31.10.23

Una biografia

 


La vida da las previsibles raciones de espanto.

Da la impresión de que se cuida a veces de no excederse,

de no permitir que todo inexorablemente sucumba

sin antes habernos hecho sentir la fascinación, 

el asombro, algún escorado júbilo, necesario y modesto, 

que justifique el trayecto y anuncie, con voz clara,

en letra bien legible, con vehemencia limpia, 

la rara joya que los días ofrecen 

para distraernos del hosco desenlace,

del súbito sueño que, ominoso, estalla.

Shine on you crazy diamond


Yo fui Syd Barrett diez minutos. Supe del éter y de las voces en la cabeza. Aprendí el rumor de las moléculas intrépidas. Vi los tejados de Londres desde las nubes de los primeros poetas lisérgicos. Comí almendras de mil novecientos doce en un templo birmano. Sentí en el pecho el canto de aves estinfálidas hasta que un olor a cebolla muerta me hizo suplicarles que callaran o que me devoraran. Conversé con ángeles más hermosos que todas las pastillas de colores del bolsillo de mi novia de dientes de morsa. Trepé los muros de una finca en Formentera para ver unas gallinas que me habían hablado en un sueño. Bebí las lágrimas de mi padre cuando el cáncer lo partió en doscientos trozos. Leí Alicia en el país de las maravillas con los ojos cerrados, con la boca abierta, con mi cabeza muerta. Abrí mi corazón para que entraran las hormigas trémulas y los bastardos de los pubs de Whitechapel. Crucé la campiña inglesa en un Mini con el fantasma de William Blake. Me encerré en un apartamento de Chelsea con treinta guitarras y un millón de libras esterlinas. Compuse una suite interestelar que sonaba como una canción de rameras en un music hall. Me vestí de bardo gótico para que los pájaros volasen en mi boca. Lustré mis botas altas con la saliva de la reina de Inglaterra. Comprendí la mecánica de los astros. Amé el humo de las fábricas de todas esas ciudades comidas por el gris de la muerte. Me fascinó ver un pulpo comer hierba en la palma de mi mano. Miré una caja de cereales como se mira a Dios. Descreí de los apóstoles que alimentaron el alma de mis ancestros cuando escuché blues en un viejo tocadiscos que mi padre arrumbó en un sótano. Fui pretencioso, fui solemne, fui un tarado. Escribí una canción de cuna al encontrar la luz de la inspiración en el viento al cimbrear los sauces. Forniqué con mí mismo, me conduje hacia la absoluta liberación de la carne. Padecí la lujuria de las flores muertas. Me afeité las cejas para ver a mis amigos grabar un disco estúpido que vendió millones de copias. Me puse gordo como una buena foca cuando el ácido ya no me hacía ver el naufragio de los colores ni la tristeza del cielo. Fui un gnomo, fui un bufón, fui un brujo. Viví en el limbo y luego me mudé al vacío. Aprecié mi cabeza irregular y la cuidé hasta que ella se separó del tronco. Fundé la banda de rock psicodélico más importante del mundo. Reparé el fuego con las heridas de los mártires. Descubrí el secreto demasiado pronto. Cabalgué sobre la brisa de acero. Toqué la flauta a las puertas del alba. Fui sedado, fui la estrella sin rumbo, fui el negocio roto. Nadé en una pecera. Somos sólo almas perdidas. Tenemos los mismos miedos. Vemos los mismos fantasmas. Cantamos las mismas viejas canciones frente al fuego del invierno. Yo moriré a los sesenta sin haber abierto la boca. Tendré el pelo al cero. Los ojos desquiciados. Algunos amigos dirán que fui un diamante loco. Me dedicarán canciones hermosas. Desearán que estuviera con ellos, pero siempre anduve lejos. Cambridge era un planeta dentro de un fragmento de mi cabeza irregular de chico guapo que toca la guitarra y escribe melodías de la luna. La felicidad era tocar a mis gatos Pink Anderson y Floyd Council. 

29.10.23

Dos poetas


 Sitios en los que uno no puede estar, tantos, tan lanentados; momentos que se escapan, palabras que no se escuchan, abrazos que no se da. Toda esa música invisible. Todo el fulgor. Alfonso, César, qué inconveniencia la topografía, qué obstáculo el de los mapas, que imponen distancias, que sancionan la voluntad de quien únicamente cree en el deseo. 

Todos los poetas del mundo

 


Es la luz la que nos hace avanzar, pero la oscuridad la cierne. A veces la luz no fascina en absoluto. Quizá porque está a mano o porque no se le concede importancia. Prospera la idea de que lo que está muy visto no asombra, como dejó escrito Vicente Aleixandre. Las historias bien iluminadas, las que todo lo muestran, no son las favoritas del público. Es lo oscuro lo que gana adeptos. No ver, no saber, no desear ver o no desear saber, viene a ser lo mismo. A mí no me asustó nunca la oscuridad. Creo que de pequeño avanzaba a ciegas por casa, sin encender la luz. Me dejaba llevar por las sombras, que son destellos, restos de lo que la luz ha batallado con la oscuridad. Ese combate ha existido siempre. Se han escrito miles de libros, se siguen escribiendo. Todas las religiones provienen de esa encarnizada lucha. No hay ningún dios que no se apropie de la luz y la resuelva suya y haga que brille en su mano. La misma literatura es un inventario frágil de esa tentativa de luz que deviene sombra o viceversa. La poesía es el arte sublime que todo lo condensa y a todo le da nombre. Las palabras cercan la luz y cercan la sombra. Al poeta le incumbe el registro de todo lo visible, pero es en lo invisible en donde más se aplica, hacia donde se encamina su espíritu más sensible. Luego están los fotógrafos. No todos ejercen de poetas. Hay algunos que lo son en grado extremo. Absorben la luz y la sombra, el júbilo y la desdicha, el caos y el orden. Todo lo entienden, en todo se esmeran. Avanzan a veces a ciegas, como cuando yo era pequeño, pero saben lo que hacen. Los admiro. Igual que al pintor o al escultor o al músico. Se trata de extraer de donde en principio nada parecía haber. El arte es la sublimación de lo invisible. Da igual que sea la felicidad o la tristeza. Todos los fotógrafos ejercen de poetas cuando disparan. El hecho mismo de disparar, la idea misma de que sea el disparo lo que hace que la imagen se detenga. Como una muerte previsible, creativa, lúcida, iluminada, limpia, perfecta. Empezar un poema es dar con la luz adecuada, saber que el paisaje recién descubierto nos ha traspasado, invadido, colonizado, convertido en algo que le pertenece. Como si formáramos parte de él. Como si faltara nuestro aporte para que se cerrara, pero no se cierra nunca. Está abierto, pide que se le continúe. Que alguien lo haga perdurar en la memoria de alguien. 

Elogio del insomnio

 




Cada insomnio es distinto al resto y todos son el primero. En eso coincide con la idea de familia. Quizá ambas cosas compartan cierta sensación de fragilidad y de intimidad, de asunto muy personal que no puedes airear sin que algo tuyo, íntimo también, acabe revelándose, adquiriendo rango público. En el insomnio urge proveerse de distracciones. Como en la familia. No puede estar uno expuesto absolutamente. No sé si hay insomnios felices e insomnios infelices. Todos los males que devastan el mundo provienen de no saber aprovechar las horas de insomnio. Pesan como una condena, duelen como una condena. El insomnio tiene mala prensa. En ese hilo de las cosas, la misma vida podría tener mala prensa también. Si no se sabe ocupar, la vida pesa y duele como una condena. Si conciliamos el sueño, si tenemos el cuerpo lo suficientemente cansado, la vigilia es dulce y no andamos en el temor de que caiga la noche y no sepamos qué hacer con ella

Eso me dicho K., me ha confesado que duerme mal o que duerme a trozos o que duerme sin tener la certeza de que está durmiendo en verdad, como si le contaran que lo hace, como si todo perteneciese a una trama que no es suya, ni a la que puede acercarse y convenir a su antojo. A K. le conmueven todos esos conflictos interiores. Ingmar Bergman y él se habrían caído bien, habrían dejado unas cuantas cosas claras en la barra de un bar, en la confianza de que no hay mejor evasión que la de hablar, decir uno esto y luego lo otro, escuchar y dejarse convencer o escuchar y no dejarse convencer en absoluto. 

Las palabras que usamos son también una cosa frágil e íntima, le digo. Las que usas hablan de ti por encima de lo que las mismas palabras cuentan. Como si usar ósculo en lugar de beso dijese exactamente en qué momento te perdiste, cuándo decidiste no seguir por el camino marcado y tomar el que nadie esperaba. Son las palabras las que no te dejan dormir por las noches. Se te van acumulando, se van inclinando, diciendo de ti lo que ni siquiera conoces

27.10.23

Plegaria para pirómanos, Eloy Tizón / Contar el fuego


"Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer..."

