27.9.15

Dos cabalgan juntos



Cada uno predica el evangelio a su manera. No se precisa creencia en divinidad alguna para divulgarlo. Se puede incluso prescindir de símbolos que lo hagan más entendible o de personas que piensen como tú y contribuyan a la labor misionera. En su etimología, evangelizar es difundir la buena nueva. En estos tiempos de zozobra y de fricciones lo que faltan son buenas nuevas que contar. No son propiedad de las religiones, de las muchas que llenan los mapas, las noticias buenas, las que hacen que el espíritu respire y se sientan feliz en convivencia con los demás y consigo mismo. Andamos hasta cortos de gente que extienda las buenas nuevas con la suficiente convicción y haga que los que las escuchan se sientan aliviados y crean que es posible un futuro mejor, una vida mejor. Estos dos son buenos en lo suyo. Cada uno a su manera hacen su trabajo con oficio. Hacen que la política y la religión sean útiles. Habrá quien disienta y sostenga que ni Obama ni el Papa Francisco son ejemplos a seguir. Parto de la idea firme de que ni soy seguidor de uno ni del otro. No son dos personas que guíen mi vida, pero admito que lo que hagan o dejen de hacer pueden terminar por influenciarla. Son poderosos y aceptan su cuota de poder, aunque uno la exteriorice más que el otro. Los dos, sin margen de duda, buscan un mundo mejor. O buscan, en todo caso, que este mundo nuestro no vaya a peor. Lo del Papa es asombroso: un hombre de verbo fácil y de fabuloso calado popular. Obama no alcanza el nivel del Santo Padre. Ambos saben que su mandato es coyuntural, ambos trabajan para que su esfuerzo no muera con el cierre de contrato. Obama se perderá en conferencias y en salones de la fama cuando los votos lo echen del Capitolio; el Papa Francisco, por edad, dejará la Silla de Pedro a otro: otro que no despertará la simpatía de éste, otro que llenará estadios (Pitbull los llena) pero que no parecerá tan humano como Francisco. Dicho esto de un descreído convencido como yo exhibe el poder convocatoria del Papa. Se atreve a pedir que el congreso norteamericano anule la pena de muerte o a pedir a los poderosos, allí donde los hay, que cuiden la Tierra y hagan que los pobres, los desfavorecidos, los parias, los que no bendijo la cuna o la visa de sus padres, lo sean menos. Siempre habrá pobres. Eso lo saben los dos. Saben también que no coinciden en todo, que les separa el respeto a la diversidad sexual o a el derecho al aborto. Son matices. Lo que importa es que anden ahí los dos casi del brazo, abriendo puertas, cerrando heridas. No es necesario que uno comulgue para ver que toda esta agitación mediática -también tiene su parte de show business, su cuota feliz de espectáculo de masas- es buena en general y hace que la alianza de los pueblos y de las creencias no sea únicamente un deseo, una línea en un texto, una esperanza en boca de quienes no poseen influencia en los que mandan. Estos, a su modo, lo hacen: mandan, influyen. Tiempo habrá, cuando encarte, de sacar los trapos sucios, todo lo que no es defendible de estos dos caballeros, los pecados familiares, las causas menos nobles, el roto que a menudo hacen a la convivencia, todas esas pequeñas cosas que no inclinan la balanza a que se les santifique en demasía. 

