28.2.23

Elogio de la fragilidad


           Fotografía: Luis Felipe Comendador (con su Leica) 

Falta vida interior, sobra algo de la otra, la pública, la del trasiego conocido, con todos los pequeños ritos de peaje de la vida moderna, que se inclina casi siempre a exigirnos más de lo que estamos dispuestos a dar, pero a la que concedemos ese poder por el que nos hace obedecer casi ciegamente, sin reivindicar mucho, ni siquiera eso, una vida interior, una especie de remanso de paz o de quietud. Es quietud lo que echo yo mismo en falta. No una quietud física, de recomponerse uno, sino contemplativa, un poco metafísica incluso, con su freno para cuando haga falta regresar al pedestre discurso de los objetos y de los azares. Va uno siempre aprisa, apenas facultado para controlar lo que sucede. Hay en lo real un vértigo contra el que se puede hacer bien poco o nada. No existe vía de escape, no al menos una accesible, de fácil acceso y más sencillo tránsito. En cuanto uno se pide un receso, se acumula el trabajo. El peaje es alto: tanto que se plantea uno no caer en esa concesión de nuevo, no pecar en el mismo vicio y proseguir con el tráfago, añadir trabajos a los ya acometidos, prometer algunos nuevos, para no decaer, por no exhibir flaqueza o por no mostrarnos a nosotros mismos, jueces fieros, que somos capaces de permitirnos un poco de hospitalidad doméstica. No hacer nada, no decir nada, no extremarse en ningún oficio, en todo caso. Disponer del día para ejercer con tenacidad la pereza, si es que esto es posible. Cubrir distancias mínimas o muy extensas, pero no tener cometido alguno en ese desempeño. Mirar el paisaje como si nos dijera algo y anotar después lo pensado mientras suena un cuarteto de cuerda de Brahms o unas cuantas piezas de Joe Pass. 


Hay días en los que anhelo con toda mi alma no estar disponible, no hacer nada que los demás observen o fiscalicen, admiren (qué tontería) o rechacen, nada que diga de mí lo que no es necesario que sea dicho. Luego están los otros días, los de la actividad frenética a la que uno se entrega con fruición. Los días del vértigo, como a veces les llamo. Días que pasan sin advertirlos, que llenan y predisponen el ánimo hacia las cosas nobles y elevadas, que no sabe uno bien qué cosas serán ésas, pero seguro que alguna de las que hacemos se ajustan a esa nobleza y a esa altura y nosotros, ajenos, ignorantes, ni lo sabemos. Vivimos en esa oscuridad, nos acercamos como podemos a la luz. Cada uno a su manera, todos a ciegas, como quizá convenga mejor para percibir mejor su destello. Tuve un amigo que se enorgullecía de tener una vida interior rica. No lo decía como anécdota, sino como asunto de importancia. Decía que todo le alimentaba. Que no había cosa que sucediera en torno suyo de la que no extrajera algo valioso o a lo que acudir cuando la realidad no le reportaba los placeres que le requería. Como una especie de reserva espiritual. A veces he pensado en eso, en esa voluntad de vivirlo todo con fiereza, con el ánimo limpio y la certeza de que no habrá día que se repita, aunque todos se persigan. Luego se desangelan el paisaje y el propósito de observarlo. Escribir consuela. Tal vez todo esta escritura mía sea una declaración de fragilidad. 

27.2.23

Dahl



Contar cuentos es el principio de cualquier forma de entender el mundo. Fueron el fuego y los cuentos  los que construyeron la épica y el asombro, los que dieron a la memoria sustancia para que se transmitiese y forjase un relato común, un lugar en el que sentirse a salvo. Tal vez los estemos sacrificando. Ya no se cuentan cuentos como los de antes. Se privilegia en ellos que no ofendan, que no duelan. La literatura debe ofender y debe doler. Debe ser escuchada antes que leída. Debe contener cretinos, gordos, feos, gigantes, princesas, monstruos y todo lo que se le ocurra a quien lo escucha o lo lee y al que lo escribe o lo cuenta. 


Viñeta de Tom Gauld para The Guardian

26.2.23

Un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo



 De la palabra acre aprecio su limpia brevedad y, al tiempo, esa determinación para nombrar lo que disgusta o repele. Es de concisión obsequiosa, que complace al que la entiende y enerva a quien no la contiene entre sus prendas léxicas. Paradójicamente, el superlativo de acre es acérrimo, vocablo que asienta lo decidido, convencido o tenaz que se puede ser en la consecución de algún propósito. Por no desplazar su primario sentido negativo, acérrimo también suele usarse como sectario o intransigente. Yo prefiero usar desabrido, que apela a la misma raíz de sabor que lo meramente acre, pero impone una fiereza silábica mayor: su alcance es más intimidatorio, si me permiten. Ahí quería yo llegar, a lo afilado de las palabras o de los adjetivos, más atinadamente, a su condición de herramienta cortante, que separa y aparta. Hay palabras que se aplican con esa intención hiriente, más que pedagógica. La que hoy me ocupa (gracias de nuevo, Pedro) es obsecuente, que viene a mostrarnos cierta conveniencia a la hora de granjearnos la cercanía o el agrado de alguien, mostrando una amabilidad fingida, las más de las veces, exagerada, hecha a que se la apruebe y hasta elogie. El obsecuente es, en términos vulgares, el pelota, el lameculos, el adulador, el zalamero, el servil, adjetivos rastreros todos ellos. Siempre fueron tiempos de lisonja, de dar coba, de hacer las carantoñas precisas para que lo que anhelamos se nos conceda. La obsecuencia se la tiene como ciega, hecha a no aplicar conciencia a lo que hace, sino puro interés. Se obnubila el gesto, se arredra el ánimo, se entorpecen las ideas. Solo hay inercia, obediencia y euforia. Hay obsecuentes en todos los gremios de lo público, entiendo que más en lo privado. Cuando uno es obediente, manso, cumplidor, sumiso, dócil o se rinde con disciplina a lo que se le pide o exige, adquiere el rango de obsecuente, aunque no tenga conocimiento de esa propiedad sobrevenida. No hay que confundir la obsecuencia con la condescendencia. Aquel que condesciende tiene discernimiento propio, sabe a qué expone su repentina amabilidad, hasta podría zanjarla y arrogarse la posición opuesta, la de la intransigencia, la de la intolerancia. Se empecina el obsecuente en su eterno beneplácito para medrar o para no desentonar más de la cuenta. Es anuente, aprobatorio, aquiescente. Pienso en José Luis López Vázquez en la divertida Atraco a las tres como cajero de banco que se embelesa cuando visita la sucursal una mujer espléndida, vedette a la que admira, con la intención de abrir una cuenta corriente. "Fernando Galindo, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo", le dice cuando ella ha hecho su imposición monetaria, muy extraordinaria, recuerdo. No sé si un superlativo convendría para el adjetivo de marras. No creo que haya grados en la perfección. Siempre me pareció malsonante que alguien dijera perfectísimo. También me chirriaba (lo hace todavía) purísima, aplicado a vírgenes de templo. No se puede ser ir más arriba cuando se ha llegado a la cima. Si el superlativo expresa el significado de un adjetivo en su intensidad mayor, no cabe que lo puro tenga grados. Si un punto de pureza se pervierte, se desprende de ella. También lo perfecto, lo que está acabado o no tiene mejora posible. A Fernando Galindo no se le pueden aplicar estas frivolidades lexicográficas. Él es el emperador de la obsecuencia, el que sirve de patrón, al que todos debemos anuencia. 


25.2.23

palabra de conejo / edición aumentada y corregida

 