Julio Cortázar, Rayuela, capítulo 73



Contar

No tener nada contra la incoherencia hace que uno adore la última entrega de cuentos de Eloy Tizón. Ese afecto por lo que no tiene un hilo o por lo que, si enhebrado, termina por deshacerse o por ir a su antojadizo capricho no es descuidada, sino que exhibe diligencia, obediencia, un tipo de disciplina que, si no se presta atención, puede no parecer que comparece (perdón por la aliteración) o incluso, a ojos de un lector desprevenido o desatento, que es deliberadamente omitida, como si el autor se conminara a desquiciar el relato y desconcertar a quien lo lee. 

Muchas vidas, una vida

Los cuentos de Tizón en esta Plegaria son deliciosamente incoherentes. La misma vida lo es. De hecho, por más que parezca una, son en realidad muchas y se entrecruzan conforme se viven. Las vidas de Erizo, una especie de encantador álter ego del autor que hace de escritor o de fotógrafo o de oficinista según la historia en la que se cuele, son parecidas a las nuestras, son la mejor exaltación del hecho literario del cuento, género idóneo para representar esa fragmentación de nuestra existencia en la que, siendo uno solo, terminamos por ser innumerables extensiones de esa unidad poco maleable, de la que conviene zafarse para que irrumpa un narrador generoso, que ambicione no disponer de un modo de contar único, sino que se arrogue la facultad de no ser previsible o de asombrar (el verbo imprescindible para que exista la literatura) o de armar una novela sin que parezca que haya una novela y creamos tener (tendremos que discutir sobre eso) un libro de cuentos. Ver los vasos comunicantes entre todos ellos es tal vez la manera de que nos convenzamos de que la historia que Tizón nos cuenta posee nueve capítulos y que unas partes rozan con otras o se eluden, pero (no sólo por el recurrente Erizo) todas ellas pueden ser comprendidas como una en particular. Como una sinfonía que se exhibe en movimientos, una que no sea demasiado pomposa, creo yo, pero ajustada a su canon. Como una catedral de la que apreciamos primeramente las piezas que la conforman antes de que descubramos que el edificio es enorme y los recoge a todos. Hay intersecciones, algunas intrincadas. Quien narra Anisópteros, el séptimo de los nueve cuentos, es uno de los protagonistas del quinto, Mi vida entre caníbales. Hasta Erizo fue novio suyo. 

Un aleph

Escribiendo uno, en ese oficio difícil o fácil, según de qué se escriba o incluso cuándo, querría haber sido dotado de esa naturalidad que posee Tizón. Su compromiso con el cuento (vaya usted a saber qué es eso) es absoluto y no se cohíbe a la hora de recabar todas las herramientas con las que vestirlo. En Dichosos los ojos se las compone para aturdirnos con uno de los más hermosos inventarios de cosas que no se han visto y que el narrador, al rendir en ese escrutinio, declarándose ciego al final de la entrega, confiesa que espera descifrar "cuando al fin empiece a ver". ¿Dónde está el cuento en lo que no lo parece? Me envalentono y respondo, sin saber mucho, como tanteando: está en la perra que gime cuando le arrebatan los cachorros, en la pecaminosa vecindad de la tumba ginebrina de Borges con la de una fulana, en el maniquí desnudo que turba la mirada de quien observa el escaparate, en la torre herida por la hiedra, en todas las cartas que siguen llegando al 221B de Baker Street, en la lentitud de los pinares, en la congelación de los salarios (transcribo a vuelaojo) o en las lágrimas de Nuestro Señor Crucificado en el sótano de un teatro de vanguardia. 

Todos somos Eloy Tizón

Hay que leer sin planes, por saber, por consolidar lo sabido, por mera curiosidad también. Hay que escribir sin planes, por saber, por consolidar lo sabido, por mera curiosidad también. Leer a Tizón es renunciar a ser únicamente un lector: hay un escritor afantasmado en cualquiera que de pronto dé con la llave que abre la puerta de la cabeza de quien coloca las frases y las mima o las desatiende o les permite avanzar sin que nadie las aleccione o las censure. Es un festejar continuo de la palabra este libro: las invita a que se liberen y den de sí lo que buenamente puedan. Como si no hubiera un autor, como si el lector fuese añadiendo una tras otras todas esas palabras que finalmente no parecen grumos, estériles trozos de algo, sino una construcción sólida y paradójicamente sin acabar, licenciosamente accesible a que se alargue.

Los infortunios de una pulga

Plegaria para pirómanos es un homenaje a la misma literatura. Las tramas que lo componen son a veces macguffins en los que los personajes avanzan sin que exista un hilo desde el que tirar. En Mi vida entre caníbales el acontecimiento primario de la historia es ajeno a la verosimilitud o a su contrario: importa más el transcurrir de lo que cualquiera pudiera apreciar quien desde un afuera ignora los mecanismos internos del inconsistente adentro. El lector es la pulga que ocupa una parte del cuento y de la que se explica el proceso de amaestramiento. Su condición obstinada la hace saltar para franquear la altura del tubo en el que se la introdujo, pero se da invariablemente con la tapa que lo cierra. La pulga, pulga pero no tonta, aclara el narrador, aprende a saltar sin que su cuerpo tropiece con ella. Poco a poco entiende que debe hacer bien los cálculos y evitar lastimarse. Cuenta más no perder la vida en el empeño de escapar que el hecho liberador de escapar de la cárcel que la retiene, pero he aquí que cuando se quita la tapa del tubo, la pulga renuncia a probar saltos más arriesgados. "Podría, si quisiera, fugarse con toda facilidad; nada se lo impide; es libre". Los cuentos de Tizón contienen esa enseñanza magistral: la de quedarnos en ellos, la de no desear que la reclusión finalice y la historia tenga un final. Somos pulgas amaestradas: preferimos que se nos confine a que alguien nos ofrezca la posibilidad de huir. La literatura es ese espacio tenebroso en el fondo, pero decididamente buscado, aceptado sin más consideraciones. La vida está afuera, pero no hay otra mejor que la vida falsa en la que sabemos que no recibiremos ningún castigo o que nada perturbará nuestra plácida existencia penitenciaria. Con el tiempo, el buen lector decide prescindir del salto: permanece con los ojos abiertos, espectador privilegiado de lo que algún diosecillo benefactor (aunque cruel en el fondo) nos cuente sobre la periferia. 

Escribir es perseguir patos

"Una jaula de patos se abre, se escapan todos y tú tienes que atraparlos". Así que el lector también debe esmerarse en que ninguno quede sin devolver. El mérito de Tizón es obligarnos (bendito recado) a que aprendamos a perseguirlos. ¿Los hemos cogido todos? No, por supuesto que no. Quedarán algunos por ahí, no sabemos qué infortunio o gracia hará que otros los alcancen. Un cuento nunca es de quien lo escribe. Todos los cuentos del mundo se contienen en una de esas bandadas de patos que torpemente (con esa gracia que tienen) avanzan hasta que de pronto alguno descubre que puede izar el vuelo. Tizón hace cuentos aéreos: sus patos están entre las nubes, patos siderales algunos. Todos los que escribimos cuentos sabemos que los patos están en la cabeza, no son de verdad. Ni los cuentos. Por eso podemos dedicarnos a leer muchas veces los mismos cuentos. Porque no son el mismo cuento. A la mentira a la que se encomendaron le han salido nuevas alas. Ya es otro pato, vuela más alto, te hace volar más alto a ti, eres finalmente uno de esos patos. No sería extraño que un personaje de uno de estos cuentos fuese yo mismo y necesitara más tiempo para encontrarme. Lo que no sabemos es si fuimos nosotros los que metimos los patos ahí dentro. El azar hace que vayan por aquí o por allá. Habrá una lógica interna en su azaroso vuelo, pero hay una voluntad clara por parte del autor: los patos están donde él los puso, son suyos, están amaestrados. Como pulgas, aunque alguna se obstine en seguir saltando y se lastime. 

Metaplegaria

El fuego habla con el fuego sobre el mismo fuego. Un conejo se reconoce conejo y se da la más alta de las consideraciones personales hasta que de pronto otro conejo le informa de que todos los conejos llegan a esa conclusión en uno u otro momento de su vida. En los cuentos de Plegaria para pirómanos creemos leer los primeros cuentos. Como si nadie nos hubiese contado nunca ninguno. Es un territorio virginal. Somos puros, somos inocentes, somos castos. Pero poco a poco vamos quemándonos: un incendio nos hace querer salvarnos o nos hace querer sacrificarnos. Somos el conejo (también la pulga y el pato) que ha encontrado el placer no en roer con sus dientes la maravillosa zanahoria, sino en comprender que la zanahoria es inagotable y que nosotros, mientras la mordisqueamos, somos inmortales. La narración dentro de la narración a la que Tizón acude en muchas ocasiones (juegos sencillos que se enredan cuando se han comprendido de verdad, paradójicamente) es una invitación a la lentitud como herramienta de conocimiento. No porque escarbar la tierra de estas historias cueste y hasta parezcamos no dar con la raíz y creer que no podemos llegar más adentro, sino porque su belleza (la hay a espuertas) precisa un demorarse, un ir despacio, un no desear que la zanahoria se acabe y descubramos que no hemos saciado el hambre. 

