexual e incluso divisé - a lo lejos, como queriendo no ser vistos - una pareja de abuelos que, no sé si extraviados o versados en la materia, esperaban con cara de satisfacción el apagado de las luces y el atronador sinfonismo del dolby surround.
Luego acude en tromba el festín visual: impecable arquitectura victoriana, impecable diseño de vestuario, impecable elección de elenco... ¿Qué nos duele, entonces, en el alma? Duele que la épica fantástica o, en este caso, fantástico-filosófico ( y hasta anticatólica, a lo leído) sea en la película un batido bien agitado y convenientemente administrado en fascículos coleccionables (hoy el primero) de elementos ya conocidos, ya asumidos, ya degustado por el gourmet adolescente o preadolescente (el infantil no va a pillar eso de un polvo metafísico y un internado de infantes a los que una máquina retro les roba una mitad y los hace adultos, como si eso no pasara solo pocos años después).
La brújula dorada nos reconcilia con el acto familiar (entrañable) de ir al cine cual si un acto religioso se tratase. Bien abastecidos de publicidad, hartos de ver en las estanterías de los grandes almacenes y en librerías de siempre la torre de volúmenes de Philip Pullman (La materia oscura, tres gruesas entregas), acudimos a ver qué nos van a dar ahora, qué pastillitas de colores para amenizar el ocio de un día de fiesta. El asombro dura lo justo: los títulos de créditos y una voz en off que cuenta en un plis plas el sombrío y cuasimístico argumento entregan un viaje no siempre entendido, farragoso por momentos, en el que una niña signada por algún sortilegio o capricho divino o leyenda ancestral debe salvar al mundo. El conglomerado de elementos de éxito contrastado en empresas tales (animales que hablan, hasta alguno bebe a morro; paisajes fastuosos; brujas que vuelan; batallas colosales; malos malísimos y ejércitos benditos...) no da aquí con la tecla de la iluminación.
La fantasía posee su imperio, sus códigos, sus viajes polares y hasta su brújula dorada ajena a ésta: todo lo aquí expuesto es materia formidable para alentar la imaginación. Tengo claro que más vale este informe gazpacho (soy andaluz, qué quieren) de magia domesticada que puñetazos a mansalva en los bajos fondos de cualquier entorno urbano finamente digitalizado.
La saga naufraga ya en su primera singladura. Es de tirón de orejas al avispado productor y a su séquito de bienintecionados (no lo dudo) obreros cómo es posible que dejen al siempre resptable público tan in albis, tan bruscamente levantado de la butaca. Quedan más partes, claro. Ignoro si la segunda entrega abrirá ilusiones nuevas. La mía, salvo imponderables, como suele decirse, no acudirá. Se quedará en casa viendo algo en DVD. O leyendo. Hace tiempo que no recomiendo, en abstracto, la lectura. La lectura sin compromiso. La lectura feliz. La lectura a la luz de un flexo mientras afuera el mundo se entrega a sus vicios. Algunos, ya lo sabemos, ancestrales. Hoy tengo a mano Las ciudades invisibles de Italo Calvino. La leí hace tiempo y ha regresado hoy. Tal vez algo de la película que vi anoche (y que ahora me voy explicando) tenga la culpa. Misterios del cine.

6.12.07

Pixelado panteísta


Si miras la realidad muy de cerca, podrás ver los pixels.