a veces los pájaros acuden si los llamo, vienen en bandadas, se atropellan en el alféizar de la ventana, miran qué hago, observan los libros encima de la mesa, parece incluso que escuchan a wagner invadiendo polonia, pero en realidad no hay trama más allá de la impresión poética, no acuden si los llamo, están convidados por el azar, están sin que yo intermedie en ese prodigio, en otro modo de entenderlo todo, nosotros somos como pájaros, acudimos si nos llaman, vamos en tropel, nos atropellamos sin concierto, observamos qué hay detrás, si la cosecha o tan solo la semilla, si el final severo o el entusiasta acto de inicio, importa la trama, nos importa construir la memoria, tenerla a mano, conferirle el rango de libro y abrirlo en cuanto se nos ocurre, consultar, ver qué podemos hacer para que no sintamos el peso del mundo, que no es amor, hace tiempo que no es amor, lo fue, estuvo ahí el amor, codiciando amantes, copulando sin brida al modo en que lo hace la lluvia cuando lame el aire, invisible, puro, gozoso y alto, escribo porque soy un conejo, a veces me da por imaginar que no soy emilio calvo de mora villar, no tengo el ideal de la justicia, no comparto con los otros la alegría que en ocasiones me ocupa el pecho, soy un conejo, el señor conejo, voy de campo en campo, olfateo, sobre todo olfateo, muevo la nariz como la movieron mis antepasados en los tiempos remotos de los conejos, siendo conejo he desarrollado enormemente el sentido del olfato, donde otros aguzan la vista, donde se esmeran en sublimar el gusto, yo he puesto toda mi sangre en el crecimiento de mi olfato, está grande mi olfato, estoy satisfecho de cómo funciona, salgo al campo, olisqueo sin parar, muevo los bigotes, nunca me he visto, son cosas de conejos, imagino, las mujeres de wichita falls tendrán también las suyas, no conozco una sola mujer nativa de wichita falls, cabe la posibilidad de que alguna se me haya cruzado, pero no podido decirle nada, hola. soy el señor conejo, contarle la historia de mi vida, la breve historia del insomnio, las mujeres de wichita falls tendrán palique local, no conozco una sola mujer nativa de wichita falls, decirle cómo es el sonido que hace mi bigote cuando se me cruza una zanahoria, sobre la superficie herida de la zanahoria voy rindiendo diente a diente toda mi nerviosa boca, sé que me espera el manjar, cuanto más me espera, más intenso es el placer y más lo dilato, si vuelvo a mi condición humana no recuerdo nada de mi vida como señor conejo, no sé nada de mi promiscuidad de conejo, vuelvo a la mesura, escribo distraídamente en un banco de un parque, observo una iglesia, a lo lejos, la gente entra con respeto, entran animosamente, creo que luego dios los amonesta, secretamente los amonesta, dios censura, es un catón, es un terrible ojo imposible, dios pensó, haré conejos, pero los conejos no tenemos moral, no sentimos el peso del mundo, solo olfateamos, fornicamos, entendemos el mundo según lata el corazón más o menos aprisa, la vida como señor conejo tiene sus ventajas, no nos escandalizan los asuntos habituales, solo nos concierne la procreación, no se puede pensar en otra cosa, solo olfateamos, oteamos, nos encaramamos a la hembra y la cubrimos, cubrir es un verbo manso, cubrir es el verbo más importante del diccionario, uno cubre lo que puede, cubre sin apuro, un poco también desinteresadamente, sin caer en la cuenta de que se está cerrando un ciclo o de que se está abriendo, el hombre tampoco razona estos brincos del alma, no estoy hecho para llevar registro de todo lo que me sucede, quizá un apunte, un breve comentario, dejar constancia del prodigio del vino en la boca, constatando la brutalidad de las horas cuando la resaca te pasa por lo alto, el señor conejo ya no bebe como antes, escribe más, pero bebe menos, me cruzo con él en el portal de la casa, lo saludo, no parece conejo, no debe parecer conejo, siendo conejo no tendría los beneficios de ser hombre,  soy hombre, soy conejo, olfateo, copulo, en la cópula se quintaesencia toda la prosa del señor conejo, el estilo barroco, el estilo ampuloso, el vuelo, el asalto al verbo, la certeza de que las palabras me abandonan, no es posible aprehenderlas enteramente, se escurren, no se avienen a que tú las sometas, tiene que haber un pie en el cuello del adjetivo, no hay que mimarlo, no hay que pensar que el adjetivo está ahí porque nosotros lo hemos llamado, como si fuese un pájaro, no acude si le llamamos, ahora estoy buscando un sentido a lo que digo y solo encuentro vértigo, el vértigo expandido, las palabras del señor conejo yendo y viniendo por mi boca, el sexo fugaz, la obra completa de mozart en un montón de cedés, la obra completa de benito pérez galdós en una caja  o en dos o en tres, en un trastero, cerca de la bicicleta de mi hijo, mi hijo estudiaba alemán, no sé cómo se dice conejo en alemán, no sé alemán, quizá sea tarde, no estoy por la labor, no sé a qué labor afiliarme, con cuál excederme, hace falta excederse, ver que se duele uno, apreciar el dolor, sale el texto del dolor mismo, si no hay sufrimiento no puedes ser escritor, no hay literatura, escribes para cualquier cosa, pero no se te considera oficio, no entra en lo razonable que escribas porque no es posible eludir esa responsabilidad contigo mismo, el lector cae, se involucra, se afana a veces en entrar, pero la literatura está en otro lado, no en lo que registras, en el cuerpo orgánico del texto, en el conejo abatiendo a mordiscos la zanahoria, como si no tuviese otro cometido, como si eso que le encomendara lo aturdiese y no le dejara que la sangre fluyese por dentro, la sangre es el texto también, uno es la sangre de la herida, en la herida se intuye un aviso del texto que está por venir, algunos escribimos antes de la dentellada, no podemos esperar, nos falta la paciencia para ofrecer el texto una vez que el diente ha hecho cuartel en la carne, la carne libra entonces una batalla más alta, de más noble fuste, el conejo se encoge de hombros, se sienta en la sala de espera, mira a un lado, a otro, espera que lo entiendan, pero a los conejos no se les ve nunca como realmente son, es una pena ser solo conejo o ser solo walt whitman o ser solo eco, más allá de la voz, por encima de la sangre incluso, apartando la memoria, ser solo eco, el eco libertino nuevamente izando banderas de placer en el aire recién libado, el aire convertido en luz misma, la luz mecida después por el eco, reverberándose, convocando el secreto numen de las cosas, pero ah emilio calvo de mora villar, estás saliendo del territorio del conejo, lo estás abandonando, no será posible después el ayuntamiento con su causa, morirá en un rincón, abandonado el conejo, vendrá el cáncer, se lo comerá entero, no quedará nada, no habrá un resto, el señor conejo será venerado, edificarán iglesias, la gran iglesia del conejo, tocarán fugas de bach, se escucharán desde lejos, incomodarán a los que no entienden qué lujuria los preñó, la carne libra entonces otra batalla más alta todavía, la voz se convierte en salmo, el señor conejo se retira a contemplar su obra, en realidad no es preciso velar durante toda la noche al conejo, señor conejo tuvo una vida admirable, un conejo feliz, el conejo al que los cuentos cortejan, en el que se observa la rotunda armonía del cosmos, no sé si los conejos tendremos dioses a los que adorar, si habrá un señor conejo plenipotenciario, uno al que agradecer el olfato o las zanahorias o las coyundas en mitad de la noche, oh gracias, tú provees, tú cuentas los días y cuentas las noches, etc, no hay muchos animales en los que advertir esta evidencia de orden metafísico, ningún fabulista ha logrado hacer converger en un animal la filosofía antigua y la new age moderna, toda la sabiduría de los próceres del alma y toda la mierda patrocinada por los bancos, pero el mundo sigue, ah amigos, hemos estado aquí, mirando al conejo, observando cómo se arruga el gesto, aceptando que la vida es siempre una aventura involuntaria, he aquí al héroe, se agolpan en la puerta todas las amantes, vibran en escorzo, cimbrean la cintura, arquean el torso, ponen el alma en cada acometida de la sangre, soy topológica y ontológicamente conejo y olfateo y devoro zanahorias y me uno a la comunidad estelar de conejos cuyo cometido insobornable es el de avivar la llama de la especie, así que tengo más hijos que san luis, aunque no se contienda la liza ni haya enemigos a los que abatir, solo está la cópula, la cópula se quintaesencia toda la prosa del señor conejo, incluso su mísera en ocasiones existencia; está el estilo barroco, el  ampuloso, el vuelo, el asalto al verbo, la certeza de que las palabras van y vienen, a su antojadizo capricho, y uno tiene que estar atento y cazarlas, darles un bocado, creer que son zanahorias en un campo verde nada más despuntar el día, no es posible aprehenderlas enteramente, se escurren, no se avienen a que las sometas, tiene que haber un pie en el cuello del adjetivo, no hay que mimarlo, no hay que pensar que el adjetivo está ahí porque nosotros lo hemos llamado, como si fuese un pájaro, no acude si le llamamos, estoy buscando un sentido a lo que digo y solo encuentro vértigo, el vértigo expandido, las palabras del señor conejo yendo y viniendo por mi boca, el sexo fugaz, la obra completa de john lee hooker en un montón de cedés, la obra completa de azorín en una caja o en dos o en tres, en un trastero, cerca de la bicicleta de mi hijo, que estudiaba alemán y llegaba a casa a la anochecida, hace de tiempo que no escribo eso, con el vocabulario recién adquirido, ensayando la fonética áspera del idioma y escribiendo en una libreta las grafías largas, así es la vida, he dejado el libro en la mesa y me he asomado a ver la calle, está sola alicia y no tiene quién le muestre el camino, la oigo pedir ayuda, sé que está sola, pienso si podría decirle cómo volver, pero no encuentro el modo, suelen pasar estas cosas, uno cree que la trama de la historia que está leyendo se impregna de la trama de la realidad y cree también que la cosa obra a la reversa y la historia leída tiene algo salido de la realidad, algo obsceno, algo lírico, algo inocente, no siempre a la vez, ni siquiera esas cosas acometiendo su ingreso en orden, cuidando de no hacer ruido muy a pesar mío, me convenzo de que podré asistir a su desquiciamiento o de que estaré en primera fila cuando caiga y cuando se incorpore, pero no más, la literatura es un espectáculo para voyeurs cobardes, no permite que metas la mano o te deja, sí, es posible que te deje, pero de una manera tangencial, sin que exista un verdadero roce, he ahí a las amantes, se agolpan en la puerta, vibran en escorzo, cimbrean la cintura, arquean el torso, ponen el alma en cada acometida de la sangre, todas aseguran llevar en su vientre el fruto de la salvación, la semilla pura y dulcísima, algunos conejos escribimos antes de la dentellada, no podemos esperar, nos falta la paciencia para ofrecer el texto una vez que el diente ha hecho cuartel en la carne, la carne libra entonces una batalla más alta, de más noble fuste, el conejo se encoge de hombros, se sienta en la sala de espera, mira cuidadosamente a un lado y  a otro, espera que lo entiendan, pero a los conejos no se les ve nunca como realmente son, es una pena ser sólo conejo o ser solo walt whitman, ser solo eco, más allá de la voz, por encima de la sangre incluso, apartando la memoria, ser solo eco, el eco libertino nuevamente izando banderas de placer en el aire recién libado, el aire convertido en luz misma, la luz mecida después por el eco, reverberándose, convocando el secreto numen de las cosas, pero ah Emilio, estás saliendo del territorio del conejo, lo estás abandonando, no será posible después el ayuntamiento con su causa, morirá en un rincón, Me pregunto si walt whitman, el alto y claro y hermoso walt, el paladín de le ecopoesía, ese valladar de la causa terrestre, supo en algún momento de su antropocéntrica existencia que en realidad era un conejo, el gran conejo barbudo al que más tarde acudirían miles de conejos a pedirle consejo, señor whitman, díganos usted qué hacer, por dónde ir, dónde está la libertad, por qué huele tanto a zanahoria, luego vendrá el cáncer, se lo comerá entero, no quedará nada, no habrá un resto, ni zanahoria, ni conejo, el señor conejo será venerado, edificarán iglesias, será la gran iglesia del conejo, tocarán fugas de bach, se escucharán desde lejos, incomodarán a los que no entienden qué lujuria los preñó, la carne libra entonces otra batalla más alta todavía y la voz se acabará convirtiéndose en salmo. en realidad no es preciso velar durante toda la noche al conejo, tuvo una vida admirable, un conejo feliz, el conejo al que los cuentos cortejan, en el que se observa la rotunda armonía del cosmos, no sé si los conejos tendremos dioses a los que adorar, si habrá un gran señor conejo y habremos sido hechos a su imagen y a su semejanza, un conejo plenipotenciario, uno al que agradecer el olfato o las zanahorias o las coyundas en mitad de la noche, oh gracias señor conejo, tú provees, tú cuentas los días y cuentas las noches, hay muchos animales en los que advertir esta evidencia de orden metafísico, ningún fabulista ha logrado hacer converger en un animal la filosofía antigua y la new age moderna, toda la sabiduría de los próceres del alma y toda la mierda patrocinada por los bancos, pero el mundo sigue, ah amigos, hemos estado aquí, mirando al conejo, observando cómo se arruga el gesto, aceptando que la vida es siempre una aventura involuntaria, he aquí al héroe, se agolpan en la puerta todas las amantes, vibran en escorzo, cimbrean la cintura, arquean el torso, ponen el alma en cada acometida de la sangre, el mundo sigue girando y el conejo al final llega tarde, todas las muchachas célibes de sausalito gimen, duelen las lágrimas, son de hierro las lágrimas, no hay nada que se pueda hacer para consolar a todas las muchachas célibes de sausalito, toman un greyhound, viajan a la otra costa, se entrevistan con los gurús, les informan sobre el roto que llevan dentro, les dicen las palabras exactas, las han ensayado, llevan todo el viaje ensayándolas en el autobús, las saben decir en verso, alejandrino, mi madre tiene los ojos verdes, la tarde del sábado está gris, no llueve, hace frío, tengo la chimenea encendida, en madrid cae agua nieve, lo han dicho en televisión, escucho a miles davis en la formación clásica de kind of blue, el jazz es un biombo en el que esconderse, lo escribió cortázar, cortázar era de gatos, no he leído nada suyo sobre los conejos, es un tema no lo suficientemente tratado, tampoco consta nada sobre los conejos en la antigua grecia, ni en la poesía beat, bill evans no tiene ningún título en el que aparezca la palabra conejo, solo cuenta carroll