Tizón, aforista

Una de las mejores cosas que a un apasionado lector y esforzado escritor de aforismos le puede pasar es que un libro, sin que uno lo espere, sin que se pliegue a ellos con expresa dedicación, los contenga en abundancia y sean añadidamente espléndidos. "La escritura es una modalidad es una modalidad de entrenamiento que sólo sirve para entrenarse más". También la vida. "Cuando la belleza te ha tocado de verdad, ¿cómo podemos seguir tolerando el mundo?". (Mi vida entre caníbales) Al esa vida, la llama "un puñado de arena luminosa" (Ni siquiera monstruos). 

Cómo contar lo que no sabemos cómo contar

Luego está la manera de escribir. A veces a brochazos. Paletadas bruscas. Palabras como colores. Hay un cielo que da "la impresión de que lo han obtenido retorciendo un trapo añil hasta chorrear la pintura". (El fango que suspira). El que narra, más que escribir, parece que habla o que se habla. Todo es un prodigioso monólogo, parece a veces. Si yo me lo cuento, puedo llegar a entenderlo. Si no, ni siquiera lo olvidaré. No habrá entrado, no habré tenido conciencia de que ha ocupado mi atención y he sido testigo. El escritor es uno de esos espectadores que han sido agasajados por el don de transcribir la intimidad de las cosas. Es todo tan íntimo en las cosas que suceden (no muchas, algunas, todas) en las nueve historias del libro. En Agudeza leemos: "Tengo un grifo mental que no se cierra nunca". El milagro consiste en permitir que ese fluir sea del agrado de quien se desagua. Contrariamente al aserto de Rilke, Tizón no se hace pobre al hacernos a nosotros ricos: creo que se cuida bien de que el esfuerzo (lo será en algún sentido) haya valido la pena: él sabe, él tiene la sensibilidad requerida para que la realidad se abra de piernas y permita que la cubramos y nos vertamos en ella. Es un volcado lírico, es un ejercicio de una sensualidad no siempre promiscua. Nos preguntamos si sabremos contar lo que no sabemos contar. Para ofrecernos una respuesta que nos consuele o que nos disuada de que sea de verdad una pregunta importante, nos arriesgamos a contar como no lo hicimos antes, nos obligamos a ser otro, dejamos el escritor que somos y el lector que somos y hasta la persona que somos para mirar al fuego desde dentro. El pirómano es un exégeta de la ceniza. Tal vez su enfermedad provenga de un exacerbado amor a ella. Como si escribir fuese arderse uno, exponerse a que las llamas lo devoren y empezar a buscar las palabras del fuego cuando ya no queda fuego. 

Una pirotecnia visual

Hay imágenes deslumbrantes que no abandonan a quien las ve, entremetidas unas con otras, como una cama a la que cubrimos con una pila de sábanas o de mantas hasta que el grosor desangela la idea que tenemos de una cama y el objeto que miramos es otra cosa, pero una cama. "Un bebé dormido encima de un neumático en un campo de amapolas". (Ni siquiera monstruos). Algunas crujen; otras, cuando se las piensa, una actividad arriesgada ésa, son de una ferocidad que intimida: pienso ahora en unas salpicaduras de sangre jacksonpollock o eran de café, creo recordar. (Cárpatos). Pum. Un disparo. Un disparo no es nada. Un descorchar de una botella en el pabellón de veraneo. "Un estornudo de Dios". En un cuento alguien puede morir sin que esa circunstancia arruine la sobremesa de unos comensales en la que se chismorrea hasta que anochece. Al alce hay que matarlo. Descuartizarlo. La historia puede ser una aventura vivida o un sueño fabulado. Una cosa es indistinguible de la otra. La ficción es una secreción de lo real. O es al revés. Lo grotesco tiene la misma caligrafía que lo sutil. Hay dry martinis para quien alcanza cierto nivel. Como si se pasan pantallas en un juego. Todo el libro es una especie de tentativa de épica a la que se ha extirpado toda posibilidad de épica. No hay héroes. Ningún cuento exhibe esa musculatura fértil, esa osadía en la consecución de un propósito. Los personajes son enternecedores. Son criaturas de una apostura tímida. Se dan, pero se guardan: piden que se les considere, pero prefieren guarecerse, no tener que despertarse con la sensación de que la muerte les rondó y lograron zafarse.  


Erizo

Aparte de su alegre incoherencia, Plegaria para pirómanos es un libro incompleto. Todo buen libro debe contener incoherencia y incompletitud. Hay casas que se vacían (El fango que suspira) como libros que se acaban. Queda de ambos un delicado poso, una especie de vacío al que incorporamos palabras para que no acabe por desvanecerse. Los habitantes de la casa desalojada estarán en otro lado, en otra casa, pero los personajes del libro (que no tiene forma de casa, pero lo es de un modo absoluto)... ¿dónde están? Fascina que, no estando, no dejen de martillear la memoria. Como fantasmas de una pequeña orquesta tropical o uno de esos combos felices de verbena que van de pueblo en pueblo alegrando las plazas y las gentes. Ahí está Rizo, esa criatura adorable, frágil, obstinada en medrar en lo que sea, en creer suya la facultad de contarse el mundo en una soberbia primera persona, un tímido (Agudeza) que se las compone para que ese mundo esté a su entero servicio, aunque se desmorone ante la eclosión del amor o el atropello de una señora junto a él o se declare fan de los finales cerrados en las historias y luego las deje intimidatoriamente abiertas, exhibidas con esa lujuria de lo que todavía no está bien contado y se deja coger de la mano para que prosigamos el camino. ¿Dónde está Rizo ahora mientras yo apuro el café de la mañana? Estará largándose de algún lugar. No se habrá despedido. Llevara una chaqueta verde musgo. Con coderas. Historiada. Es la historia del grifo que no para. "La inquietud en la yema de los dedos". Un hombre irresuelto, mal aconsejado casi siempre. De los que tienen un mejor amigo y un segundo mejor amigo. Cuenta con ellas. Sus historias son las suyas propias, aunque las cite de memoria e incurra en desacatos a la restitución de lo real y termine haciendo que aflore el escritor. Se verá que Erizo es una especie de Tizón al que se le ha permitido superar la timidez y contar cosas que le importan, sincerarse. Venga, amigo, siéntate, te voy a escuchar, le decimos. Entonces Erizo se explaya. Cómo lo haces, con qué soltura, con qué resolución. A veces le pierdes el hilo. Incluso crees tenerlo más tarde y notas que se ha ido de nuevo. Será la incoherencia de las tramas, su desenfoque narrativo, esa especie de viaje que propone en el que pareces alejarte, pero estás en el mismo punto o, bien mirado, pareces no haberte movido y, sin embargo, estás cada vez más lejos y no sabes volver. La buena literatura (incluyo el adjetivo para concederme un regalo) precisa que no haya brújula que la guíe. No saber, no preguntar. Basta meterse en la sesera de Erizo. Olerá a carne quemada. El fuego la quema con pasmosa lentitud. Olerá a sudor. Porque las palabras, cuando se les exige que den de sí lo que puedan y se esmeren en no dejar nada atrás, sudan.