Luz de domingo: El bucle decimonónico





José Luis Garci es un personaje entrañable. Entrañable al modo en que lo es la Navidad o un paseo otoñal a la caída de la tarde. Garci es uno de esos hombres a los que puedes confesar tu cinefilia sin que se escandalice ni te corone friki del día. Le puedes soltar que Douglas Sirk te ha dado noches estupendas frente al televisor (el cine comercial hace cuarenta años que dejó de programar al maestro alemán) o que el cine indie, ese invento de las majors para demostrar a los incautos que son modernas, te da grima, sarpullido y accesos limitados de cólera. Garci te escucha como un padre bueno y hasta es posible que te cree el vicio del neorrealismo italiano (del que no tenías ni puñetera idea) o de la nouvelle vague (que te sonaba a Marlon Brando metiéndole mantequilla por el culo a su novia regordeta). Garci (sigo el hilo) te puede hacer entender ya para siempre la magia del cine por encima del cine como industria. Y esto no lo habías pensado nunca y te conformabas con ir al cine, echar el rato y salir con una sonrisa bobalicona en la cara y cinco euros menos en la cartera. Su Qué grande es el cine iluminó el escuálido paisaje de la información cinematográfica en la caja tonta, pero la moral y el uso de las buenas costumbres le prohibió fumar como un gángster de la RKO y plantó a RTVE y se llevó su cine, su amor al cine y sus siempre ocurrentes (y a veces plasta invitados, véase el ínclito De Prada) a su casa, para amenizar las tardes del domingo alrededor de una chimenea y un fondo suave de jazz del bueno. Garci (ya concluyo este introito apologético) cae bien siempre. Su cine cae bien también. Se aprecia su clasicismo, su genuina visión del hecho estético y hasta hay un sello (una autoría reconocible) que impregna diálogos, fotografía y banda sonora.
Así que el cineasta José Luis Garci está claro que posee un lenguaje (una gramática, leí a propósito del estreno de El abuelo hace unos años) y un universo detectable. Azorín, Galdós, Baroja, Clarín, Pérez de Ayala, Delibes y similares prestan su prosa de campanillas a las elucubraciones de este hombre, que saca películas con cierta periodicidad. Películas que inevitablemente huelen a Hollywood, a alfombra roja y a Goyas canijos, cuando no invisibles.
El cine de Garci, en palabras de un amigo, es rancio y perfecto, lánguido y pefecto, aburrido y perfecto. El perfecto es mío. El problema (mío, al menos) no es Garci: soy yo.
Luz de domingo, su última cinta, es una obra purísima, una recreación riquísima en detalle del caciquismo de principios del siglo XX en la España profunda, una historia de amores imposibles, violencia rústica - a la manera de Peckinpah en Perros de paja o más frontalmente Deliverance de Boorman, no hay excesiva diferencia - ejercida por señoritos de pueblo. Es una obra pura, sin dobleces lingüísticos, pero yo no sé si la pureza conviene al arte o, bien al contrario, estos tiempos modernos, aupados al vértigo, enfebrecidos por el amor al dinero y al lamentablemente insensible al talento si talento no apareja pirotecnica visual, guiones con truco en la última línea o asesinos en serie con conocimientos de mecánica cuántica y soltura en Kant y en poesía renacentista, no precisan películas de Garci. Es posible. Hasta el propio Garci (leí en algún periódico) quiere ver la cinta como una especie de western rural, castizo, hispano y masticado a la luz de una gaita.
El error está en mí, curioso lector: en el público hecho extensión de mis fobias y no en lo proyectado en pantalla. Garci hace de Garci como James Bond lleva toda la vida con chicas Bond y permiso para matar y fornicar en lejanas islas del estraperlo financiero. Su brecha es analógica, ya lo hemos dicho, el camino abierto es decimonónico lo cual viene a decir que en realidad no está abriendo caminos sino que está ingresando - película a película - en un admirable y hasta cierto punto legítimo túnel del tiempo, que le llevo a lo que hemos dicho: a Sirk, a Preminger, a Cukor, a todo el formidable cine hecho para que las generaciones futuras lo disfruten, admiren y consideren que éste - pixelado, digital, impecable en lo técnico, pero huérfano de alma- no le llega ni al primer rollo de bobinado.
Pensé al ver El abuelo en todo esto y de alguna forma lo cuento aquí ahora. Esta reseña - salvo el detalle estrictamente coyuntural del film - podría ser para la estupenda película de un estupendo Fernando Fernán-Gómez, fugado ya no sabía ni él a dónde.
El folletín ha vuelto: hoy, al menos, ha vuelto. Personajes abismados en sus penas y escasamente salvables, mundos de una rusticidad a prueba de movimiento, actores en estado de gracia (Carlos Larrañaga, al que no recordaba salvo por escenas sueltas de zapping rosa, está de Goya, que no sé si es mucho o poco). Luz de domingo (precioso título) no engaña a ninguno de sus dos potenciales públicos: el que sabe a lo que va y el que no tiene ni idea de quién es Garci y hasta qué punto es capaz de asombrarnos o de asfixiarnos a base de mesa camilla, estampas de época y diálogos impostados. El film, un larguísimo flashback, es - en el fondo, tal vez muy en el fondo - un soplo de aire fresco dentro. Curiosa paradoja: lo antiguo ilumiando lo nuevo, el arrebato clásico imponiendo su patrón al feeling moderno. Quizá por eso Luz de domingo merezca más de lo que (estoy seguro) va a recibir. La gente, esos dos públicos hipotéticos, está ya cansada del folletín abigarrado de la televisión ordinaria, nunca mejor escrito. Gente que no va a percatarse del alcance de esta propuesta, de su clima rupturista dentro de su estancamiento, y eso (a la luz de estos tiempos ya descritos) no está a la orden del día. El ritmo es el adecuado, la textura de las imágenes empalaga, pero conviene al decurso de esos acontecimientos que narra.