Drugos, Billy Joel y libros de pedagogía



   A Antonio, Auxy, María del Mar y Rafa, por los buenos años compartidos

Noches que se pasan sin dormir. No porque algo te acucie o te soliviante. Quizá sólo porque no hay mejor ocasión para hacer lo que no se podría hacer en ningún otro momento del día. Se trata, en el fondo, de ir a contramano. Me esmeré en ocupar esa vigilia feliz de las noches en vela con libros y con cine y con música. Siempre hay trabajos que hacer, novelas que acabar, poemas que traer al mundo, discos que volver a escuchar. Anoche fue una de esas gloriosas noches. Vi La naranja mecánica, la obra maestra de Kubrick. No sé cuántas veces la he visto. Recuerdo la primera con absoluta nitidez. Las primeras veces, en casi todos los órdenes de las vida, se guardan con un mimo con el que no se registran las demás. La de anoche fue una sesión nuevamente especial. Creí no haberla visto antes. La fascinación que ejerce en mí me hizo aceptar que algunos pasajes eran familiares e incluso era capaz de improvisar diálogos y recordar cuándo sonaba Beethoven o cuando nuestro muchacho hiperviolento era sometido a severas sesiones de limpieza mental. No me imagino viendo ciertas películas o leyendo ciertos libros si no es a esas horas de la noche. Que mi caótico modo de estudiar de antaño obtuviera premio y sacara notablemente mi carrera universitaria se debe al mágico concurso de las adorables e infinitas noches de desvelo en las que algunos amigos devorábamos los temarios temerariamente. No es ninguna estrategia que pueda venderse como idónea. De hecho no considero que sea la mejor de los posibles, pero funcionó conmigo y también con ellos. Éramos lo que quisimos ser cuando podíamos haber sido cualquier otra cosa. Lo de llevar un horario ortodoxo quedaba para los demás. En esa edad, en otras también, uno desea señalarse, hacer que lo suyo no se parezca en nada a lo ajeno. Escuchar a Billy Joel a las tres de la madrugada con una mesa llena de libros de pedagogía era un placer absoluto. Luego, una vez acabados los años de facultad y disuelto ese celestial grupo de estudio, proseguí trasnochando en casa a mi manera. Ahora, si rememoramos aquellos excesos, comprendemos que no hubiera habido otro modo de hacerlo. De vez en cuando, caigo en la cuenta de que el tiempo, cuando los demás duermen, discurre de otra manera. Es elástico, es dinámico, es hondo y es también enteramente tuyo. No hay propiedad de las horas más firme que las nocturnas. Nos pertenecen más que las diurnas. Sobre el día no hago ahora ninguna consideración. Saldría perdiendo, de hacerla en serio. Hay días que pesan terriblemente si nacen después de una noche de vigilia. Días largos de verdad. Días que amenazan con no concluir nunca. Lo malo es que cuando lo hacen, en cuanto la noche hace presencia y nos mira fijamente a los ojos, deseamos invitarla otra vez, tenerla a nuestro antojo, cortejarla como sabemos, meternos dentro de ella como si fuese la mujer que amamos y fecundarla o que nos fecunde. Es todo quizá un glorioso acto de amor. Anoche, ya digo, al acabar la historia de los drugos, la historia del anarquista, insubordinado e iconoclasta Alex, agradecí no haber perdido del todo estas buenas costumbres. Me pasarán factura, me dirán aquí estoy, has ido demasiado lejos, cuando les venga en gana, pero yo soy feliz con estos abusos. Feliz es poco. 

20.9.15

Leonard Cohen no existe


No sé qué tiene de especial que Leonard Cohen entre en un supermercado y compre una bolsa de patatas fritas. Quizá tan sólo sea la evidencia de que hay otro Leonard Cohen. Incluso se admite la idea de que exista un tercer leonard cohen: el que llega a casa, se tira en el sofá, enciende la televisión y se bebe tres latas de cerveza. No hay nada sancionable en esa imagen exenta de lirismo. No se puede estar a tiempo completo siendo Leonard Cohen, el trovador, el melancólico, el profundo. Lo que no sabemos es cuál es el verdadero o si todos lo son. También podrían ser todos falsos. Que Leonard Cohen sea una impostura. Que cuando en un escenario esté cantando Suzanne y sintamos cómo Suzanne nos ofrece té y naranjas que vienen de China y deseemos viajar a ciegas con ella y ver a Jesús caminar sobre las aguas, Leonard Cohen esté pensando en la lista de la compra y recuerde si faltan leche semidesnatada o cerveza belga en el frigorífico. No sabemos nunca nada de esto. Al artista se le desea artista. No deseamos conocer quién hay detrás. De forma ideal, Leonard Cohen no debería salir a la calle y comprar patatas fritas en un supermercado. No sabríamos qué decirle. Todo lo que se nos ocurriera sería irrelevante. Porque Leonard Cohen no está en el supermercado. No es él en absoluto. Es el cohen dos o el tres o el nueve. Habrá uno para cada circunstancia. Gente como él tendrá cientos de egos disponibles. Yo también tengo emilios alternativos. Tú, ah lector dominical, también tendrás una buena docena por ahí. Nunca me he parado a contar de cuántos dispongo. Está el emilio que va a los bares y departe animosamente sobre fútbol con los amigos o el que escribe en el blog o el que enseña inglés en el colegio o el que echa la siesta en el sofá o el que escucha a Bill Evans o a Leonard Cohen o el emilio padre o hijo o esposo o amante. Me manejo bien con todos. Los voy usando a capricho. Ninguno es falso, pero igual ninguno es verdadero. Podríamos preguntarnos qué es verdadero y seguro que no llegamos a ninguna conclusión fiable. Se acoge a la verdad que yo ame a mis hijos o que cuide de mi salud o que desee vivir muchos años. Quizá ahí dentro esté esa esencia mía que no se deja embaucar por las circunstancias ni se malogra por injerencia del azar o de la voluntad ajena. A ver si avanza el domingo y me aclaro. 