Cohen

El cuento que más he leído (no sé las veces) es una carta, una confirmación de un susurro. Qué precioso es. Querida Marianne. Así empieza. Luego no acaba. Es lo que tiene que un poeta te escriba la confirmación de un susurro o de una plegaria y haga balance de los días de la condena y de la salvación (los del poeta con su guitarra, los de los barcos que parten de China cargados de naranjas) que pasó contigo y de los que hizo más tarde conmovedoras canciones. Que para eso es Leonard Cohen y está de vuelta de casi todo y no tiene gana de continuar el viaje, sacar la maleta de debajo de la cama, ponerse el reloj en la muñeca y el sombrero en la cabeza y echarse a andar de nuevo. Prefiere esta etapa de contemplación y de columpios vacíos. El partisano de la gabardina se deja cortar el pelo cada dos o tres de semana. Lo haces bien. Una botella de Restina. Pulpo para la cena bajo el emparrado de la pérgola. Aceitunas kalamata. Flan al postre. Lo de encender velas a dioses prematuros (cito de nuevo al poeta metido en poeta metido en poeta) lo apunté en el bloc de notas del móvil para que no se me olvidara. De vez en cuando me sorprendía yendo al trabajo pronunciada ese verbo y ese rutilante complemento directo, que para eso soy maestro de lengua, eso he escuchado. Encender velas a dioses prematuros. La utopía del amor es su verdad prematura también. Y hay tanto amor en ese cuento que dan ganas de llorar de alegría, de verdad. Las cosas, si no tienen sentido, dan más juego. Ah Marianne, recordarás esa película italiana "en que un grupo de amigos se reunía en el salón de una villa en el campo para escuchar grabaciones de sonidos de la naturaleza: la lluvia, el trueno, el viento entre los árboles, los pájaros. ¿Sabes a cuál me refiero?. La paradoja residía en que habrían bastado unos pocos pasos para salir al aire libre y disfrutar directamente de todos esos sonidos". En cierto modo, eso es lo que hace Tizón al hacerse pasar por Cohen o por Erizo o por cualquiera de todos esos fantasmas interpuestos a los que acude cuando despliega su festín literario: nos hace que escuchemos los sonidos de la literatura cuando bastaría dar unos pocos pasos, salir al aire libre y aplicar el oído con vehemencia y abrir los ojos con desmesura para que la realidad (esa literatura sin conformar todavía) nos consuele, nos conmueva, nos duela o nos haga sentir los seres más dichosos, los que han estado todo el tiempo en el centro mismo de un milagro. Alguien abraza a un extraterrestre en la cubierta de un ferry. Alguien mete su pelo en el cuenco de la sopa. Alguien sabe que en un cuartel de bomberos de California hay una bombilla que no ha dejado de parpadear desde 1901. "Más de un siglo de titubeos". "... el amor, una de las cosas eternas que menos dura". Otro aforismo excelso, aforista. Escribir un libro, retomo al partisano, requiere ser primeramente un niño y saber que ya eres adulto cuando lo acabas. La vida tiene ese mismo trayecto vital. La escribimos a ciegas, con inocencia, con ligereza, con la párvula precisión de un niño al que se le ha dado un don y lo reconoce y es hospitalario con él un día y otro y otro más hasta que da las gracias, al final de la historia que se ha comprometido a contar, las da al universo entero: "Gracias, gracias por la tristeza". Eso tienen las plegarias. Que son tristes, en el fondo. Qué serena disciplina la del escritor cuando se ha hecho mayor y nos hace crecer con él. Qué atrevimiento cuando nos propone atrevernos. Gracias por hacernos caer. Ya sabemos que "a partir de cierto punto todo es caída". También que nos engañaron con la de la forma y el fondo en las clases de Literatura en la Universidad. La forma es fondo. ¿O nos lo dijeron? Se lo tengo que preguntar a alguien que prestara más atención. 








26.10.23

lagartija invisible me nubla la sangre

 



en la noche sin aristas obscenamente galopo un cuerpo, un verbo, una gota de luz que hiere la soledad, aquella herética promesa de fulgor, el brillo adolescente, el deseo sin argumentos, el vértigo inmenso de una vida, pero la voz anuncia sangre, sangre novicia, sangre perturbada, todos esos obscenos años de oleaje y grumos, los años de los pétalos y de la ceniza, todos invitan a pétalos, todos tutelan ceniza, tensar entonces el arco del azar, tan ajeno, la ponzoña en el metal, mírala, es tu espejo, cómo evitar la diana, dónde esconder la muerte tan estricta, la inútil fuga, la inocencia posee su palacio de invierno, su fuente ávida, su costumbre de hacer que el cuerpo desciende a su semilla, los días son números, habrá de cesar el cómputo, hay un un poema donde el amor procura alminares, báculos, pero aquí estamos, esto de no ser más que tiempo termina por enfermarnos, conserva la luz vestigios de un fuego antiguo, rumores de oro en el aire, vi adentro arder templos, la luz como Ícaro tensando de pájaros el cielo, la negra siembra de ceniza, la memoria acaba siempre por aturdirnos, son las viejas averías del alma, no terminan de irse, el invierno ofrece rigores espléndidos, la noche era un muelle y yo disimulaba el rubor en tu cintura, así los dos alumbrando prodigios, cópula sin contención, aire que estalla en el aire, la noche con alas como un arco bien tensado galopando furiosamente mi espalda, qué importa el pecho comido por los pájaros, qué dulzor delincuente el júbilo de estos desatinos, la edad nunca está de nuestra parte, era entonces dios el borde preciso de una palabra a punto de ser pronunciada, vibran a lo lejos las palmeras, está la noche cinemascope, va tras un rastro de caricias, el alma es polen, es semen, es un salmo, se le empiezan a encender a la noche todas las preguntas, dijo el poeta, una urgencia me escala el pulso, lagartija invisible me nubla la sangre, llueve de nuevo, yo sé que lejos de ti invadirán mi corazón las algas, como el río que se adentra en la noche, como la luz busca altura, como el oleaje, trémulo, repone su semilla, así mi amor te nombra, los días precisan su obediencia, el acatamiento de su discurso, la anuencia de su herida, da miedo pensar que se acaba muriendo uno sin haber sido héroe o temblor en unos dedos avaros o rosa que se yergue porque sí, ven esta noche,, tengo ese disco de chet baker que tanto te gusta, la vida siempre acude a la boca del náufrago, así nombra el sol, la arena, las hélices herrumbradas, he codiciado un extravío lentísimo de pájaros en un sueño, mis dedos tan pequeños profanando el silencio con tus dedos

25.10.23

Comer buey, tener fe, Osaka



              Ilustración: Carlos Schwabe, El fauno, 1923 (tomado de César Rodríguez de Sepúlveda)

Espuma cosida al verbo. La sal es torpe. Ignora el llanto. Las gaviotas trenzan una blonda en la fuga del aire. El pecho de una mujer joven todavía se acompasa al baile loco del agua al precipitar su temblor antiguo en la orilla. El mar es entonces tatuaje. Alguna vez quisimos navegar así la piel elemental de los recuerdos. Prende la luz y avienta un olor a mañana gris de miércoles mientras un vértigo de melocotón mordido jalea seda en el mismo brocal de la sombra. Cunde en el aire la saliva del amante ágrafo que manuscribe un temblor de nube en la orfandad de las olas. Pálido el rumor del agua, latido hueco. Vellón boscoso que huele a pistilo. Sangre sin brújula. Vino el amor a quedarse y la música ungió un cuerpo con parábolas y con pequeñas caracolas. Tengo fe en la infancia. Tengo fe en los primores del candor novicio. Hay un niño de mil novecientos doce en algún lugar, estará pensando en el futuro, estará imaginando prodigios, estará feliz, cuenta la ignorancia, el futuro es un despropósito, querido niño de mil novecientos doce. La melancolía aspira a mudar su canto en susurro. El sol alivia la longitud sin consuelo del aire. Cuesta meter el fuego en la voz. Duele la evidencia del mar cuando no se escucha ni tiende a los ojos un horizonte azul como un abrazo. El mar es un zapato si se discute la utilidad del oleaje. El mar es entusiasmo azul y las playas son niños con los ojos abiertos. También la aristocracia del pobre, la concreción sencilla de su anhelo de esplendor. Apostarse frente a él y escudriñar su inagotable afán de infinito es comprender la fragilidad y la belleza del mundo. Se tiene del mar la propiedad de lo fugaz y de etéreo. Hay un coro de ángeles delicadamente coronando un cielo de un fulgor que arrebata la mirada y la turba. Todos los años son de mestizaje, madre. Un fauno puebla mis sueños. Un fauno con la cara de Willem Dafoe. Todos los faunos de todos los sueños tienen su cara estragada, como de gárgola o como de demonio contrariado. El fuego era de artificio solamente. El cautivo indaga con un dedo la naturaleza mágica de la poca luz que la tarde abandona por entre un hueco de una piedra que no ajusta con otra piedra. El polvo es precioso, dice bajito. El dedo se ha hecho a moverse por la luz. El dedo es un demiurgo. Danza, parece. El cautivo nota el cosquilleo de la luz piel adentro. Ha notado que en los días grises el dedo es gris o que arde cuando el verano se esmera en serlo. No lo sabemos con certeza, pero Walt Disney tenía una oreja napoleónica. La otra no era tampoco una oreja al uso. Tengo sueño, apenas duermo. Me duele la espalda, me duele un adjetivo al que no di aprecio ayer y se me está soliviantando en un sueño. Tengo un amigo que verá desde el puente de Brooklyn la resurrección de todos los cisnes. Se les ve en el aire, se esmeran en que se les vea. Tengo fe en el barítono croar de las ranas. Tengo fe en la suave brisa del céfiro. Tengo fe en la vigilia. Uno de estos días comeré buey en Osaka. 