23.2.23

Biografía

 A uno le incumben escasamente cuatro o cinco frívolos vicios. Luego la vida consiente una biografía almibarada, triste tirando a muy triste en ocasiones o arrimada a la euforia, en otras. No parece que prospere el término medio, ese tránsito ocupado por la normalidad, por cierta armonía.  No buscamos la verdad: buscamos el significado. La memoria arde también. Arde imposiblemente. Se quema la infancia, el acné de los quince años, las primeros vuelos del alma novicia. Muere uno siempre en los títulos de crédito. Se advierte lo inapropiado del casting, la falsa impresión de que algún tramo del metraje produjo asombro o júbilo en el espectador accidental que ocupó el patio de butacas. En el propio intérprete de su causa. Las horas, trémulas, fluyen. La euforia nos hace creer que hemos hecho algo verdaderamente digno de cántico. Mientras tanto las palabras informan de quiénes somos. La piel, el mirar, los gestos informan. Somos las palabras que decimos. Las que escribimos. Una respiración agitada, mineral y cruda, nos abre inextricablemente los pulmones, hace sitio al aire rotundo con el que el vivir nos tiene entretenidos. No hay más. Ni libros siquiera. Ni esas fotografías que nos dicen cómo éramos. No tienen nada que ver con lo que somos. Venimos solos y nos vamos igual. Estamos de prestado. Conducimos un vehículo que no conocemos y que no nos pertenece. 

22.2.23

Streaming

 


Creo en las barbacoas de 1969 con Elvis tomado por la pandemia de la sangre, en Peppa Pig cuando recita poemas bucólicos en las liturgias secretas del cosmos, en la primera eclosión pura de la luz, en el fermento, en la semilla, en todo lo que germina y se iza, en las catedrales góticas al atardecer, en el cuarto principio de la termodinámica, en las cheerleaders del 78, en lo inverosímil sublimado, en el eco de las primeras palabras, en la fluctuación del ánimo, en la reverberación del alma, en los músicos de blues negros hasta arriba de pólenes de algodón, en cualquier gato de Cortázar, en las taxonomías de la carne, en la efusión del espíritu, en la nicotina en los dedos de un poeta surrealista, en la nomenclatura del frío, en la indulgencia, en la resurrección de los muertos, en el milagro de la transubstanciación, en la letra de todos los boleros anteriores a 1980, en las timbas de póker en los sagrarios de los pueblos perdidos, en las noches en Cartago, en Borges al citar a Shakespeare y a Quevedo en el episodio del puñal de Marco Junio Bruto en la carne de César, en la lentitud de los jardines, en la tristeza de los balnearios, en la lengua de mi madre, en las turgencias de una novia de 1981, en el mar cuando recuerda sus naufragios, en Peter Pan mirando a Wendy Moira en un sueño del Capitán Garfio, en la trigonometría, en la numismática, en el dodecafonismo, en los diagramas de Venn, en las vírgenes zumbadas, en las libaciones de las naturalezas muertas, en el temblor cuando la belleza irrumpe, en Cioran en las catedrales, en Bach en un trance, en Johnny Cash en las cárceles de Utah, en la silla de Glenn Gould, en los exoplanetas que duermen en el éter, en los libros de caballería de Alonso Quijano, en los moteles donde el desquicio de Humbert Humbert iluminó a Nabokov, en Radio Tirana transmitiendo música balcánica, en los abducidos que vuelven con noticias del Big Bang. 

Dibucedario 2023 / Z / Zodiac, David Fincher, 2007


 

Lo que recuerdo de Zodiac es que rebatiera la idea que se tiene de una película sobre asesinos en serie, tan abundantes, tan mediocres o nefastas en ocasiones, por otra parte. La obra maestra de David Fincher es un monumental trabajo sobre la obsesión. En ella, cuando de verdad arrebata a quien la padece, no cuenta ni siquiera la consecución de un propósito, esa culmen narrativo en el que todo se entiende o, en el peor de los casos, se cierra. Tampoco la identidad de quien actúa impunemente y burla una y otra vez a quienes lo acechan. Las casi tres horas de Zodiac prescinden de esa consideración sobrevenida tras una vida entera emboscado en las novelas y películas de misterio y se regodean con absoluta maestría en lo cotidianidad de la investigación, en la rendición continua de pistas que se desvanecen o que no conducen a nada relevante. Su morosidad es engañosa: hay una invitación soterrada a que nos involucremos en esa obsesión que lo conduce todo. Su plasticidad es sobresaliente: Fincher es un artesano de las imágenes y del ritmo con el que esas imágenes deben discurrir. No ha habido ocasión en que una revisión de la película, creo haberla visto tres veces, no me haya hecho descubrir matices nuevos, una secuencia que desvela algo que podría ser importante, un estremecimiento que antes no tuve. El cine ofrece meticulosas rendiciones de la vida. A veces prospera la idea de que es el cine el que la registra y ordena, la de que cancela la realidad para fundar un émulo sobrio o ebrio, lírico o prosaico, pero vivo. . 

No somos nadie

 Decimos que no somos nadie cuando alguien relevante se muere o, menos trágicamente, cuando advertimos algo que nos restituye nuestro sitio en el mundo, tan pequeño, tan frágil. Lo hemos escuchado muchas veces. Hay en esa frase una contingencia placentera, como de consenso con uno mismo, como de aceptación de que la vida no vale nada, como cantaba Pablo Milanés. El hecho de ser alguien es trabajoso de procesar. También el de no ser algo o, más calamitosamente, el de no tener certeza de que se sea algo. No somos nadie es la evidencia absoluta de que no hemos llegado a lugar alguno o de que el lugar al que hemos llegado no es, ni en la más optimista opinión, el que esperábamos y en el que se confiaba. Cae uno en la cuenta de que no es nadie cuando percibe que no tiene nada claro o que lo tenido en claro no es lo que ahora de repente parece lo razonable y lo exigible. El reverso, ese más luminoso ser alguien, queda para los íntimos. Ellos sí que saben quiénes somos y a qué nos dirigimos, cuál es nuestra senda y el motivo de nuestros pasos. Ellos comprenden y aprecian lo que hemos sido, lo que somos y lo que es predecible que seamos. Al final todo queda en malabarismo semántico o en una ocurrencia de pesimista ingenio. Si al final triunfa la idea de que no somos nadie será porque no lo somos en realidad, podría ocurrir eso. Qué más dará si apremia siempre la sensación de que se está bien y de que los días nos abrazan y, en ocasiones, nos halagan con sus primores. Prefiero pensar que siempre habrá alguien, un elegido, ojalá más de uno, muchos, que sepa quiénes somos o si somos más de uno y a todos nos profesa el mismo desinteresado y materializado amor. La insignificancia final, esa sublimación inversa que consiste en anularse, en borrarse, quedará como perla lingüística para velatorios. Se expresa así lo frágil de la existencia, lo irrelevante de nuestro destino, lo paradójico de no poder gobernar lo único que es enteramente nuestro: el vivir, el querer vivir más, el vivir (en todo caso) mejor de lo que lo hacemos. No somos nadie, en fin. K. me consuela, en lo que puede. Sostiene que somos siempre lo mejor y lo mejor en cada momento, que no hay nadie que pueda invalidar ese hecho mesurable, el de ser uno mismo y ser ambiciosa y poderosamente el mejor de todos los que podríamos ser. A mi amigo Pedro, que suscitó este comentario una vez sin que tuviera empeño, que ayer lo volvió a remarcar, sin saber la sincronía de las frases que se dicen y que se guardan, sin que ahora importe el porqué del arrimo, se le ocurrirá que no somos nadie, pero que tal vez podríamos ser alguien. Al fin y al cabo, por más que rumie la cabeza sus cuitas, ninguna de esas dos posibilidades ontológicas hará que duerma mejor esta noche o que mañana, cuando me levante, me pese el cuerpo o el espíritu con más quebranto que de costumbre. 