A pesar de todo, me imagino que el cuento continuará: que andará Garci ya a la búsqueda de otro folletín de época y buscando paisajes, localizaciones urbanas del siglo XIX en el XXI y caras que expresen lo que Galdós pensaba. No tiene que ir lejos: sólo tirar de filmografía, enchufar el DVD y ver su obra. La Historia del Cine está reventona de gente que no ha hecho otra cosa que la misma película. Abro turno de palabra. Garci es el candidato patrio para el galardón.

4.12.07

The eyes of the world are upon who ?




Let us be lovers we'll marry our fortunes together I've got some real estate here in my bag So we bought a pack of cigarettes and Mrs. Wagner's pies And we walked off to look for America Cathy I said as we boarded a Greyhound in Pittsburgh Michigan seems like a dream to me now It took me four days to hitchhike from Saginaw I've gone to look for America Laughing on the bus playing games with the faces She said the man in the gabardine suit was a spy I said be careful his bowtie is really a camera Toss me a cigaret I think there's one in the raincoat We smoked the last one an hour ago So I looked at the scenary she read her magazine And the moon rose over an open field Cathy I'm lost I said though I knew she was sleeping I'm empty and aching and I don't know why Counting the cars on the New Jersey Turnpike They've all come to look for America All come to look for America

(America, Simon & Garfunkel)

3.12.07

El caso Welles: El mal como cáncer




El thriller turbio bascula entre la introspección a lo Bergman - personajes atormentados que expresan sin lenguaje las aristas de su perturbada alma - y la consabida ración de clichés que perlan el thriller standard - personajes cuyo pasado importa escasamente -. El thriller turbio bucea en la moralidad de esa épica sucia, en la naturaleza del comportamiento humano. Importa más el origen del problema que su solución. Así es el personaje-enganche de este thriller más turbio que thriller que da a Richard Gere la oportunidad de redimirse de papelitos insulsos y ese sambenito irreconciliable con el olvido que es haber sido (ser, quién sabe) icono el star-system, hombre-objeto alrededor del buen actor que, en ocasiones, es. El perseguidor de psicópatas que interpreta ha acabado convertido en una especie de tarado obsesivo, en un hosco y asocial funcionario que ha convertido su oficio en una cruzada de la que es, por investimiento propio, héroe, adalid, estandarte y, sobre todo, ambiguo brazo ejecutor.
Lo escabroso del guión de El caso Welles (comportamientos perturbados, pederastas, escorados de la norma en general ) encuentra en su director (Andrew Lau o también Wai Keung Lau, autor hongkonés de las ya conocidas y sobrevaloradas tres partes de Internal affairs, el gérmen de Infiltrados de Scorsese) un autor metódico, empecinado en contar a la americana una historia de criminales sexuales y redenciones imposibles.
Afín a Seven en su vertiente tormentosa, en su epidermis purulenta, El caso Wells aporta una mecánica novedosa en el thriller de inspiración mística (el perseguidor convertido en aquello que persigue), un planteamiento estético cerrado, distante, articulado por la cargante (a veces) didáctica del sombrío y desequilibrado agente federal que interpreta un meritorio Gere, que únicamente parece feliz (es un decir) cuando rastrea pistas, escudriña escenarios del crimen o confirma la naturaleza inconmovible del mal.
El caso Welles es también un film de pretensiones modestas, a pesar de su elenco. El retrato de la vida privada de los abnegados funcionarios desplaza el previsible - y aquí casi inexistente - retrato de la vida privada de los psicópatas de turno, que no están suficientemente dibujados o (incluso)emborronados, carentes de autonomía narrativa. Todo eso hace que se haga pesado el metraje. Los demonios interiores del conjurado a impartir justicia enturbian su misión y lo arrumban a otra cruzada: la propia, la de un hombre perdido, batallando molinos, espoleado vagamente por la nobleza, pero abismado a la simple y tenebrosa venganza.