24.10.23

Flambear un pato

Flambeaba un pato escuchando música de cámara mientras ella miraba un cielo sin nubes y los perros olisqueaban un pájaro muerto al que ayer vimos demorarse en el alféizar de la ventana desde la que la niebla del jardín fragmentaba la luz en trozos del tamaño de un corazón arrebatado a la sangre, cumplido de vértigo, del que más tarde ella hizo un poema para que yo lo recitara con delicado arrobo, con la dulzura del amor puro, cuando, alentado por el embeleso del fuego, una epifanía ocupó mi pecho y lo hizo temblar como una nave a la que el oleaje sacudiera en el espasmo más fiero del mar o como una flor a la que el libar de una abeja promiscua la colmara de pura felicidad sin término, pero ella me interrumpe, me increpa, balbucea, toma la palabra, que será frágil, me dice que en el cielo sin nubes el azul es de pronto negro, que la noche se ha echado encima, que la inminencia de un milagro es un milagro, aunque eso lo dice titubeando, tan acostumbrada que está a que yo la censure si abre la boca y dice lo primero que se le ocurre y yo no puedo seguirla hasta donde quiere llevarme, todos esos sitios que no vienen en los mapas o a los que nadie va nunca, salvo ella cuando se empecina en hacerme comprender alguna de sus revelaciones, ella las llama así, distrayéndome de lo que ande haciendo, un pato flambeado a veces en el jardín mientras la música de cámara, un Brahms, un Schubert, un Mozart, cualquiera de esos iluminados a los que nadie apartaría de su propósito último, el de abrir las puertas de lo sublime, el de hacernos sentir que hay algo de verdad hermoso sucede continuamente, aunque uno insiste en comedirse, en no festejar tan de antemano la irrupción del milagro, pero ella es más impresionable, todo la sobrecoge, cualquier circunstancia la impresiona o la turba, sí, es más la turbación, esa conmoción de los sentidos que desajusta su corazón o su cabeza o lo que quiera a lo que confíe el entero desempeño de su sensibilidad inagotable, tan de extenuar a quien asiste a ella, un poco por amor y otro poco por costumbre, como suele suceder a la mayoría de las parejas, me convenzo de lo que pienso al verla arrugar la nariz, tanteando en el aire el alma del pato, desatendiendo el cielo, que se ha alfombrado de nubes, mirando con súbito temor al pájaro muerto rondado por los perros, ese pájaro del que nada sabemos, tampoco del pato, son vidas inapreciables, las tomamos como un dios releva a sus criaturas del aire y las hace comparecer en su corte celestial para que ella las salve y acoja en el poema que leo sin ver que es un poema, sin distinguir las cesuras, el cómputo de las sílabas, la música interior, que no será culta sino elemental, como la del aire al combar una rama en un árbol o la del lamento inaudible del pájaro cuando el vuelo cesó y se precipitó en el jardín y los avaros perros lo olisquearon por si el sabor les saciaba o por sustracción, qué sabrá uno de lo que un perro censura o acoge si no yo mismo sé otra cosa que no sea flambear un pato mientras escucho música de cámara con ella mirando un cielo sin nubes y unos perros olisqueando un pájaro muerto al que vimos demorarse en el alféizar de la ventana desde la que la niebla del jardín fragmenta la luz en trozos del tamaño de un corazón arrebatado a la sangre, cumplido de vértigo, del que más tarde hacer un poema para que yo lo recite con delicado arrobo, con la dulzura del amor puro, cuando, alentado por el embeleso del fuego, una epifanía ocupe mi pecho y lo haga temblar como una nave a la que el oleaje sacuda en el espasmo más fiero del mar o como una flor a la que el libar de una abeja promiscua colme de pura felicidad sin término.

22.10.23

Perro semihundido


 

                                                 Perro semihundido, Francisco de Goya, 1819


Está el perro sin terminar todavía, se aprecia su indeterminación, se le ve arrojado, no obstante, atisbando el horizonte, olisqueando el aire ocre en el que podrían volar unos pájaros que no se nos ha permitido ver. La realidad está en lo que no vemos, en lo que sustrae para que el ojo fabule o para que la incertidumbre ocupe toda nuestra atención y no haya nada que decir cuando nos retiramos y no haya perro ni pájaros en el cielo entenebrecido. Sentimos ternura hacia el perro incompleto, imaginamos sus ojos columbrando un punto indistinguible de los demás puntos, pero próspero en su afán de entenderlo o en la más sencilla voluntad de alcanzarlo. Qué podríamos saber sobre lo que barrunta la cabeza de un perro o la de quien lo observa con escrutinio infatigable, con paciencia y con oficio. También están el que lo mira o el que lee a medio terminar, indeterminados, tal vez observados, leídos. Como si una verdad estuviese a punto de ser revelada y estuviese en nuestra mano dar con las palabras que la impongan al silencio. Porque es del silencio el lenguaje. Porque somos misteriosamente el pájaro y el perro, el cielo empobrecido y la tierra que lo anhela  


21.10.23

Un breve lamento

 


                                                 (Hopper)

No contar con alguien que nos frecuente el ánimo cuando flaquea y lo ice hasta que roce la panza del cielo en pura algarabía. No contar con alguien que concluya nuestros poemas y les de el aire bucólico de las grandes epopeyas pastoriles. No contar con alguien que arrime un fuego consolador a esta gélida evidencia de uno mismo. No contar con alguien que tenga en la mano un sextante con el que nos consuele de la incertidumbre celeste. No contar con alguien que desabotone el silencio. No contar con alguien nos traiga de vuelta a casa después de una curda con absenta y quebrantos. No tener alguien a quien hacer entender el placer de las malandanzas. No contar con alguien a quien confiar el descontento por las horas vacías y por las palabras huecas. No contar con alguien a quien colmar de endecasílabos mientras duerme. No contar con alguien con quien pasear los parques como si de verdad el mundo acabara donde los parques terminan. No contar con alguien con quien danzar en un sueño. No contar con alguien con quien festejar la existencia de los abrigos de recio paño leonés en esas crudas mañanas de invierno. 



 

20.10.23

La ceniza de las palabras

 Hemos creado las condiciones necesarias para echar abajo todo lo que tanto costó levantar. De hecho, no sería un acto pensado siquiera, sino precipitado por cualquier circunstancia, alentado por la inercia, hasta inocente. El no saber de algunos acaba siendo lesivo para quienes sí saben, para todos los que antes se afanaron en hacer mejor el mundo que no verían. El hombre es un animal sin memoria. Basta que gruña para que de pronto aprecie gruñir. La civilización es un idea frágil, se viene abajo a poco que se la roza. No sólo no hemos aprendido nada, sino que se ha asentado la idea de que no hay deseo alguno de que aprender sea algo verdaderamente útil. Es un cuerpo enfermo la sociedad. Hay zonas devastadas por el cáncer a las que no se mira. Se cree que el tumor no alcanzará las partes limpias, pero la metástasis avanza, el mal que ha escombrado el paisaje lejano se encomienda igualar el mapa. Hay ciudades abandonadas, hay muertos olvidados. Se nos informa de su ubicación, nos consterna el caos que las asola, pero difícilmente sentimos que nos concierna todo esa ruina. Las ciudades quebradas y los muertos anónimos quedan en representación, en ficción, en una especie de simulacro. Ayer pensé en desentenderme de la remisión constante de noticias, pertenecer al gremio de los ignorantes, pero mi indolencia cívica o moral (ambas de la mano, tal vez indistinguibles una de otra) no me hará más feliz. Estamos en la ceniza de las palabras. No las usamos, no tienen predicamento, no cuentan para convencer. Creo que estoy escribiendo el mismo torpe texto desde que descubrí que no he hecho nada para que gruñir no sea el lenguaje al uso o para que los escombros (los de las ciudades, los del corazón) sean la nueva representación del paisaje. Desolación, hartazgo, tristeza. Ese convencimiento cada vez más profundo de que no es amor lo que nos profesamos, sino otra cosa más atávica y más lamentablemente adictiva. 

19.10.23

Mecánica de los cuerpos no gravitacionales


Hay una disciplina en la belleza, un orden secreto que aprendió del caos, una urdimbre sin usura que humea como disparo, pero voz adentro, el olvido arde, lo inasible arde y el tiempo, oscuro, gesta su mecánica de impedimentos, su pulso de óxido y olvido, su costumbre de negar la cordura. Así un cansancio dulce nos invade. Así la belleza vela su códice exacto, su antojadiza maquinaria sin propósito. Caudal alentado de brío, agua sin aljibe ni rumbo. Luz que pulsa vida.