18.9.15

Completarse uno / Leer II




Leer es una actividad de riesgo. Se te puede venir abajo el mundo al descubrir que todo lo que habías pensado no es válido. Para quien lee, un mundo venido abajo es una posición de ventaja. La incertidumbre es una actitud favorable. Todo lo bueno que no conoces proviene de la incertidumbre. Leer es acercarse a lo incierto, merodear lo que no tiene asiento, adentrarse (una vez que eres un buen lector) en uno mismo. Hay quien se conoce por lo que ha vivido, pero leer hace que ese conocimiento sea más fiable; incluso hace que sea más certero. En eso de conocerse uno mismo interesa dar bandazos. Ahora caigo a esta lado, luego me inclino al otro. Hay cosas inamovibles, principios sólidos, puntos innegociables, pero sólo quien ha cambiado de opinión en un asunto sabe lo disfrutable que es esa mudanza. Tengo amigos con ideas fijas, con un norte en la vida: les he hecho ver en alguna ocasión mi admiración por esa rotundidad de ánimo, por toda esa contundencia. Yo me quedo un poco afuera. Prefiero escuchar. Hablar es bueno, pero escuchar es mucho mejor. No es algo que haya aprendido hace tiempo. De hecho, es una de esas cosas que uno constata cuando rebasa cierta edad. De joven, no se escucha. No está en la juventud la cualidad de estar en un plano secundario, se desea cobrar el protagonismo, Para quien lee, todo lo que escucha tiene un parte literaria. Tengo amigos de charla novelesca. Cuentan historias sorprendentes y las cuentan de un modo sorprendente también. Serían buenos cuentacuentos. Alguno de esos que narran con tanta eficacia no han leído nunca. No saben lo que es perderse en una novela. Cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee, dijo Unamuno. No hay nada que objetar a la frase. Es de una limpieza intelectual absoluta. Lo bueno de la lectura es que te hace más consciente la vida. En un grado extremo, leer hace que no se tenga una vida sino varias, muchas. Cuanto más se lee, más se entiende cómo funciona el mundo. Leer proporciona el instrumental con el que franqueamos los obstáculos que el mundo opone a nuestra felicidad. Se lee para ser feliz. La felicidad que no proviene de la lectura la complementa. O es al revés. Por otra parte, cuanto más se lee, más lejos se está de entender nada. Solo leyendo se adquiere esa certeza: la de lo infinito, la de lo pobres y lo frágiles que somos. La religión es una disciplina de la literatura fantástica. Lo dejó escrito Borges. Cuanto más lee uno, más crédulo es. Leer es una forma de acercarse a la divinidad, al éter pluscuamperfecto. Bacon dijo algo parecido a esto. Cuanto más lee uno. ya acabo, más se desea vivir. Quisiera uno poseer otra vida, una ocupable en lecturas, en Lovecraft, en Cortázar, en Amis, en Cernuda, en poemas de amor,. en tragedias muy griegas, en historias de una negritud absoluta. Anoche terminé de leer una de serie negra. Black o Banville, da lo mismo. Creo que estoy más completo a cada novela que leo. En eso de completarse uno se tarda una vida entera a veces. Leer hace que cambiar de opinión sea un placer. No hay ninguno que nos haga mejores ciudadanos que el de ser capaces de entender al otro e incluso acercarnos a él y abrazar su credo. O que ellos, a los que persuadimos, abracen el nuestro. De credos va todo esto, de pensamientos que fluyen y se posan en otros y los colonizan, no solo de libros, no únicamente lecturas. La vida, ése es el libro. 