21.2.23

Dibucedario 2023 / Y / Yojimbo, Akira Kurosawa, 1961

 



Kurosawa se inspiró en John Ford para filmar Yojimbo. Leone se inspiró en Kurosawa para hacer Por un puñado de dólares. El western es un vehículo global para explicar las mismas comparecencias del drama o de la injusticia. También las de la barbarie. No hay trama de la ficción que no albergue el patetismo o la desdicha que anticipó Shakespeare o el teatro griego antes que el bardo inglés. La idea de que algo nuevo pueda crearse tiene sus detractores acérrimos. Lo maravilloso es que el ingenio voltee el cuerpo al que fija su atención y construya uno nuevo, aunque detente los primores del observado. Yojimbo es una obra maestra porque rastrea con fascinante singularidad (la del Japón medieval, que no es global ni tiene predicamento en la cultura occidental, la estándar, la de difusión más masiva) la historia que sabíamos antes de que se nos mostrase. No hay nada en Yojimbo o en Ford o en Leone que contemplemos con ojos vírgenes. Hemos sido instruidos en una narrativa. El western es algo que nos atañe, igual que el cine de samuráis o el de ciencia-ficción: sus universos exhiben pulsiones propias. Sanjuro, el asesino sin piedad, el ronin que deambula con el azar como única brújula en su camino, sin conciencia, el mercenario de una crueldad absoluta, es el centro absoluto de esta historia antológica, magistral, que vista de nuevo no hechiza como la primera vez, sino con significados nuevos. Yojimbo es actual, mucho del western lo es, lo cual marca su vigencia, su contemporaneidad, aunque no se prodiguen películas como la de Kurosawa y haya, a lo sumo, remakes, revisiones. Qué buen cine el que no es maniqueo, el que se limita a rendir una historia, a la que no hace concesiones ni rebaja el dramatismo o la más cruenta tragedia a instancia de cualquier instancia puritana. La literatura (el cine) es libre. Sin policía de la moral. Sin que se nos aligere el mal cuando el mal prospera y vence. 





La del alba sería

 


Ilustración: Quentin Blake


“La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo”

Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha


No siempre tiene uno la familia que desea. Ni siquiera la mejor que pueda tocarnos en suerte lo es a tiempo completo. La felicidad (sea lo que a cada uno se le antoje) se ejerce de modo discontinuo y no siempre fiable. De la familia se tiene a veces esa idea un poco subversiva de que conviene que esté cerca y otras, bien lejos. No prospera una continuidad infalible, esa especie de armonía que, por otra parte, tampoco tiene uno consigo mismo. Hay tantas familias como personas desean formarlas. Las hay de toda condición. Conozco algunas que se llevan de maravilla y, en apariencia, jamás discuten. También las que confirman la ocurrencia de Groucho Marx de que la familia es una gran institución; por supuesto, contando con que te guste vivir en una institución. No creo que sea malo que existan tantos modelos de familia o que la tradicional esté en entredicho o (sencillamente) no cuente con los predicamentos morales de antaño. De puertas hacia adentro, en la intimidad de las casas, no hay nada que desde afuera deba ser evaluado, observado con esa mirada que algunos dejan caer con la superioridad de quien se sabe poseedor de un rango moral superior o de un conocimiento que los otros, los de más abajo, los menos agasajados por la inteligencia o por la rectitud, no tienen. A veces recuerdo a Willy Wonka, el personaje de Charlie y la fábrica de chocolate, la estupenda historia de Roald Dahl, autor ahora reformado y reeditado por las hordas del puritanismo salvaje y estulto, afrentado por la eclosión de gordos o de enanos que pueblan su maravillosa fauna de personajes. Le decía Wonka a uno de sus visitantes lo poco estimulante que era la familia para fomentar el genio creativo. En realidad, no hay compañía que no malogre cualquier inclinación artística. Da igual que sea montar una novela, pintar un paisaje o componer una sinfonía. Yo creo que he escrito de noche. Casi todo lo que he escrito ha sido al dulce amparo de la noche o al punto de amanecer. Era (sigue siendo) la única manera de que mis adicciones (los vicios de la escritura y de la lectura) no restaran tiempo a mi vida familiar. No tiene nada que ver una vida con la otra. Al escribir, se requiere un encapsulamiento especial. Un retirarse, un no estar, un no ser interrumpido incluso. La idea que he ido conformando (matizada, discutible) es que es imposible ser escritor a tiempo completo. Con lo feliz que yo sería, le digo a K. Me levantaría pensando en la obligación de escribir, en la de rendir cuentas conmigo mismo, de entrada. Como tal cosa no sucede, y está bien que sea así, dicho sea de paso, se escribe a estas horas, la del alba, se cuenta el mundo cuando todavía no se ha abierto la luz, se deja constancia de cómo funciona cuando afuera todo está apagado y en casa, mientras uno teclea el teclado, los demás duermen, ajenos, anchos, felices y ajenos. 


20.2.23

Dibucedario 2023 / X / Ex machina, Alex Garland, 2014

 



A mí me gusta la cordialidad robótica de Asimov, tan humanos ellos, tan elevados en sus disquisiciones, tan filantrópicos, tan altruistas. Amo esa armonía entre hombre y máquina que anticipa un futuro feliz. A los ingenuos nos va ese romanticismo distópico. Luego está Roy Batty, el replicante de Blade Runner, que sucumbe a la fascinación de la belleza y se sacrifica en su nombre. Todos los demás engendros mecánicos que conozco son puras extensiones del mal. También Ava, esta fémina fatal a la que su perverso creador, otro doctor Frankenstein, ha vestido (es un decir eso de que vaya cubierta) con algunas de las más humanas de nuestras pasiones: la arrogancia, el instinto de supervivencia, la vanidad. La androide, una entre muchas, tal vez la más lograda, usa la persuasión (el encanto de su feminidad, la maquinaria del cortejo, nunca mejor expresado) para escapar de la mazmorra en la que la mantienen cautiva. No deja de ser un prototipo, imagina ella, pues no se descarta que la inteligencia artificial contenga el material del que está hecha la imaginación y hasta el de los sueños. Sabe que si no supera la prueba a la que será sometida (comprobar con un test si es de verdad humana o es tan solo ua construcción del hombre) será eliminada. Esa posibilidad no entra en ninguno de sus programas. Su plan de fuga es perfecto, como podría esperarse de una inteligencia superior. En él participa la muerte, que es una consideración abiertamente contraria a las posibles consideraciones que la arquitectura de su cerebro usa como patrón, pero no es así. También la recorre el amor, el de Caleb, el informático bobalicón, El objeto de su desquicio es de una humanidad sobrecogedora, aunque sepamos que si le amputan una mano veremos cables en el muñón ofrecido en el tajo. Lo que fascina de la película de Garland es si realmente estamos asistiendo al espectáculo de una máquina que se pretende humana o si uno, de carne y hueso, conmovido por el tumulto de las emociones y recorrido por la locuacidad de la sangre, no haría exactamente lo mismo y zanjaría expeditivamente todos los obstáculos que se interpusiesen en el logro de su meta. Todo es frío en lo que sucede en esa mansión en la que cualquiera puede sentirse preso. La escenografía es tan irreal como uno de esos sueños imposibles que Ava anhela para que su conciencia humana se consolide y pueda salir y ver mundo. En realidad, todo lo que sucede en Ex Machina es un relato sobre la evasión de la realidad. Ava no quiere ser un humano más. Es feliz en su ambigua corporeidad sintética. No tiene metafísica, no cree en la raza de quienes la crearon. El test de Turing no mide la humanidad posible: no hay test que haga eso. Hay quien, investido con los primores de lo humano, detenta los de la máquina. Dios observa la inverosimilitud de la trama, pero no condesciende a bajar y recomponer las líneas del texto. 

Como un niño en un patio de colegio

 



Ser feliz consiste en no tener conciencia de felicidad alguna; un poco al modo en que se manejan las bestias cuando cubren sus necesidades o como los niños en el momento en que se entregan al juego y solo importa la manera en que se involucran en él y la entera satisfacción que les reporta.  De la felicidad, de su tangible obra en uno mismo, escuché no hace mucho una declaración sencilla. La dijo para sí un niño en un descuido entre carrera y carrera, como si se vistiese de filósofo y luego regresase a lo pedestre, a la rutinaria travesía de las cosas. No la pronunció para que alguien la escuchara; no era su interés que se le prestara atención: solo dejó ir las palabras, expresó un deseo, sin pensar más de la cuenta en él, un poco al modo en que los niños comprenden el mundo. “Ojalá este recreo no acabase nunca”. Eso dijo. Después siguió a lo suyo, brincando, esquivando a quien se le echaba encima, buscando en sus cabriolas de patio de escuela una coreografía fiable de la alegría, una a la que acudir a poco que se la precise y a la que poder extraer siempre un provecho. 