18.10.23

Elogio de los títulos perfectos

 Hay libros que poseen títulos perfectos. No hay amores fáciles es uno de ellos. Lo vi hace pocos días, no sé dónde, la verdad. No recuerdo el autor, alguien me lo dirá ahora, ni la portada. Tampoco tengo un especial interés en leerlo. No porque tenga alguna razón para rechazarlo o para acogerlo. Tengo una montaña de libros que leer. Los tengo más a la vista que los leídos recientemente. Les he puesto un orden, algo parecido a un orden, debo aclarar. Cuando los miro, advierto que hay algo malo en esa costumbre de aplazar las cosas o en la de no tener ninguna certidumbre sobre si se podrá acometer lo acordado con uno mismo. De los planes que hago, con más o menos convicción, con mayor o menor vehemencia, cumplo una parte pequeña. Los otros, los que no obtuvieron el escrutinio favorable, los cubro con ahínco. No dejo que me torturen, no permito que se aparezcan de improviso y perturben mi sosiego. Últimamente he alcanzado cierta armonía conmigo mismo a la que estoy tomando el aprecio que antes no concebía. En realidad es eso a lo que aspiro, una especie de sosiego interior. No creo que haya felicidad más perdurable que ésa: la de saber que estás bien contigo y con el cosmos. He estado a punto de retirar la alusión al cosmos: siempre está el temor a que alguien piense en que copio a Coelho y deje de leerme de inmediato. Los prontuarios de éxito personal, los que se venden en los grandes almacenes, arrasan en ventas. Queremos recetas, buscamos bálsamos fáciles para alcanzar la felicidad o para encontrar el amor perfecto. Los amores fáciles duran días, menos a veces. Sirven como título estupendo o como slogan para un anuncio de colonia por el Día del Padre. Un amor fácil no acaba roto nunca. En todo caso, se fractura, le sobreviene un indisposición súbita, pero no entra en ese trance complicado de no saber si volverá a latir o si el latido, de producirse, tendrá un compás extraño, como una tos persistente en mitad de la noche. Los amores que más cuajan son los postreros, todos los que concurren cuando se sabe uno ya de vuelta de otros, que no prosperaron. Por mucha atención que se le haya prestado, al amor no se le tiene todavía pillada la mecánica. Ni cantantes de boleros ni poetas con el numen subido. No hay manera de que podamos tener entera propiedad suya. Vamos así, entre el amor fácil y el complejo, entre lo frívolo y lo solemne, sin saber en qué concentrarse, con qué entusiasmo acometer la irrupción de los dos, sin entender bien cómo trasegar con ellos y hacer que nos hieran poco o no lo hagan nunca. Se conforma el ánimo con observar las baldas esplendorosas, todos esos libros, todos esos milagros sin abrir. En alguno habrá unas líneas que disipen las dudas o que las cancelen definitivamente. Mientras tanto, en la incertidumbre, en esa niebla dulce, abrazamos el claro abrazo de la mañana (esta ha irrumpido temprano, cada día duermo menos) y anhelamos que nada la perturbe. Ahí asoma. Sin título. Perfecta. 

Un fuego que respira

 Afuera está el vértigo y está la fiebre, están sin otro propósito que medrar. Lo hacen con empeño. Se izan, avanzan, ganan peso. Afuera el frío y la duda, su ejército furioso, su aliento sin cobijo, pero dentro no hay quebranto, se obstina el alma en guarecerse de la adversidad, en aplazar su asedio, en censurar su desacato. Adentro persiste el asombro. Adentro la nieve sucia, su barro sin adjetivos. Un río de ceniza, la vida. Un viaje secreto. El fuego entonces como única patria. 


17.10.23

Elogio del desorden

 



                   Jean Piaget, en su despacho


En parte, sin entrar en consideraciones serias, me encanta ser desordenado, es un estado natural en el que me desenvuelvo con paradójico orden, pero hace unos años, en un día cualquiera de verano, me pillé un rebote considerable cuando no hubo manera de que diera con un disco de Charlie Parker que no tenía registrado. No abdiqué, insistí, me calmé como pude y encontré otro de Parker que me alivió. Fue entonces cuando me propuse inventariar los discos y las películas que hay en casa. Abrí una base de datos, me armé de paciencia y metí con ardoroso fervor todos los títulos y el lugar exacto en donde dar con ellos. Rehusé meterle mano a los libros. Rehusé proceder con los libros. No creo que me envalentone nunca, tampoco me preocupa. Fue una decisión razonada, fue un acto deliberado y asumido. Prefiero no saber si Benedetti está a la vera de Melville o si La Celestina comparte anaquel con Poeta en Nueva York. Cuando deseo releer un libro, paseo la vista por las baldas, me recreo en los lomos, saco uno con el que convivo unos días y lo restituyo después a su sitio, que bien podría ser otro, no es importante esa quebradiza estancia. Amo el orden, pero me roba el tiempo que puedo disponer para disfrutar de las cosas que ordeno. Por otra parte, el orden excesivo abotarga el ingenio, lo reduce ostensiblemente. No lo digo yo, lo dicen psicólogos de fuste. El desorden implica libertad, y ésta fomenta la creatividad, vienen a decir. Una habitación en la que impere el caos, cierto caos, en todo caso, es más entretenida que otra en la que la pulcritud reine. El segundo principio de la termodinámica es la entropía, que viene a ser el desorden inherente a un sistema. La misma naturaleza, a pesar de su geometría interna, de su patrón invisible, exhibe ese desarreglo, ese tumulto a veces sólo irritable para quien se fuerza a repararlo. En todo caso, quizá interese que un poco de orden acuda de vez en cuando. Puesto a ser completamente sincero, admito que el orden o el metodismo o la creencia en que organizados se vive mejor es más productivo para la sociedad, hace que la prospere con más firmeza, pero no para uno mismo. Da igual que de pronto no sepa dónde está el disco de Charlie Parker acompañado por una orquesta de cuerdas (uno con un dibujo soberbio en la portada, recordaba). Da lo mismo que en lugar de escuchar ese disco en concreto termine por colocar en la bandeja del reproductor otro que, por una u otra razón, me ha convencido de igual manera. Mi amigo Rafa me refirió el placer que contiene el momento en que de pronto das con el disco anhelado, esa plenitud absoluta, o la felicidad (leve y pasajera, como todas) que supone encontrar un disco que no sabías que tenías. Quizá valga la pena el desorden únicamente por ese hallazgo, por el milagro de la improvisación o por la pura y hermosa incertidumbre. También se puede afirmar (con cierta contundencia) que el tiempo invertido en ordenar a veces no es rentable, no aporta ningún signo de mejora en la calidad de vida que andamos buscando. No sé si el ideal es la mesa de Einstein. Parece que estaba así cuando el científico falleció y así alguien quiso registrarla en honor suyo. En lo personal, en el ámbito doméstico, soy un desordenado eficiente. Sé con más o menos certeza dónde andan las cosas, aunque llevo casi toda mi vida con una especie de culpa por no poseer una certeza mayor o incluso una absoluta. Me aterraría ese control total, ahora que lo pienso. De todas formas, en la otra mitad del escritorio tengo abierta la base de datos y me he levantado metiendo algunos pocos discos que anoche, fatigado, ya no quise registrar. Cuando en un año o en dos o en diez desee escuchar Charlie Parker with strings sólo tendré que abrirla y teclear el nombre. Dirá que número tiene y yo sabré en que balda o en qué funda buscarlo. Ahora, cuando cierre el editor del blog, antes de desayunar, me lo pongo bajito, para no despertar a los demás y empezar la semana con un poco de swing, por favor. 

16.10.23

Elogio de las metáforas

 


Lo que sé del corazón no se lo debo a la ciencia. Ninguna información anatómica o médica relevante, ninguna evidencia cartesiana valdrá más que la poesía romántica inglesa, un cuento de Benedetti o una novela de Patricia Highsmith. No hay lenguaje de más probado oficio que el de las metáforas. Ninguno que ilustre más sobre lo humano que las tragedias de Shakespeare o la gran novelística rusa del XIX. A ellas, a las metáforas, a su revelación prodigiosa, confiamos el entendimiento del mundo, pero la revista Science es un recetario de prodigios al modo en que lo es un libro de Kavafis. Del cerebro dice que es elegantemente simple. Que el mapa de alta resolución de su maraña sináptica respeta un orden. Del corazón no he leído nada parecido. A lo sumo, a veces, se le encomiendan labores más pedestres, de menor calado pasional, aunque haya boleros con más desgarro interior que El libro del desasosiego de Pessoa. Se le concede el rango de brújula espiritual del universo. Como si el desorden del cosmos proviniese de los espasmos de su funcionamiento, de ese hermoso mantra de percusiones privadas que produce para que yo ahora escriba y usted lea, para que percibamos el olor del campo recién llovido o la belleza incuestionable del vals número dos de Shostakovich. 