27.11.07

Time keeps flowing... (y III)

AL GRAN CERO

Cuando el Ser que se es hizo la nada
y reposó, que bien lo merecía,
ya tuvo el día noche, y compañía
tuvo el hombre en la ausencia de la amada.
¡Fiat umbra! Brotó el pensar humano.
Y el huevo universal alzó, vacío,
ya sin color, desustanciado y frío,
lleno de niebla ingrávida, en su mano.
Toma el cero integral, la hueca esfera
que has de mirar, si lo has de ver, erguido.
Hoy que es espalda el lomo de tu fiera,
y es el milagro del no ser cumplido,
brinda, poeta, un canto de frontera
a la muerte, al silencio y al olvido.


(Los complementarios, Antonio Machado)

Time keeps flowing... (II)


-Buenos días- dijo el principito.
-Buenos días-dijo el mercader.
Era un mercader de píldoras perfeccionadas que aplacan la sed.
Se toma una por semana y no se siente más la necesidad de beber.
-¿Por qué vendes eso?-dijo el principito.
-Es una gran economía de tiempo-dijo el mercader-. Los expertos han hecho cálculos.
Se ahorran cincuenta y tres minutos por semana.
-Y, ¿qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?
-Se hace lo que se quiere...
-Yo -se dijo el principito-, si tuviera cincuenta y tres minutos para gastar caminaría muy lentamente hacia una fuente.
(El principito, Antoine de Saint-Exupéry)

25.11.07

Derechos de autor

Leído en la red: grabar un disco de psicofonías no devenga derechos de autor.

Noir



Es probablemente el cine que mejor le sienta a mi infinita capacidad de asombro. El que destila más enjundia. El que se ajusta mejor a la pantalla y mejores ratos me ha dado en una butaca. El cine negro debe ser en blanco y negro, aunque hay excepciones de vistosos cromatismos (L.A. Confidential, hace pocos años). A ese cine regreso cuando me aturden otros. En él, cual feligrés que redime su descarrío a la vera de sus santos, me limpio y sobre él construyo mi particular santuario de iconos y de afectos. Esta fotografía (Crimewave, André de Toth, 1.954) habla lo que mis palabras no dicen. Sólo falta mirarla. Descubrir qué hay detrás. Cómo la historia, aunque no nos demos cuenta, está creciendo en la lluvia, en los autobuses que esperan pasajeros. ¿Serán Greyhound?