12.9.15

Leer

La cosa es si lo que yo entiendo por ser feliz lo comparte alguien de un modo absolutamente íntegro. No digo alguien que te ame, con quien formas un hogar y traigas maravillosos hijos al mundo. No hablo del amor, que es el que hace moverse al cosmos. Lo que rumio a estas horas de la noche es si en el bendito mundo - lo es, lo es a pesar de todo - alguien coincide conmigo como si fuese una escisión de mi cerebro embutida en otro cuerpo. Puede ser un ciudadano del pueblo de al lado o de las antípodas del mapa. Lo fascinante es la posibilidad de que de verdad exista esa persona. No creo que de entre todas las criaturas que pueblan los pueblos diminutos y las grandísimas ciudades no haya nadie que sea yo mismo. De entrada podría intimar con él -no descartemos que sea una hembra, por qué no habría de serlo - y airear asuntos de los que nunca antes di carta de presencia alguna. Ni siquiera esta manía mía de escribir -con todo lo que uno que escribe larga y con todo lo que hay de charlatán en quien no para de contar el mundo o de contárselo a sí mismo - hace que sepa con nitidez cómo soy. No lo sé, no tengo ni idea. Voy que corto hacia los cincuenta y no poseo de mí más conocimiento del que tengo de algunos buenos amigos. Creo que saber el lugar al que me dirijo, creo saber qué ando buscando cuando llegue allí, pero hay distracciones en el camino que hacen frágil la misión que lo encauza. Dicho de otra manera: no hay día en que algo que yo haga no me sorprenda. Como si fuese otro, como si mutase dentro de mi persona la parte en apariencia invariable que hace que los que me aman me sigan amando y los que no me soportan sigan sin soportarme. Por eso piensa uno en la felicidad, que es un asunto de poco asiento en la vida diaria y mucho predicamento en la filosofía y en los prontuarios infames de los coelhos y los bucays del mundo. No se es feliz: se está feliz, se siente una brizna de felicidad que, luego de invadirnos, se fuga y nos deja con el mal cuerpo que todos conocemos. Con lo que yo me siento feliz es con la incertidumbre. Creo que es lo que más me apasiona. No saber, no tener nada completamente claro, no poseer las certezas que podrían acomodarme y hacer que me pierda todas las vidas que, al vivir solo la mía, estoy perdiéndome. Y hay tantas vidas perdidas si solo se practica la propia. Por eso leer es algo parecido a la felicidad. Ahí quiero llegar: leer es ser otro, otro sin dejar de ser el mismo; otro dulce u otro atroz u otro convencido de que existen los viajes en el tiempo, los amores perfectos o el crimen hermoso. Por eso leo a Wells, a Proust o a Highsmith. Ellos me acompañaron este verano. Los tres me transportaron a lugares en donde antes nunca había estado. Leer hace que tu cabeza posea todo el cosmos en su interior. Eres como un dios caprichoso y rudimentario, un ser privilegiado al que el azar o la conjunción de todas las causas y de todos los azares le ha hecho poseer la llave que abre todas las puertas. Leer hace eso: que no haya puertas. Y el mundo tiene tantas y están tan custodiadas por guardias tan terribles. Si hay por ahí alguien como yo estaría encantado de invitarlo a café y sentir que no estoy tan solo. Solo a pesar del amor y del hogar y de los hijos y de los cuentos de Borges y del piano de Bill Evans a las dos de la madrugada. 