A los adultos no se nos ocurre que algo dulce o algo feliz o algo extraordinario dure para siempre. Ni la felicidad absoluta nos conforta. Descreemos de todo lo que se aprecia que tiene visos de durar mucho. Ni el amor eterno alivia. Siempre se busca el doblez, el roto escondido por el que se va a deshilachar el traje tan hermoso. Cunde la desazón, prevalece el inconformismo. De los niños debemos aprender ese amor por la trascendencia de lo fugaz. No somos niños porque nos hemos acostumbrado a desconfiar y hasta a permitir que los demás desconfíen de nosotros mismos. Quien, como yo, los trata a diario y se obstina en instruirlos, en educarlos, en conducirlos como mejor puede hacia lo mejor de ellos mismos, se alegra de que algo infantil no se haya perdido todavía y esté ahí, oculto en apariencia, tapado por la prudencia de la edad adulta, por su protocolo y por su seriedad. Me descubro a veces incurriendo en deslices de niño, cayendo en la cuenta de que la niñez persiste a su manera, sin que enturbie en ocasiones el proceder adusto y severo con el que despachamos los asuntos de la edad provecta, la incómoda, la que no sabemos llevar o a la que no terminamos de aceptar. 


Se es feliz en los tiempos primeros, en el inicio, en la inocencia, en la pureza, en la ignorancia, en el andar libre, en el sentir limpio, en la vigencia del juego, en la confianza en el otro, en el amor sin condiciones, en la divina sensación de que la felicidad no es un milagro, sino algo que puede suceder en el patio de una escuela, aunque se desvanezca y dure bien poco, menos de lo que querríamos, mucho menos de lo que convendría. Somos los adultos de una rareza que espanta a veces. Raros hasta el hartazgo. Raros a sabiendas de que lo somos. Raros con colmo. No hay día en que no sienta esa certeza. Quizá la rareza haga bien al oficio que desempeñamos. Razonables y prudentes, justos y cabales, severos y reflexivos, no alcanzaríamos las metas que nos marcamos. No somos razonables, ni prudentes, ni justos, ni nada de lo que se estipula correcto. De entrada no entra en nuestros deseos el de ser felices. No creemos en la felicidad, no existe tal cosa, no podemos anhelar lo que no creemos. Por más que sepamos que estamos equivocados, por más que nos lo repitamos. Solo nos dejamos fascinar por la alegría, que es una instancia menor, en apariencia, por su esplendor fugaz, pero no la felicidad, no esa invención de la filosofía o ese reclamo de las religiones. Tampoco necesitamos bucays, coelhos o espinosas, vendedores de humo, agentes de la propiedad emocional, mercachifles de barraca de feria que negocian la miseria humana, la tasan, la convierten en objeto canjeable. Pero nos agrada la venta, la supresión de la inocencia, esa perversión que consiste en sabernos desalmados y hostiles. Pareciera que nos esmeramos en no ofrecer jamás debilidad alguna. Nos educaron para ser fuertes, nos dijeron que seríamos felices si éramos fuertes, nos hicieron ver que la fragilidad es un obstáculo. Se tarda una vida entera en descubrir que la felicidad, lo que sea eso, proviene de lo débil y de lo frágil. Que ante la belleza somos débiles y somos frágiles. Al final, queda en ser un poco payaso cuando se requiere. Lo dijo el otro día Sonia, una compañera de colegio. Que ella era payasa. Con y sin disfraz. Ahí andamos. Ojalá dure. Vamos al lunes, que no es poco. 

19.2.23

Nihil novum sub sole.




En el cuadragésimo noveno día del año gregoriano de 1789 se registra una epidemia de viruela que diezma la población aborigen de Australia. Apenas hay constancia documental. No se hace escrutinio de los muertos, no se erige ninguna estatua que conmemore la tragedia. El archivo de los grandes hechos del pasado manuscribe una línea de condolencia etérea y subliminal. No hay un panegírico, ni un poeta que glose la fatalidad en el cincel del verso. Se da ahora a esos sucesos lamentables carta  de ficción. Vemos escenas borrosas, la boscosa muerte las deprime cromáticamente. Hay algún testimonio que no ha sucumbido al olvido, pero se advierte la nomenclatura descuidada, la leve intendencia de un escriba al que no se le proporcionó un método científico. La viruela tiene la etimología sucia de la pústula pequeña. Hay momias egipcias que la contienen. La Biblia cita 39 enfermedades. Las atribuye al pecado. Hay más de mil referencias a la terminología climática en las Escrituras. A veces Dios condesciende, pues es la misericordia uno de sus atributos, pero no se prodiga en esa generosidad y se recrea en pandemias y dolores. La literatura evoca la enfermedad y la eleva a categoría narrativa de primer orden. La liturgia hebrea gasta prolijas descripciones de sacrificios. La imaginería que la explicita para el lector perezoso o para el analfabeto es de una truculencia sobrecogedora. Se eligen toros para expiar los pecados de los sacerdotes y machos cabríos por los de la grey laica. Yahvé elige al pueblo israelita, es el predilecto a ojos de ese pueblo, pero los demás forjan su progreso y su moral con las mismas consideraciones selectivas. Tal vez podría haber aplicado su autoridad en Australia, podría pensarse. El Pentateuco es mediterráneo, ni malayo ni tibetano. La narración canónica de los grandes hechos prescinde de localizaciones exóticas. Los dioses primordiales, luego volcados paradójicamente en uno, no tienen preferencias, la suprema presencia invisible no tiene jerarquías ni señala con el dedo la cartografía de su creación. El cielo y la tierra son implacables. Las depresiones tectónicas y las lluvias torrenciales son emanaciones de la divinidad. El hombre padece la ira infinita de las alturas y de los abismos. Las diez plagas de Egipto. Sodoma y Gomorra. La mujer de Lot. La Atlántida. El Grupo Thule, los ocultistas nazis formado por militares, altos funcionarios y empresarios fanáticos, buscaba un origen mítico de la raza aria, que creían la última de las cinco estirpes atlantes, salvadas milagrosamente cuando la tierra entera fue devastada por el diluvio universal. La misma idea del superhombre, regente sobre las razas inferiores, proviene de esa calentura esotérica. El Holocausto empezó en Platón. Es la literatura la que funda los mitos, la que los extiende y, finalmente, la que bosqueja el rudimentario plan de las civilizaciones, que precisan de este fantasmagórico tumulto de leyendas para que el hombre no se aburra en la cartesiana efusión de lo real. Los bárbaros y los hunos asolaron Europa por la inclemencia de la tierra. La erupción del Tambora en la isla indonesia de Sumbawa en abril de 1815, la mayor de los últimos 10.000 años, afectó a las cosechas en Francia. El ejercito yanki padeció en las selvas del Vietnam los rigores más extremos. Napoléon sucumbió a la hordas de la intemperie rusa. Parece que habla la Madre Natura. Se persona como actor de la trama. Se envalentona y tose o escupe plagas desde el cielo que la cubre o se seca o arde o libera monstruos para que sepamos cuál es nuestro sitio. Las calamidades son la voz con la que se hace oír cuando no la escuchamos. 

18.2.23

El blues más antiguo registrado

 



Solo existe el periodo precámbrico. Ni desamortizacion de Mendizábal ni listas negras en Hollywood. Solo oscuridad y ese ruido con el que el cielo intima noviciamente con la tierra. De entonces surge la posibilidad de que algo prospere y alguna divinidad se engolosine del invierno recién caído, pero todo es sigilo y premonición. Un milagro en construcción. Un plan secular. La luz está probándose. El tiempo es una representación de la lentitud. Ni catedrales ni hachas de piedra. Ni metabolismo ni danzas húngaras. Era el esplendor de las tinieblas. Era el sueño de Caín antes de que Abel lo desnucara. Los asteroides colisionan en el firmamento. Hay cráteres del tamaño de la península de Crimea. La vida unicelular no da para epopeyas. Gilgamesh espera, Euclides no pasea las calles de Alejandría. El triángulo es una utopía. Nada le concierne a la geometría. Todo es autorreplicación. El silicato de aluminio es el rey de los compuestos minerales. Walt Disney es un actor del futuro. Me gusta la criogénesis, le dice a Mickey en el éter. Luego morirá en el hospital Saint Joseph, Burbank, en el año en que yo nací. El cáncer es una mosca que hace diabluras en la sangre. Se la ve propulsarse por su cauce. Está divirtiéndose. Las moscas del cáncer odian el hielo y los salmos. Solo aman Dixieland. El 28 de enero de 1958 se crea en Dinamarca el juego de interconectables bloques de plástico que inventa Ole Kirk Christiansen. No consta que Walt y Ole tomaran café en alguna terraza de París. Ni que cotejaran ideas sobre la imaginación para que los niños del siglo XX no se desmadraran y ocuparan su tiempo en entretenimientos lúdicos. Ole era un carpintero modesto que medró con tesón. Walt está en un búnker en Siberia. Reposa en una sala de doscientos metros cuadrados en la que un operario pulsa botones de un panel para que el corazón no se detenga. Cuando Walt vuelva al mundo hará una película animada sobre el periodo precámbrico. La banda sonora será tipo Wagner. Valkirias y opúsculos tenebrosos. Una tormenta. Se hará una versión jugable. Ya hay ceos de la compañía haciendo números. 