Soñadores: El burgués en las barricadas





Por edad y por preparación intelectual, carezco del acervo sentimental que me hubiese permitido ver Soñadores con otros ojos. Los míos no vieron el Mayo francés del 68. Mis manos no levantaron barricadas. Mi pluma no escribió panfletos y pasquines, prosa incendiaria para quemar la rutina y cambiar el mundo. Tampoco nací en Chicago en los violentos años 20 (the roaring twenties) y, en cambio, aprecio y me involucro en el cine negro y en los patrones que explicita. En todo caso el mayo francés, por contaminación cultural o precisamente por falta de ella, queda más lejos. La culpa la debe tener nuestra política de posguerra y la que condujo a España al aislacionismo por la obra y gracia del Caudillo y su régimen. Era más tolerable que un mafioso atracara un banco o que una pareja de delincuentes de poca monta sembraran de cadáveres cinco estados en el decurso de sus fechorías que un ideólogo revolucionario tranquilamente proclamara a los cuatro vientos su insumisión a la ley y su desprecio por las tradiciones, incluyendo Dios, la Iglesia y el Poder Establecido, normalmente a la fuerza.
Pero Bertolucci, que es un perro viejo, no ha retratado con nitidez ese mundo de política de universidad y compromiso con la libertad y con el progreso. O, al menos, no ha retratado únicamente ese aspecto de la trama, por demás, minúscula, casi insignificante.
La historia de los dos incestuosos hermanos que hospedan a un atractivo universitario americano a pasar unos días en el apartamento de París sitiado por el caos (es eso, al fin y al cabo, lo que supuso en esos turbulentos entonces la Revolución: un caos, una liberación, una combustión, un desorden muy planificado) deviene en un ejercicio de sexo enfermizo, nostalgia, descubrimiento de la propia experiencia como motor del mundo y, sobre todo, un fresco imponente sobre la construcción de los ideales que alumbraron la sociedad en la que estamos.
Tanta ambición naufraga: acaba siendo demolida por una visión frívola de las cosas, escasamente apegada a tan altos ideales. Soñadores no es El último tango en París, aunque algunos así lo contaran a beneficio de cinefilia de escaparate. Soñadores es poca cosa, en el fondo: tres niñatos con la vida resuelta que entretienen el tiempo entre eyaculación y progresismo, entre la Rayuela de Cortázar y los discos de Charlie Parker en el pick up. Correcta en exceso, aunque carnal en la demostración de las aventuras galantes de estos tres revolucionarios de diván, la cinta entretiene, suscita una interesante discusión acerca de lo que cuenta y de lo que, no contándolo, insinúa.
Aquel París que creó la Nouvelle Vague, el París del jazz y de la poesía de Baudelaire, del malditismo intelectual y de hippies ataviados con versos telúricos a lo Whitman y una absoluta falta de prejuicios en el terreno sexual (del que Bertolucci da buena cuenta con un trío protagonista entregado a escenificar esa promiscuidad sin pecado, ese activismo venereo que no sólo buscaba el temblor, la mera consecución del placer sino también la osadía de su ejecución, la temeridad de su propaganda).
Encomiable el Bertolucci obstinado en abrir una puerta que no está abierta casi nunca: la del cine como etiqueta cultural, como referente ideológico, como tesoro sentimental de generaciones que aprendieron a vivir y a amar con las películas. Eso lo hace aquí, y lo hace con apreciable naturalidad. Luego está el aspecto político, aquella Revolución que luego resultó - a pie de urna- un fracaso y que quedó como exabrupto a beneficio de inventario nostálgico o, a lo sumo, como asunto de conferencias y manuales sobre el Pensamiento Político y Social en el siglo XX, dicho así pomposamente. Así la película es un desfile de cuerpos que se aman, de cuerpos que aman y hablan, de personajes imposibles que ejemplifican (arquetípicamente) el tantas veces contado y homenajeado sentimiento de la juventud del 68: sexo, drogas y cultura...a falta del rock n' roll, menos bien visto que el bebop, el blues o la canción protesta, géneros más fácilmente canjeables por adhesiones. Lo que pasa es que estos héroes únicamente abanderan su burgués sentido del ocio, su instinto domesticado entre cuatro paredes que rezuman cualquier cosa excepto ganas de querer cambiar el mundo.
Isabelle, Theo y Matthew son, a posta, piezas sacrificables de la ópera magna que Bertolucci quiere mostrar: su utopía está en los libros, está en el cine y en los corrillos de pasillo después de una clase de Filosofía en la Universidad, pero estas utopías no impregnan la sociedad. La verdadera revolución requiere sacrificios, exvotos, piezas que se inmolan para magnificar el ideal, y éstas operan en un nivel inferior (distinto, frívolo en ocasiones), de relevancia menor. Isabelle, una vírgen díscola, una vestal con explosivos vértigos uterinos, ocupa mucha pantalla. Sobre ella se centra gira el texto completo de la cinta. Eva Green no es Jean Seberg anunciando el New York Herald Tribune en las calles. La joven entregada al ideal de la revolución es también una niña perversa que derriba tabúes y forja, a base de guiños cinéfilos y alambicados parlamentos sobre la libertad, la ética y la responsabilidad política, su propio desvirgue, que es realizado por el mejor candidato, un americano fascinado por el palique pseudo-revolucionario y muy versado en Mao, en John Coltrane o en Chaplin o Keaton.





El cine es voyeurismo puro. La cultura, también.

Con todo, una película agradable, bien hilvanada, carente de fundamentalismos y ocasionalmente cursi, aunque digna y atractiva.