5.9.15

Los muertos de los demás


Tenemos los muertos que nos merecemos. Los hay que se nos incrustan más adentro y salen con dificultad, pero no hay ninguno que se quede dentro. Hablo de los muertos ajenos, muertos con los que no hemos paseado las calles de nuestro pueblo, ni sentado en una terraza de bar. Ni siquiera muertos a los que dar los buenos días. Lo habitual de toda esta pandemia de muertos en las playas y en los trenes es que agiten la conciencia, pero la conciencia es un estado tan etéreo, de tan inconsistente asiento en la realidad, que termina sustituyendo una tragedia por otra, confundiendo unas lágrimas con otras, dejando que las noticias lo impregnen y surtan de todos esos afectos invisibles que uno a veces tiene con la humanidad que no conoce, con los ciudadanos de los países a los que no irá nunca, de los que no saben nada, con quienes no tomará jamás café en las terrazas ni paseará los parques. Duele, no obstante, que seamos sensibles de esta manera tan aleatoria. Nos sobrecogen los ahogados, pero son ahogados sirios, no hay ningún de Aragón o de mi calle. Todavía persiste esa vecindad de los muertos cuando se estrella un avión, se hunde un barco o unos terroristas vuelan un hotel. Con tal de que no haya nadie de mi barrio, con tal de que ninguno hable mi idioma y vea los mismos canales de televisión que yo, todo entra en una normalidad sobrellevable. Duele que haya niños. No deberían estar en esos juegos crueles de sus padres. Ninguno tendría que pedir refugio. La infancia es lo único sagrado que hay en este mundo. Todas las políticas del mundo, las de más acendrado progreso y las que se orientan a adquirirlo, deberían proteger a los niños, evitar que sus caras estén sucias. Duele que los que se arraciman en las estaciones, esperando que un tren les lleve al norte, al paraíso de los ricos, crean que el mismo tren sea ya un hogar, un techo fiable, una esperanza válida, un paraíso improvisado y cálido. Yo creo que hasta saben que se les miente, pero la fe los conforma, los mantiene a salvo del caos. No son muy distintos a los que no tenemos que librar una batalla con el mar o ocupar una plaza en un tren para sobrevivir. Nuestras inconveniencias son otras y son las mismas. Crédulos cuando hace falta, todos creemos que todo irá mejor. Caso de que, rezando, alguien nos pregunte sobre el dios al que nos inclinamos, diremos que ninguno en particular, al que buenamente pase por ahí y escuche. Incluso cabe la posibilidad de que, no pasando ninguno, la plegaria sea atendido. El azar funciona así, la vida tiene esos mecanismos invisibles de compensación y hay ocasiones en que nivela el mal que hizo con bondades que se le van ocurriendo. Yo quiero pensar que el niño sirio ahogado, el de las fotografías que han ocasionado tanto revuelo y tanto pudor, sirva para algo. Luego cae uno en la cuenta de que pensar no vale para nada salvo para asumir la inutilidad de lo pensado. Los muertos de los demás, los sirios y los nigerianos, los de las guerras que no vemos y los de las portadas de los diarios, no son nuestros, nunca lo van a ser, y mientras no los sintamos nuestros, seguirán alfombrando las playas turcas o las de Sicilia. Cerrando el capítulo de dolores, duele también que los medios de comunicación se froten las manos (lo hacen, claro que lo hacen) cuando la realidad les escribe los guiones y la crudeza de las líneas, con lo morbosos que somos los humanos, fideliza las audiencias y hace que los anunciantes de viajes y de colonias caras y de coches de élite les patrocinen los programas. La vida en la frontera no espera, como decía Auserón en sus buenos viejos tiempos. La tierra de promisión no entiende de razas, no, pero habría que dejar que entren, sí, pero sin que ese acto de pura bondad, el de abrirles las puertas, el de aceptar que nos acompañen en el viaje, desatienda el cuidado de que respeten las normas con las que hemos construido el mundo en el que vivimos. En ese respeto, en esa voluntad de acatar las normas básicas de convivencia, normalmente constitucionales, de acuerdo común entre iguales, es en donde la casa es de todos. Y creo que ahí es en donde los gobiernos, más allá de que Rajoy escenifique con Cameron un photoshop de fin de semana, deben remangarse y buscar la dirección idónea para que la barca, otra barca, avance y no se hunda. Y no hablo del peso.

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...