Breviario de vidas excéntricas / 44 / Juan Diego de Villarroel

 Debemos a Juan Diego de Villarroel que haya gongoristas en Utah, en Montevideo, en Samarcanda o en la Polinesia. Su influencia es indiscutible y nuestra gratitud, infinita. El gongorismo está extendido. Se ha hecho viral. Transciende su discurso y hace que otros se adhieran. Pronto el gongorismo será una iglesia, tendrá fieles, recitarán las soledades, saldrán extasiados del culto y buscarán pendencia con adeptos al conceptismo. Es la nueva contienda de los credos. Dios sabrá perdonar al blasfemo. Sangre en las cofradías de la metáfora, luto en los templos de la lírica: marcas de un tiempo convulso, signos de un sentir popular. Hay autobuses para que los iniciados visiten la casa del poeta. Aquí escribió Las soledades. Aquí Felipe III le nombró capellán real en 1617. Habrá concursos espontáneos en los que los más atrevidos recitarán la fábula de Píramo y Tisbe, enfatizando con delicada dicción la parte en que los amantes babilónicos expresan  con más alambicado ardor sus infortunios y quebrantos. Un gongorista profesional incurre en ligerezas métricas, no da con fehaciente pulcritud con las palabras; no por ello se abate ni el desaliento lo devasta. Juan Diego de Villarroel fue gongorista temprano. Su precocidad provenía de un tío suyo que decía ver al mismo Góngora en sueños. Al devenir de los años, fue a Juan Diego a quien Don Luis asistía en el páramo del sueño y en la agreste ocupación de la vigilia. Festejado en juegos florales provinciales, agasajado con alguna mención de campanillas en certámenes provinciales, su fama alcanzó la opulencia de la corte capitalina cuando declamó la obra completa del genio cordobés sin omitir un hipérbaton o titubear en la fonética de los más áspera nomenclatura clásica. Ahí Juan Diego rivalizaba en genio con el mismísimo Príncipe de las tinieblas, según registra Marcelino Menéndez Pelayo. Tal era su pulcritud y acendrado oficio en el arte de la declamación que prosperó la moda del gongorismo. Un quiste en las cuerdas vocales apartó a Juan Diego de la misión de difundir la palabra de Góngora. Una vez le regresó el timbre y el tono, nada fue como antes: no había dulzura en el empaste de las cesuras, no se escuchaba al viento cortejar un risco cuando clausuraba la lectura de alguno de esos maravillosos sonetos bucólicos. Aunque a fe mía que ni el dulce Arión ni el sabio Palinuro, allá donde moren su eternas vigilias, impedirán que la providencia restablezca el candor en su voz y pueda  retornar el gongorismo al preclaro lugar que le corresponde. 

17.2.23

Dibucedario 2023 / W / Whiplash, Damien Chazelle, 2014

 


No se puede ser sublime sin interrupción, sentenció Baudelaire. Lo más probable es que ni siquiera podamos ser mediocres o vulgares a tiempo completo. Siempre hay un momento en el que nos desdecimos, mutamos, hacemos justo lo que no se espera de nosotros. Hay quienes se imponen tareas inasequibles y se consagran a ellas con absoluto fervor y quienes, impelidos por otro ánimo o ni siquiera forzados por ánimo alguno, hacen cosas maravillosas con pasmosa facilidad. Se enaltece al dotado en alguna disciplina, no hay encomio lo suficientemente enérgico. También se zahiere al que no da la talla, se lo proscribe. El talento vendrá de algún lugar recóndito que no podrá ser pesado, medido, ordenado, clasificado, escrutado hasta que todo lo que contiene está a la vista y puede ser manipulado, registrado y, finalmente, convertido en algo que podrá ser transmitido, inoculado, considerado mercancía de la que sacar beneficio. Al genio se le tiene que dejar solo. Hasta conviene que no haga pedagogía alguna de su agudeza o de su brillantez. En Whiplash se las ingenian para sacar al genio de alguien que propende a serlo. Se ve esa capacidad, se cree en ella. Hay algo sublime interrumpido, una especie de fulgor que tarda poco en desvanecerse. Fletcher, el profesor de jazz inflexible, incivil y despótico que conduce a su alumno aventajado al infierno, sostiene que Charlie Parker alcanzó lo sublime mucho tiempo después de que en el club Reno el batería Jo Jones le arrojara a los pies uno de los platillos de su instrumento al no dar con el compás de la melodía. Parker, humillado, decide dedicarse incansablemente a mejorar su técnica. La obsesión del maestro por esa anécdota no conduce a ningún sitio en el que quedarse, no hace de su pupilo un músico mejor, sino un ser frustrado, una especie de obrero estajanovista que sangra (literalmente) en la adquisición de su oficio. La épica del esfuerzo no siempre resulta conmovedora ni productiva. El sacrificio es, en muchos casos, sadismo, vejación, tortura. Nada merece la pena si quien se obstina en un logro deja por el camino los motivos de su anhelo. Whiplash es un relato áspero, del que no se extrae la didáctica del amor a un oficio. El jazz que suena apasiona, pero no hay libertad en todos esos sonidos que ocupan el metraje. El escrutinio de la belleza no puede cancelar la emoción. El maltrato es una de las formas con la que a veces se adquiere ese estado de lo sublime que Baudelaire no creía que pudiera mantenerse de continuo. El artista es un fantasma cuando únicamente existe para su arte, alguien despojado de corazón. Por otro lado, recuerdo eso que decía Lorca sobre su inspiración, que sucedía justamente cuando estaba trabajando. Dejarse la vida en contar la belleza no es hermoso, aunque tengamos un inventario prolijo de artistas que se sacrificaron para acometer esa perfección que probablemente solo ellos se exigían. 




Peor la Highsmith



No se sabe lo difícil que es vivir en un cuento de Quim Monzó hasta que has entrado en uno y te ha costado la vida encontrar la salida. Hay quien sigue ahí. En el mejor de los casos, puedes descubrir que eres panadero y despachas hasta el mediodía, vuelves a casa, no encuentras a tu mujer, llamarla insistentemente sin éxito y leer por la tarde la prensa deportiva tirado en el sofá, mientras en televisión emiten un documental sobre las costumbres amatorias de los pingüinos. A la caída de la tarde sales a dar un paseo, le das la vuelta al pueblo y poco antes de cenar, después de haber saludado a todos los amigos que os aprecian y respetan, te das una ducha, cenas cualquier cosa, no eres goloso ni hambrón, y ves una película de intriga. Recuerdas a tu mujer. La echas de menos. Es raro que tarde tanto. Nunca se pierde sin avisar que va a perderse. Ella es de perderse de vez en cuando. Cuando regresa, no dice qué ha hecho, ni a ti se te ocurre preguntarle. Es un estado natural de las cosas. Una vez le sugeriste que podrías probar tú a perderte y no le pareció bien. Se veía su desaprobación, aunque no emitiera una sola palabra de reproche. Sois una buena pareja. Tenéis una rutina maravillosa. Cada uno tiene una serie de ocupaciones. Lo principal es no desatenderlas ni acometer las que no te corresponden. Yo no plancho, yo no hago la lista de la compra. Ella no recoge la ropa de la azotea, ella no lleva las cuentas de la casa. A veces hacéis el amor. Un día las cosas suceden de otro modo. Te levantas temprano, te vistes, desayunas un café con unas galletas de avena, sales a la calle y piensas que la panadería no es suficiente, piensas que la panadería va cada vez peor, te explotan, llevan sin aumentarte el sueldo tres años, más quizá. Cuando vuelves a casa, tu mujer está viendo la televisión. La resaca de la trompa de anoche la ha levantado a las dos. No hay comida preparada. Te buscas una loncha de jamón de york en el frigorífico y la metes en medio de un par de rebanadas de pan grueso de molde. En casa, aunque seas panadero, no hay pan del bueno. A ella no le gusta. Dice que engorda más que el otro. El alcohol no engorda, ¿no es cierto?, le contestas apagando la televisión con el mando. No contesta, está adormilada. A media tarde, ofuscado, incapaz de haber echado una cabezadita, sales a la calle. Llueve, pero no has caído en coger el paraguas. Le das un par de vueltas al pueblo. No saludas a nadie, nadie te saluda a ti. Se ve a la legua que no estás para saludar o para que te saluden. Al volver a casa, ella está preparando unos huevos revueltos y unas lonchas de bacon. Te mira con una sonrisa muy tierna, como la que te engatusó cuando la conociste en la universidad. Mañana no pruebo una gota, te lo juro, dice mientras remueve los huevos. Lo dice sin mirar. Anoche también lo dijo así, sin mirar, removiendo los huevos. Comes sin hablar, ves la televisión sin mirarla, le coges la mano, la besas, piensas que mañana es posible que a Quim Monzó le dé por ponerte a leer por la tarde o a hacer que te duermas en el sofá mientras en la televisión emiten un documental sobre las costumbres amatorias de los pingüinos, pero por otro lado mejor Monzó que la Highsmith. En casa, siempre dijisteis la Highsmith cuando se sacaba tiempo para leer. Una vez caíste en una novela suya y casi te rompen el cuello en un sótano y te entierran en un jardincito a la vuelta de la casa. Lo peor fue cuando creíste que ella te engañaba y te lo montaste con la vecina. Qué tristeza inmensa la tuya al descubrir que no era cierto. Qué arrepentido después cuando ya no hay remedio. Entonces sales a pasear, lloras con pudor, por si te ven, mientras buscas la manera de decirle que la culpa la tiene Monzó. Peor hubiese sido la Highsmith: ella me hubiera escrito líneas más trágicas. 