23.11.07

Piratas del Caribe: En el fin del mundo: El modelo reventado





Hay franquicias, más que pelícuasl, que confinamos a la desidia: desidia al verlas, desidia al recordarlas, pero a las que acudimos envueltos en júbilo, reconocibles en el disfraz de consumidores golosos de cine de aventuras, con palomitas y griterío tres filas más arriba. Hollywood tiene en este capítulo de venta su ingreso más apreciable, pero no el más enjundioso. Piratas del Caribe: En el fin del mundo obedece a esa ya cansina fórmula de explotar ad nauseam las bondades bautismales del producto, esto es, la apetecible y fresca primera entrega. Porque esto de Jack Sparrow, Héctor Barbosa, Davy Jones o el aquí revitalizado Will Turner y la cohorte de espectros agusanados, bivalvos con derecho a parlamento y ojos de nácar que abren portales hacia dimensiones desconocidas no es otra cosa que un producto, uno de factura prodigiosa y medios técnicos apabullantes. Hasta aquí todo correcto: palomitas, piratas, tesoros, tentáculos y colores a tutiplén. La música no desentona y la figura del entrañable capitán Sparrow ya bien acomodada en el frikismo de ciertas nuevas generaciones, ávidas de héroes del cartoon moderno, personajes sometidos al vértigo del márketing y del merchandising ad hoc. Además de todo esto, la cinta entretiene, faltaría más, pero no tanto como (a simple vista) debiera.
Ese plus de entretenimiento lo tiene antes de que sus abnegados operarios desplieguen el magnífico atrezzo y se metan en algún laboratorio high-tech para que millones de cangrejos blancos muevan un barco por la arena del desierto, en la que es (con diferencia) la mejor escena de la cinta y casi de la completa serie, al menos para este cronista ya talludito, claro.
No puede uno acudir al cine con la certeza de que va a pasar un rato malo. En todo caso, salvo que tengamos la edad de mi hijo (diez años) vamos a perder - dicho con la boca pequeña - dos horas de nuestro siempre precioso tiempo, que bien podríamos haber consagrado a admirar la pureza granítica del Bogart de su mejor serie negra de los cuarenta o el magisterio de Siodmak a la hora de convertir un vulgar melodrama de fotonovela (Sólo el cielo lo sabe, Imitación a la vida) en un prodigio dramático digno de la mejor cultura clásica. Pero no desabarremos y regresemos al cangrejo nervioso y al engaño filibustero, al guión resbaladizo y al excesivo (cargante) acúmulo de historias ramificadas que, a la postre, enturbian una más sencilla comprensión del material narrativo primario. Al fin y al cabo, estamos ante una película hecha para adolescentes. ¿ O no es verdaderamente así?
La meritoria fascinación de las imágenes anulan toda minúscula reticencia. Hay escenas de una plasticidad sobrecogedora, dignas de perdurar en la memoria de cinéfilos sin prejuicios y público menos exigente, en general. Quisiera yo ( y a veces cuesta, lo sé) ser espectadora de más fácil contento. El barco en la arena, el sampán volando entre las estrellas o las ánimas condenadas que navegan en chalupas por un oscuro mar lleno de ululantes presagios y misterios maravillosos, dialogando con los vivos, son pastillitas con mucho saber en esta larguísima colección de retales que acaban, por obra de un montador iluminado y un directo ciertamente responsable, en una película pasable, discretamente pasable, cuando (a la vista de lo aquí expuesto y sentido) podría ser un rollo monumental, una afrenta al cine de aventuras y un desprestigio a la inteligencia de esos adolescentes que pagan religiosamente un buen puñado de euros para que la Industria (ese ente cuasifantasmagórico) le moldee la imaginación y les construya, a falta de Julio Verne, Robert Louis Stevenson o Emilio Salgari, un inventario accesible de héroes.
Toda la gran maquinaria de efectos especiales y el alambicado humor que trompicaba genuino y juguetón los argumentos de las anteriores entregas mengua aquí escandalosamente. No existe continuidad, pero sí cierta complicidad. Quienes no hayan visto esas cintas muy mal lo llevan para meterse en la piel (costras y pústulas, si se prefiere) de ésta. Fue tal vez mi caso. Me perdí en la historia y tuve que ser rescatado en varios ocasiones para reencontrarme con la trama y llegar airoso al final, tan grato siempre.
La identificación con los personajes (cimiento de toda literatura infantil o juvenil de calidad) pierde el fuelle de antaño. Sparrow, el jocoso y bufonesco capitán, ha sido desdibujado y carece ya de ese perfil gamberro, histriónico y locuaz y hasta la damisela de alcurnia que deviene pirata que interpreta sosamente Keira Knightley está perdida, a pesar de su buen fajo de líneas, en una trama farragosa, en deuda excesiva con la historia que la fragua y reducida a un fracturado compendio de sketches solventes, pero inevitablemente aburridos.
Hay una voluntad de sofisticación que anula los mecanismos primarios del cine de piratas, impregnando el conjunto de una tal vez poco prudente tendencia al espectáculo grandioso sin atender al espíritu elemental de las cosas, a cierta sencillez muy conveniente para entusiasmar, sin agobiar, para entretener, sin quebrar la paciencia del espectador.
La trilogía finiquita aquí su periplo por taquilla y por escaparates de juguetería. La explotación comercial no finaliza: el pirata prosigue su andadura por los mares de la ganancia y la forja de un mito. Las épicas funcionan ahora de otra manera: se adscriben a lenguajes menos líricos, aunque de una contundencia plástica brutal, carente de referentes sólidos y basados en modelos literarios de altura, sustentados en enmarañadas intrigas que estrangulan la fluidez de la trama y obstruyen toda posibilidad de verdadera disfrute.
Mención última y mención aparte es la presencia inquietante del mítico guitarrista de los Rolling Stones, Keith Richards, que acudió al set de rodaje ebrio y poco dúctil a dejarse llevar por las órdenes del director. ¿Qué querían?