El cerebro es el hardware, pero yo sigo fascinando por el software. Es en esa parte de la trama en donde entra a escena el corazón, órgano al que se le han venido atribuyendo las bondades sobre las que se construye el mundo. El amor, que mueve el sol y las estrellas, como quería Dante en su Divina Comedia, el corazón de las canciones del pop o de esos boleros nace en ese músculo impresionable, en ese incansable (hasta que lo colapsamos y no continúa) aparato tímido, colosal, sufrido y mágico. El corazón que delata y el que silencia. El corazón dolido o el que lame con dedicación la fortuna. El corazón de los blues del delta y el del tango a media luz. Son muchos y hacen que la tierra gire.

Del alma no se ocupa Science. El día en que unos cuantos lumbreras de los laboratorios (benditos sean, benditas sus cavilaciones, bendita su abnegada vocación de progreso y cultura) anuncien el mapa del alma, uno cartografiado en una resolución sublime, me paso de la poesía a la ciencia pura y dura. Dejo de leer a Gamoneda, al que vuelvo menos, del que me canso más, por cierto, que fue para mí un maestro en ese aspecto durante una temporada, y me pongo las gafas de cerca para aprender el porqué de la elegancia sencilla del cerebro o las razones científicas que hacen que pierda el sentido escuchando  la poesía al piano de Bill Evans, pongo por caso, y no brinque con el reguetón (al que ayer Mick Jagger valoró una brizna en una entrevista) o las capsulitas de felicidad de un coelho o un bucay (ah, salieron, por fin salieron, queridos Navarro y Ferrer)


Si exponen el mapa del alma habremos unido dos mundos aparentemente congeniables, pero de difícil sutura, el de la materia y el del espíritu. O los habremos destrozado para siempre. Se les habrá extirpado el lado noble, el alquímico. Arrasados los jardines, devastada la palabra, el poeta escribe ecuaciones. Logaritmos que en realidad, mirados de cerca, semejan alejandrinos. La poesía, que pulsa la cuerdas del universo. Uno mismo, leyendo poesía el sábado por la mañana nada más levantarse, como si no tuviera cosas de más importancia que hacer y no tuviera un libro en donde están todas esas necesarias cosas bien anotadas y estabuladas. Todo lo que sé del corazón, lo que hace que lea poesía, hace que ame a los demás y desee que un poco de ese amor de los demás me impregne un poco también a mí. En ésas andamos. Se escribe para que lo amen a uno. Ese es en el fondo el ánimo que acciona la escritura. Contar para que cuenten con nosotros. Decir para que se nos diga. Puro feedback. Ahora vamos al lunes, que es poético si se le mira bien. Que sea poético el vuestro. Que esté pleno de metáforas. 

15.10.23

Breviario de vidas excéntricas / 48 / Elisenda Argüelles

 


Tengo de mi abuela el gesto de gárgola. A mi padre lo apresaron en la guerra por escribir alejandrinos procaces. Era de alto decir su verso y las mozas bizqueaban al oírle declamar en juegos florales y en verbenas de barrio. Está la madre en el zaguán cosiendo unos calcetines. El dedo gordo del hijo ha ido por libre. Tienes que cortarte las uñas, ya tienes edad. Una no puede gastar la mañana en tus cosas, bastante tengo por hacer. Ayer tu padre llegó con un siete en el pantalón, dice que no sabe cómo se lo hizo. Está siempre a lo suyo. En sus poemas. En faldas. Una vecina se para en la puerta, la cruza, no es la primera vez, esas cosas pasan. Las puertas, si no están cerradas, dejan de ser puertas. Que ayer te echamos en falta, la Luisa ha dicho que hoy a las nueve sacamos las sillas, tenemos que pensar lo que vamos a hacer para el domingo. Elisenda, la casa te va a comer, deberías arreglarte un poco. Qué poco os miráis los Argüelles. Todavía recuerdo a tu madre. Ni para morir pidió que le pusieran un vestido bonito. Los días corren como las nubes. La madre contesta con la cabeza, ni la mira siquiera. Sí, ha pensado. Irá sin ganas, nunca las tuvo. Hay que arreglar la iglesia. El cura no se fija en esas cosas. Tendrá quien le zurza los calcetines cuando las uñas se pongan levantiscas y den trabajo. Dios descuida las uñas de sus apóstoles. Lleva un año en el pueblo y se le ve poco. Hace unas homilías preciosas. Qué voz, qué claro primor en el aire casto del templo. Una vez llamó a casa. Huele toda la calle a gloria, señora. Tiene usted en la cocina la mano de mi santa madre. Le pusimos un plato, pidió otro, bebió sin descomponerse, hasta festejó la bondad de la tierra al dar el vino al hombre. Tras el postre, se encendió un buen puro y apestó la casa. Papá no es de iglesia y no abrió la boca. Por no decir lo indebido. Por la madre. Si no estuvieras con esas chismosas que tienes de vecinas, tendrías tiempo para arreglarte un poco. La Luisa es un veneno, acabará por enfermarte. Hoy me duele la cabeza, no estoy para pensar mucho. La madre tiende arriba la ropa. Da el sol. La luz se enseñorea en el aire. Ella se queda como ida, esta bonita con el resplandor de la tarde dorándole el pelo. Tarda siempre en bajar, creemos que abajo todo le cansa, creemos que ha encontrado un sentido al danzar loco de las nubes. Cualquier día me voy, dice a veces si él no está. Tengo una prima que me escribe. De pequeñas, soñábamos juntas. Era cerrar los ojos y cogernos las manos para que de pronto todo cobrara sentido. Las aguas con su secreto. Las montañas con su misterio. La preñó el boticario en un descuido. Madre dijo que la criatura tendría gesto de gárgola. Ni la vimos irse, no ha vuelto. Tiene la letra bonita en las cartas. Hace las mayúsculas con una soltura parecida a la de la madre cuando tiende la ropa o cuando barre el patio. Nosotros la miramos como si fuese un ángel. A veces la despertamos con una canción que nos enseñó cuando niñas. Ella hace que el mundo gire. El padre no mira el cielo, está ciego, está sordo. Huele a barro. A escombro. A humo rancio de tabaco. A mujer. A compadres de taberna. A sudor de animal cansado. La hermana dice que la saque de paseo. Mamá no me escucha. Ha subido a tender la ropa. No bajará. 

14.10.23

Breviario de vidas excéntricas / 47 / Bruno Covarrubias

Uno de estos días, sin aviso, como quien sale a la calle y saluda apreciativamente a cualquiera con quien se cruce, como quien coge un vaso del lavavajillas y se le cae y se hace añicos, mi amigo Bruno Covarrubias se nos muere como hizo en 1982 en la tormenta que ocupó el cielo del Vicente Calderón de Madrid y Keith Richards, cerrando casi el concierto, hizo el riff de Start me up o como hizo al ver a una novia suya que no veía desde la universidad pasear la Playa de las Catedrales de la mano con un señor que le doblaba la edad en una tarde de frío invierno o como hizo cuando se falló un premio poético de relumbrón y sus Adelfas indecisas no merecieron la distinción merecida o como hizo el día en que le dije que me casaba y dejaba de ser un fijo en las parrandas por el barrio, cerrando bares, cuarteando el hígado. Sus muertes incontables no preocuparían tanto si no supiéramos que alguna será la definitiva, pero Bruno es fuerte como la lejía y revive a su manera, con gracia y desparpajo a veces, con pesadumbre otras, como cuando golpeó la caja del ataúd en el tanatorio y pidió un café solo y la prensa deportiva del día, por ver si su Atléti había hecho las tareas. No sé qué ha pasado desde que pasé a mejor vida, dijo. Ponedme al día en el bar de enfrente. O cuando, desdiciendo el luctuoso anuncio, tocó en el pasillo del hospital el hombro del médico que nos contaba había sufrido un fallo multiorgánico tras la colisión de la moto con el bolardo de aquella calle tan estrecha, quién mandará hacer así las cosas, la gente de ahora no tiene cabeza para el ordenamiento urbano. Prefiero morirme sin molestar demasiado o sin sacrificar un órgano de interés, Luismi, creo que estoy abusando de vuestra paciencia, me ha dicho hoy, apurando un café en una de esas terracitas que nos gustan. Su renovado afán por vivir ha sido objeto de estudio en prestigiosos foros médicos. La ciencia no da crédito. Un cura del barrio dice que Bruno es el ojito derecho de Dios, que no desea retirarlo tan pronto y le confía una y otra vez el limpio caudal de la sangre para que perseveren los milagros, que están en franca decadencia desde que la gente ha dejado de creer y las iglesias están vacías. Yo lo miro sin envidia. Me da pena, en el fondo. Me lo imagino en mi sepelio. Qué buena persona era Luismi, no he tenido amigo mejor. Una vez trepamos a un muro para corretear unas gallinas cuando pequeños y vimos a la hermana del Sebas en pelota picada dándose el simulacro de una ducha con la manguera bajo el asombro pícaro de un árbol. Yo estaré de cuerpo presente, vestido para la ocasión, las manos cruzando sobre el pecho, los ojos cerrados, afeitado como un novio en el día de su boda. No es Bruno de pensar en sentar la cabeza y buscar mujer a la que hacer traer hijos al mundo. Dice que ya es bastante que haya un ser tan excepcional como él, no vaya a ser que no se muera nunca y su prole, por lo de la genética, por los primores de su imbatible corazón, tenga que sufrir la sensación de inmortalidad. Es muy chunga, tío, me ha confesado hace un momento, al despedirse. Una de esas noches de insomnio y ensimismamiento que tenemos los poetas sin laurear probaré a descerrajarme una andanada de perdigones en la cabeza. Padre dejó una escopeta en el altillo. La limpio de cuando en cuando, por si me da por procurarle un uso razonable. Temo que tan sólo afee el cráneo y se me aconseje no salir de casa, por asustar a los chiquillos cuando juegan en la plaza. Una tía soltera mía se quitó de en medio al reemplazar la leche por matarratas en el café del desayuno. Daría unas arcadas, se le descompondría el gesto plácido con el que besaba a los sobrinos y caería al suelo como un fardo, pero Dios tiene otro cometido para mí. Me lo susurra en sueños. Bruno, haré de ti un heraldo de mi causa. Bruno, los coros infantiles de las asociaciones cristianas entonarán un cántico en tu nombre. Durarás más que Mick Jagger.
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13.10.23