15.2.23

100 canciones / 3 / The carpet crawlers, Genesis, 1974


There is lambswool under my naked feetThe wool is soft and warmGives off some kind of heatA salamander scurries into flame to be destroyedImaginary creatures are trapped in birth on celluloidThe fleas cling to the golden fleeceHoping they'll find peaceEach thought and gesture are caught in celluloidThere's no hiding in memoryThere's no room to avoid
The crawlers cover the floor in the red ochre corridorFor my second sight of people, they've more lifeblood than beforeThey're moving in time to a heavy wooden doorWhere the needle's eye is winking, closing on the poorThe carpet crawlers heed their callers:"We've got to get in to get outWe've got to get in to get outWe've got to get in to get out"
There's only one direction in the faces that I seeIt's upward to the ceiling, where the chamber's said to beLike the forest fight for sunlight, that takes root in every treeThey are pulled up by the magnet, believing they're freeThe carpet crawlers heed their callers:"We've got to get in to get outWe've got to get in to get outWe've got to get in to get out"
Mild-mannered supermen are held in kryptoniteAnd the wise and foolish virgins giggle with their bodies glowing brightThrough the door a harvest feast is lit by candlelightIt's the bottom of a staircase that spirals out of sightThe carpet crawlers heed their callers:"We've got to get in to get outWe've got to get in to get outWe've got to get in to get out"
The porcelain mannequin with shattered skin fears attackAnd the eager pack lift up their pitchers, they carry all they lackThe liquid has congealed, which has seeped out through the crackAnd the tickler takes his sticklebackThe carpet crawlers heed their callers,"We've got to get in to get outWe've got to get in to get outWe've got to get in to get out"
"We've got to get in to get outWe've got to get in to get outWe've got to get in to get out"
"We've got to get in to get outWe've got to get in to get outWe've got to get in to get out"
"We've got to get in to get outWe've got to get in to get out"
The carpet crawlers heed their callers,"We've got to get in to get outWe've got to get in to get out"


Alguien llama a quienes se arrastran por las alfombras. Son criaturas frágiles, ansían que se les asigne una trayectoria. Se desplazan abrumados por la soledad. No se ven entre ellos. A lo sumo, escuchan pequeños indicios de cosas que se resquebrajan. Una salamandra que se precipita al fuego. Busca la paz en las llamas. Detrás de la luz están la cámara de las 32 puertas de madera pesada y el cordero yaciendo en Broadway. La lana suave y cálida bajo mis pies desnudos. Hay un vellocino de oro al que se aferran las pulgas. Hay que entrar para salir. Hay que echar raíces. Los superhombres de maneras correctas se mantienen en kriptonita. Las vírgenes necias se ríen. Podéis llamarme Rael. No responderé, pero no hay otro nombre del que pudierais valeros para que yo os escuche. Ni los que se arrastran podrían. Ellos, los ciegos y los muertos. La música sugiere que el camino de vuelta a casa no será dulce, a pesar de la fragilidad de la melodía, que parece venir desde fuera del tiempo e ingresar en él con la fiereza de lo que desea extenderse, ocupar el cielo, enredarse en el agua, comprometer el silencio hasta que todo cesa y regresa la incertidumbre. 


Homo homini lupus

 Soy el último apóstol de la sangre, he visitado los grandes templos, me conmueve lo liviano, toda esa fragilidad del ánimo cuando se desampara el aire y el invierno es una plaga bíblica. Tengo conmigo las primeras palabras, tutelo imperios de ceniza. Mi madre es una escultura en un templo babilónico. Hay amigos míos que beben a morro sin pudor y cantan viejas melodías medievales. Les escucho y los abrazo. Una vez le hablé a una hormiga. Tengo esa debilidad. Le hablé de mis años en las academias del pudor. Era un alumno obediente. Pasar desapercibido es un arte. Roma fue un imperio basado en la sangre. Son los lobos los que la inventaron. La civilización perdió la inocencia con esos dos niños a los que amamantó una loba. A partir de ahí, cualquier aberración es un estímulo para el progreso del espíritu. Jesucristo los contrarió. Era una revolución toda esa poesía de la vida eterna. También los mares hablaron. Naufragios, ese alfabeto profundo. Enternece ver caballos sumergidos. Duele el pétalo al segarse. Toda la luz cabe en un pétalo. Toda la historia. Darwin, Newton, Arquímedes. Ellos vieron el lodo. Pero lo primero que se sacrifica es siempre la poesía. Es la pieza canjeable por cualquier otra de más impacto inmediato. La parte débil de la trama. Se la sumerge. Convida a la eternidad a los caballos muertos. Pecios de crines, grupas de algas. Nadar es un acto de honestidad. Morir, un receso. 

14.2.23

Pequeños actos de amor

 Sólo conozco el mundo cuando escribo.

Joseph Roth



Me agrada mucho lo que dijo Claudio Magrís, al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2004: "La escritura es un pequeño acto de amor y por eso a veces hiere". Si a la confidencia de Magrís añadimos la de Roth nos queda una linda manera de entender el acto maravilloso (milagroso) de la escritura, que contiene conocimiento y dolor. De las primeras tablas de arcilla en las que los sumerios fijaban sus runas a los poemas de Manuel Vilas que leí anoche han pasado muchas cosas. Ha llovido en Cartago, como decía Borges. Naves romanas surcaron el Adriático. Ejércitos de bárbaros devastaron aldeas. Kafka se perdió en las calles de Praga. Charlie Parker empeñaba un saxo para agenciarse una dosis de heroína. Oppenheimer construía su juguete diabólico. Leonard Cohen buscaba un adjetivo en el Chelsea Hotel. Cortázar paseaba Paris con un abrigo largo con libros en los bolsillos. Nabokov cazaba mariposas en pantalón corto. Todas esas cosas elementales desde un punto hasta otro de la línea infinita de las letras o de la vida. Pequeños actos de amor. Heridas. Formas de entender el mundo.

13.2.23

100 canciones / 2 / Insurrección, El último de la fila, 1986


¿Dónde estabas entonces cuando tanto te necesité?
Nadie es mejor que nadie, pero tú creíste vencer
Si lloré ante tu puerta, de nada sirvió
Barras de bar, vertederos de amor
Os enseñé mi trocito peor
Retales de mi vida, fotos a contraluz
Me siento hoy como un halcón
Herido por las flechas de la incertidumbre, eh-eh
¿Dónde estabas entonces cuando tanto te necesité?
Nadie es mejor que nadie, pero tú creíste vencer
Si lloré ante tu puerta, de nada sirvió
Barras de bar, vertederos de amor
Os enseñé mi trocito peor
Retales de mi vida, fotos a contraluz
Me siento hoy como un halcón
Herido por las flechas de la incertidumbre
Me corto el pelo una y otra vez
Me quiero defender
Dame mi alma y déjame en paz
Quiero intentar no volver a caer
Pequeñas tretas para continuar en la brecha
Me siento hoy como un halcón
Llamado a las filas de la insurrección
Hey, hey
Me siento hoy como un halcón
Llamado a las filas de la insurrección


Hay canciones que funcionan al modo de la magdalena que Proust hizo meter en el té en aquellos caminos de Swann y le hizo evocar el big bang y el ruido que hacía su madre cuando le estaba alumbrando. Si quien narra aquel episodio epifánico, al tragar el bollo mojado en té, creyó dejar de sentirse mediocre, triste, vacío, contingente y mortal, yo al escuchar a Manolo García cantar la pieza de El último de la fila siento las mismos prodigios del ánimo y abandono la pesadumbre, sintiendo la memoria como si me perteneciera enteramente y nada que alojara quedase fuera de mi alcance. Tengo en mí su esencia preciosa, escribía Proust. Ni siquiera es una propiedad, añade: es que yo mismo soy esa esencia.
Proust tardó tres mil páginas en registrar esa riada de recuerdos. Insurrección, en tres minutos mal contados, logra lo que la magdalena, pero más jubilosamente, con enjundia menos dramática. Es escucharla y verme afectado de juventud y de parrandas en pubs que semejaban catedrales de inquebrantable fe en el amor novicio y en las amistades eternas. Quirófano. La Buhardilla. 4.40. Hacíamos la ruta sin omitir ningún templo. Éramos ungidos, era el milagro de la transustanciación: era brotar una luz el aire de continuo, era la masa madre del pan primordial de la euforia, era el cántico tribal de la tierra. Manolo García oficiaba el ingreso en la dulce tiniebla de la eucaristía. Todavía me pierdo en la prolija bendición de esa sustancia alada que nos confería la sublime épica de la verdad.




El Bello Danubio

 

12.2.23

El arte de improvisar en el siglo XXI. Redux

 


Remiúrgica : espacio esencial en el que los sentidos brotan

A improvisar se aprende por la urgencia, pero hay una conveniencia meramente creativa, la de crear con la limpia pureza de lo nuevo, sin que se le dé revisión ni se sospeche que, aplicada esa revisión, concienzuda y eficazmente, algo pueda ser mejorado, elevado a un rango superior, de locuacidad o de ingenio o de belleza mayor. Se le atribuyen a veces virtudes menores, de escasa nombradía, convocadas por la irrupción de lo mágico o de lo telúrico, cuando no siempre es desdeñable, ni su relevancia menor. 

Deambulamos entre lo improvisado y lo trabajado, hacemos que una labor y otra comparezcan y nos conforten o nos asistan. Toda la historia del Arte tiene elocuentes ejemplos de cómo el genio creativo ha recurrido a la inspiración y luego ha confiado en poder pulirla. Quién pudiera entender el secreto del agua recién nacida, cantan Los Planetas. 

Acomodar lo erróneo en lo correcto a veces es también un acto deliberado de responsabilidad con uno mismo y con los demás. El músico colorea el aire con lo que se le ocurre. No tiene un plano. Titubea, avanza, se retrae, adquiere la propiedad etérea del juego, impone a la realidad una instancia de la que carecía, funda templos, se arroba la facultad del que, perplejo, no tiene conciencia de que algo ajeno ha sido de pronto adjudicado a su ser o a su expresar. 