"... caminito que el tiempo ha borrado" (En la muerte de Fernando Fernán-Gómez)


Tal vez, en este caso, no exista la condolencia, ese trámite lingüístico en el que uno mide y pesa las palabras como si el exceso o el defecto condenaran a quienes las pronuncian. No existe porque Fernando Fernán-Gómez, aun cercano, al que incineraron hoy, no deja de ser - incluso en el pesar de su marcha - un representación icónica, una persona y también un personaje, con su ademán de máscara y su camuflaje en los cientos de personajes que ha interpretado a lo largo de su vida. Fernando Fernán-Gómez, como Bette Davis, como Fernando Rey, como James Cagney, como Henry Fonda, ha sido siempre un hombre eternamente vinculado a una pantalla. Da igual que fuese de televisión o de cine. O un hombre de letras, que también solía yo leer su columna en los suplementos dominicales de El País. Hace mucho tiempo, demasiado quizá. Nunca lo vi en teatro. Luego está esa dramaturgia formidable que han construído para festejar (es un decir) su deceso. El tango. Enrique Morente. Las mesas de bar antiguo con las copitas de anís y el café humeando. Falta Umbral, falta Cela, que tampoco están y eran amigos de café y cháchara en un bar.
La tristeza, en estos casos, es siempre asunto menor. Nos queda la fortuna de la memoria. Escenas sueltas de películas. La voz genuina que parece estar aquí ahora mismo. Eso tenía este hombre. No tuvimos otra opción que ésta: el cine, los libros, la ahora lejana tertulia que TVE le dio para que trajese a los amigos y departieran sobre paganismo y héroes románticos, sobre vida y obra de santos o sobre la vigencia del bufón como moderno animador socio-cultural. Él fue un bufón prodigioso, un cómico comprometido con los clásicos y un continuo investigador de las nuevas corrientes estéticas y cinematográficas. Sólo hay que ver sus últimas cintas y el regalo que Garci - que no es santo de mis muchas devociones - le brindó con el papel de El abuelo o Cuerda en La lengua de las mariposas.
Se ha ido para no volver, claro. Tampoco tenía excesivas certidumbres acerca del negro porvenir que le esperaba en el turbio más allá que tantas veces escenificó y al que entregó su talento. Venía a decir (ahora han repuesto el sketch en una especie de documento biográfico, La silla de Fernando, firmado por Trueba y Alegre y ahora convenientemente recuperado) que ninguno de sus muchos amigos ya difuntos iban a recibirlo en las alturas celestiales, en el limbo de la fe, en la Derecha del Padre o en el éter metafísico de la vida eterna. Descreído, pagano y escasamente apegado a creencia religiosa que lo distrajera de menesteres de más enjundia. Y lo contaba Fernando con un convencimiento y una naturalidad pasmosa, carente del histrionismo que bordaba en las tablas. Así que hemos despedido casi del todo su persona quejosa y humana, ese aire chulesco de hombre infinitamente cabreado contra el rigor de todos los absurdos y las gilipolleces que le rodeaban. Explicaba que valía más granjearse la antipatía ajena que un exceso de mimos y cariños que, a la larga, molestaban y le robaban la intimidad y el esparcimiento que requería una vida tan rodada y vivida. Ya no está. La farándula (una palabra preciosa) ha perdido a su emperador.

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...