vigilia

 


ah el presente, los que vigilan el tiempo lo ignoran o le confieren la vigencia de lo inasible, el rumor de un súbito crujido, es la niebla la que avanza, la niebla como una lagartija al escalarte el pecho, ella se apropia de la voz y adormece las palabras en el aire, las arrulla y luego las desecha, en ocasiones el rumor desangela el aire mismo y hace residencia en la luz, desde arriba te observas y traduces a lo que entiendes lo ofrecido, está la sangre y están los verbos, furiosamente la sangre y furiosamente los verbos, la niebla arrojada como un dios de los bárbaros, la fiebre rivalizando con el vértigo por la posesión de tu sombra, desde adentro escuchas la niebla incontenible, la luz gangrenada, la pobre evidencia de los años ganados al olvido y sacrificados ahora, el rumor sin alivio de que no hay nada más y todo acaba cuando los ojos no ven y la voz no dice, algo no obstante subsiste, el mapa por donde discurren los milagros, su alfabeto oscuro, el futuro con su savia, la memoria con su orquesta, los tiempos dulces y los de la tiniebla, la levedad prescrita como un cáncer, el cuerpo comido por un insecto obstinado, el alma barrida por el peso infame de todo ese dolor, los dientes abriendo la herida, cuesta respirar y los libros siguen cerrados, la luz también cerrada, las palabras en el aire buscan quien las tutele y adiestre, así fui conociendo el corazón que me cuenta a los demás y dice que soy la extremidad extirpada de un cuerpo ya en fuga al que no es posible invitar al festín de los sentidos, oigo el corazón en la bruma, atiendo al corazón entre las luces, me esmero en complacerle en lo que puedo, él procura que no me pierda ni lo extrañe, así los dos como una exquisita pareja de baile, así la música hechizando el verbo, así los años herrumbrando las cosas, los días persiguiéndose, la palabra empeñada en explicarme, en decir quién soy o a qué he venido, el poema como una espuma salvaje lamiendo la playa que ha besado el mar, el cielo finge arribe, la tierra no consuela abajo

12.10.23

Hay un bosque

 A un mundo roto se le cubre con otro hasta que el primero no se ve por las capas que lo ocultan. Ninguno dura lo suficiente como para preocuparse mucho, ninguno deja huella, ninguno se precave del venidero, ninguno al final importa. Escuchamos las bombas, de qué podríamos hablar hoy, me pregunto, como quien escucha la inminencia lejana de una tormenta y sabe que durará poco y otra la reemplazará. Ya no miramos la tormenta, ya no cerramos las ventanas y echamos la llave a la puerta, ya no rezamos para que amaine, ni contemplamos la devastación cuando se aleja.  El de hoy es un paisaje renovado sin tiento ni esmero. Un mapa de un mapa. Humo que oculta el fuego. Una mancha con otra se tapa. Al muerto se le cubre con otro muerto. Como un palimpsesto cruel. Las piedras sirven para no dejar ver las demás piedras. La tierra improvisa una lápida. Le crece, ajena, la hierba y la pisan, locas, las bestias. Las palabras rescinden su compromiso con la verdad. El lenguaje se confía al ruido, el ruido al antiguo oleaje de las aguas sordas que todo lo hunden. Ahí abajo, en lo que no se dice, persevera el ciego cuento de siempre, el de los bárbaros que aman la ceniza, el de los agitadores que obedecen al caos. Caos, ceniza. La sangre que se vierte escribe los panegíricos. Las lágrimas olvidan su vocación de ternura y de abrazo. Nadie llora, nadie mira, nadie siente. Festejamos la memoria y las raíces, contamos las batallas y los muertos, pero al árbol común (un país, una civilización, una casa compartida) lo talan, lo queman, lo ignoran. Una vez que el árbol ha iniciado su caída hay poco tiempo para desocupar la tierra en la que se desplomará. A veces ninguno. Es la misma huérfana plegaria de siempre, es la herrumbre acostumbrada, es el cielo menos azul con su esperanza cobijada en algunas pequeñas nubes, con su verdad sin abrir, con su franca belleza de madre. Así no lo quebrado que cunde, sino lo limpio y lo entero que se iza. Hemos perdido la lentitud, hemos perdido la soledad. Lo lento, lo solo. Canta la calandria, el mirlo escucha ese arrullo al romper el día en lo hondo del bosque. Hay un bosque. 



Vituperio de la vanidad

 El arrobamiento ante uno mismo, al pensarse o contemplar el rostro en un espejo es lícito si no deviene en vanidad, en menosprecio del talento ajeno o en excesiva o absoluta  adulación del propio. Siempre hemos sabido que no es buena la vanidad. En todo caso, hay ocasiones en las que quien ejerce una disciplina se gusta al ejecutarla, comprende que ha alcanzado cierta excelencia, un pequeño magisterio, una especie de logro que, si se ensalza en demasía, sucumbe, acaba desvanecido, roto, hecho añicos, aunque esos trozos todavía exhiban la compostura y provoquen en los demás admiración, gratitud, goce sin reservas. También hartazgo, constancia no pedida, ni siquiera aceptada, de algo que cansa o que no procede. La vanidad, más que una virtud, es una ansiedad, un desaliento, una tribulación de la que se sale costosamente o de la que no es posible evadirse cuando se padece. Lo contrario a la vanidad es la vergüenza, tampoco buena, a poco que se piense, improductiva, castradora. Es esa incómoda turbación del ánimo al prever o comprender que se ha cometido una falta o un acto indecoroso, un permanente pensar en el qué dirán de nosotros, si hemos procedido con ligereza o si definitivamente mal, irresolublemente, o si ya por fin, ese ascenso no tiene cima, hemos demostrado qué somos, hasta donde alcanza nuestro talento. Está ahí de por medio el decoro en la más severa de las incertidumbres. Lo que para unos es una afrenta, otros se solazan y la aplauden. La estima que uno se dispense hará que sea legítima la que se tenga de los demás, podríamos decir. 


La vanidad es el triunfo del amor propio, que es el más íntimo y del que se extrae la posibilidad de procesar cualquier otro. No se precave ante adversidad que lo mengüe, no da indicios de flaquear si está bien confeccionado. El vanidoso aprecia su condición más que ninguna otra en la que sobresalga y la pule a conciencia o sin ella, enamorado de la imagen que proyecta incluso con más ardor que la imagen que de sí mismo posee. La vanidad se emparenta con el orgullo, pero no comparten el mismo auditorio: mientras que él "ruge en el desierto" como una "fiera solitaria", ella "parlotea de rama en rama a la vista de todos", como un loro. Flaubert, de quien es la cita, recordada en un artículo de Antonio Muñoz Molina, incide en el carácter penoso del que se envanece y la entereza, hasta el coraje", de quien manifiesta orgullo de sí mismo. El vanidoso es una criatura triste, estólida, mecida por vientos huracanados, constantemente urgida a la exhibición pública, a consolidar sin visible abatimiento su lugar en el mundo. Cuando queda en soledad, en esa niebla de la razón y ensimismamiento del espíritu, se retirará no a pensar, ni a descansar, sino a ser otro, a perderse en la posibilidad de que nada de lo que hace realmente le pertenezca y todo sea un fingimiento, una especie de representación teatral a la que le dedica las atenciones más altas, para la que se cree naturalmente seleccionado. 

Leer (otra vez)

  Leer no garantiza que seamos más felices. Ni siquiera que la felicidad nos visite mientras leemos. Es incluso posible que la lectura nos p...