La corrección es un procedimiento que legitima la autoridad del que crea. También es una instancia de la que no se hace acopio si irrumpe la bendición de lo inesperado, del afluir casto y lúbrico de cuanto no nos pertenece y reclama asiento en uno y voz que lo difunda. 
Se corrige lo dicho o lo escrito por ese vicio antiguo de no darse uno por contento con nada y creer que pensar otra vez lo pensado puede afinarlo, hacer que mejore, deseche lo que no cuadra y depare un mensaje menos defectuoso, más acorde al propósito que lo trajo. Hay una voluntad firme de descontento a la que se le asigna otra voluntad, la de enmendar, la de borrar (incluso la totalidad) o la de apreciar qué matiz no conviene, cuál se precisa para que la corrección surta su efecto terapéutico, higiénico casi. No siempre está al alcance la aplicación de ese matiz. No es que gane la pereza y el escritor sea un gandul que sólo se realiza escribiendo. No es eso, no creo que lo sea taxativamente. Es la romántica idea de que no hace falta tocar más, que ya se ha hecho limpieza mientras se escribía y las palabras han salido como debían y las oraciones se han ido colocando al único modo en que podían hacerlo, sin estorbarse, procurando que la lectura sea lo más importante. Se cree el autor haber sido bendecido por una especie de magia o de números nutricio, poseer la licencia de ese acto creador único. 

Hay veces en que todo se pone en contra, no obstante; rehúsa uno afinar, adolece tal vez de la exigencia debida, antecede el arrebato al puntillismo, ese volcado exhaustivo de intenciones definitivas. Las ocasiones en que se presenta la obligación de arreglar (ese verbo es pertinente) se afana uno, hace prevalecer la continuidad del hallazgo, pero no la pervierte, no permite que se corrompa esa irrupción dulce. Escribir es un conflicto del que debe salirse airoso. Luego está la lectura posterior, he ahí el catón fundamental. Cuando leemos lo que se ha escrito, aparece la duda, el pudor. También hay un escritor dormido en el lector de la escritura ajena. Al leer, se ejerce una lectura elíptica, elidida y militante. Hace mucho tiempo que caigo en esa costumbre, a la que muchas veces pongo reparos, pero de la que me cuesta zafarme. Hay libros que exigen esa mirada periférica: la del que desea escribir a pesar de que no lo haga y se deje conducir por otros. Es festiva esa escritura invisible. Da cuanto uno anhela. Leer es el inicio de toda escritura. Lo que ahora estoy escribiendo es la lectura de un texto ajeno. Quizás convenga un punto intermedio. Que escribir contraiga una revisión y haya herramientas con las que contar para pulir (ese verbo también conviene) lo vertido. Con todo, me aplico con verdadero interés la idea de corregir, la idea fundamental en quien escribe de que todo puede ser mejorado, no sé con qué fortuna. De entrada no releeré este texto. 

A la creación artística la incitan motivos inefables las más de las veces. Acuden a ese empeño la perplejidad y el asombro: esos son los instrumentos de trabajo. Crear es una extensión de vivir. La imaginación sensible es un atributo del espíritu con el que el hombre se ha explicado a sí mismo y ha dialogado con los dioses. Hay un arrimo metafísico en el que en ocasiones no interviene conciencia alguna. Es el bienestar que produce lo que la extrae y la conciencia de ese bienestar lo que la pule. El numen se afinca en quien afanosamente lo anhela y en quien no lo requiere. Paradójicamente esa intervención mágica sucede con idéntico desempeño, no se tiene idea de los motivos que atraen a alguien a crear. Percibimos el mundo y luego lo representamos. Lo que fascina es la necesidad del arte. Cuando irrumpe, el placer lo impregna todo. Es la dopamina, informan los científicos. Si algo nos agrada, el cerebro la libera, nos recompensa, pero hay un peaje. John Milton lo recogió en El paraíso perdido: el hombre se rebela contra lo que lo coarta, se reivindica libre, desoye las admoniciones del augur, abraza la belleza ante la providencia de las tinieblas. Esa desobediencia es la constatación de que el hombre anhela saber y contar lo sabido. Los versos de Milton son heroicos y, en apariencia, blasfemos. Fue un libro prohibido: todas las novedades que fabrican la inteligencia y la sensibilidad humana son heréticas, parecen renunciar al bagaje del pasado y abrazar insensatamente las imprecisas lujurias del porvenir. Milton era, más que romántico, un barroco, por lo que el ornamento y la disposición alambicada de las herramientas del hecho artístico explican su heterodoxia, ese avanzar sin brida, un poco a ciegas y otro poco contenidamente. Las etimologías son un tesoro al que no damos el aprecio que requieren. En su primera acepción latina, improvisar es im-pro-videre, esto es, no considerado previamente, extraído con repentino afán, volcado sin el esmero de lo pensado.

En el siglo XX, lo más parecido al barroco es el jazz. Es el improvisador antológico. Surge cuando no se espera, accede a donde no se le llama. Los parajes a los que nos conduce su escucha son puro alambique: los incitan los mismos motivos inefables que conducen los de la creación literaria o pictórica. Su virtud es la improvisación, que es una licencia de los sentidos, un don divino (en términos de fe) o un desacato manifiesto al orden y a la previsión. El problema es la falta de predicamento de la misma improvisación, se aplique en una circunstancia artística o de cualquier otro rango. Se cree que improvisar es paliar lo que no se ha trabajado concienzudamente con antelación. Consta que no se confía en quien recurre a la espontaneidad. No queremos que el médico que nos intervenga tenga el temperamento de un artista y cierre los ojos, como en trance, a la espera de que un flujo de inspiración mueva el bisturí. 

Paradójicamente, deseamos la vehemencia de lo cartesiano, no el apasionamiento de lo etéreo. Es lo cuantificado lo que importa, se nos dice. La misma vida hace acudir esa llamada precisa, de número y de peso, de alfabetos sabidos y de frases consensuadas. Lo diverso, lo místico, lo oscuro, no es lo deseado, pero puja por asomarse, luego extenderse. En la música, el ruido fue la primera voz. Sin melodía, sin propósito. El ruido como una sustancia del aire. Sin que se la haga comparecer en asamblea de otros ruidos: él solo, con precipitada vocación de espasmo. 
De hecho la primera música que se registró en un papel era monofónica. La conjunción de varias líneas vocales independientes creó la polifonía, pero se mantuvo un mandato primordial, el de no hacer que se desequilibrara la melodía y se advirtiese, incluso en el desquicio del contrapunto, una armonía. La novedad consistió en que se admitía una cierta discrepancia entre los oferentes, una especie de bendita inconcordancia. Discrepar es avanzar, podríamos convenir ahora. Quien difiere del patrón que se le encomienda, produce la posibilidad de que otros acojan su discrepancia y permita que pueda ser nuevamente rehusada. Es el modo natural de que el arte discurra y las civilizaciones avancen.

Las palabras vienen de algún sitio que no nos pertenece. Habrá un recipiente del que se cojan, como agua de la que se abreva. Será el hambre o la sed los apremios primeros. Luego hay que deshacerse del paisaje, que es una costumbre del ojo. El músico de jazz es un poeta de verso libre, pero maneja con oficio la métrica. Para desobedecer hay que conocer las leyes, podríamos decir. Cuanto más se conocen, más dulce y gozoso es el ejercicio de contradecirlas. Al orden, que es un estado alterado del caos, no le incumbe la belleza del mundo. Es el mismo caos el que la alumbra. Del orden puro solo se percibe la rigidez, el estado matemático de las cosas, su concilio cartesiano y puro. La pureza nunca reveló la naturaleza humana. La contiene, hasta la modela, pero la semilla es espúrea. Se la ausenta del baile de iniciación, se la reprueba con toda la maquinaria de la cordura y la razón. El jazz tiene ese don de lo ubicuo y de lo descarriado. 

El jazz vive en esa periferia sublime que parece buscar un centro y, al tiempo, se aleja de él, lo rehúsa, hace como que no le incumbe y, finalmente, se rinde a su mágico fulgor, a su imán infatigable. Los músicos de jazz parecen desentenderse de un patrón, pero cuentan con él en cada nota. Creemos que improvisan o que se están ensimismando y olvidando el recado de sonar como un todo, pero hay una argamasa invisible que lo ensambla todo. Es un diálogo entre el cero y el infinito. Ahí se hace vanidoso, ahí se recama de luz, ahí se convida de sombras. Todo está legitimado, todo está pomposa o relamidamente engalanado. No hay un porqué, no hay un prontuario en el que descubrir las razones del prodigio. Su perseverancia es milagrosa. Nada lo aflige, nada le es ajeno, nada lo desdice. Es como un polvo que ocupe la banalidad inocente del aire: de pronto parece irse o invita a pensar que nos está cercando. Cuando acoge una melodía y la apreciamos, se desentiende de ella, como si le incomodara. El hecho de que de la nada surja esa promiscua opulencia es, en sí mismo, un misterio. Agrada que lo sea. 

El arte, modificando a Breton, será promiscuo o no será. El jazz es un ángel que ha sido manumitido de la servidumbre celestial. Ha bajado, nos ha tentado, se ha envalentonado. Si me preguntaran qué es el jazz, no sabría responder. Tampoco si se me interroga sobre la literatura o sobre el amor. Son cosas de una evanescencia dulcísima. Acuden sin que se las apremie. Intervienen sin ánimo de permanencia, pero no se puede desprender uno de su influencia. Todo en su remiúrgica planta. Todo expresado con corazón cuando los sentidos brotan. 

Publicado en www.remiurgia.es  (Retomado, corregido, sometido a supresiones y añadidos aquí. 

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