30.11.22

334/365 John Banville / Benjamin Black

 




Constato el afecto que le profeso a los personajes negativos, a los que no hay manera de salvarlos, los que se arrastran y medran con artes infames, los que viven o mueren conforme a su voluntad, aunque esa voluntad no sea la que la buena educación y las normas de convivencia proclaman como las aceptables. Al mal se le tiene un respeto que el bien no consigue casi nunca. Es el miedo el que se las ingenia para que el respeto aflore. Es la consideración primera con la que uno mira el mundo por primera vez, toda ella impregnada de sorpresa y de miedo, de incredulidad y de asombro. Constato también la facilidad con la que  . Los años aguzan el ingenio para que el miedo no prospere más de la cuenta y podamos llevar una vida normal, si es que hay alguna que de verdad lo sea.  Toda la literatura que amo está cimentada con personajes malvados, gente ruin a la que cerca la sociedad o acorralan los buenos, hasta que les dan su merecido, como se dice. Si se extrae de una novela al malo, queda poco o incluso no queda nada. En el hipotético caso de que no haya malo, de que ningún personaje granjee la animadversión del lector, la novela flaquea, se engurruñe (me encanta ese verbo) y acaba convertida en un adorno, algo presentable, comúnmente aceptado, confirmado en el canon, en el gran canon de la literatura aséptica, linda de aspecto, susceptible de ser sacada a paseo y presentada sin rubor en las reuniones de sociedad.


Leyendo a Banville, pienso en el libro primero suyo que me deslumbró, en el libro de los libros, en la Biblia canónica, en la matroska de Max Morden en El mar, en ese monólogo de un hombre roto que decide confiar la escritura su salvación. No hay mejor libro que éste para refrendar todo lo que expong, pero  prefiero a Benjamin Black que a John Banville, la mente que lo creó. Estos tiempos me empujan con más apasionamiento al lado de las sombras, no el de la luz, que no siempre brilla y que se deja querer por ellas. En cierto modo está bien que un escritor cree un alter ego, uno capaz de bajar a donde él no podría o donde no querría. Un otro de inclinación más prcsminosa. Habría que tener un seudónimo, un alias, un yo escindible con el que poder salir a calle y hacer cosas y decir cosas que no estarían bien hechas o bien dichas con la autoridad del yo primario. Después de El mar (Banville) vino En busca de Abril (Black)un monumental ejercicio de precisión moral, por decirlo de alguna manera, en el que los personajes ofrecen una doblez maravillosa: un lado visto, remarcable, y otro oscuro, en donde se advierte la calidad de la trama, el formidable vuelo que adquiere el argumento. Las herramientas con las que cuenta Black son más afiladas que las Banville contaría: siendo otro, enmascarándose, la escritura fluye de otra manera, se da rienda suelta al mal con más comodidad. Debe ser consecuencia del pudor católico-irlandés del propio Banville, que de sí mismo nunca dice gran cosa, salvo que se magnifique su persona o su personaje. Hay escritures más grandes que la vida, como dicen los americanos. Banville se deja invitar  y da cursos de novela negra, habla de la literatura y de su amor profundo por Chandler y por todos los que hicieron que el cine negro no fuese únicamente un género cinematográfico sino, y muy contundentemente, uno literario, de pleno derecho. Su detective favorito, Quirke, es un tipo entrañable. Yo a veces me he imaginado siendo Quirke, el buen patólogo forense, pero no soy yo realmente, sino el otro yo, el Emilio Calvo de Mora que podría agenciarse un alias, un alter ego, una máscara. Quirke bebe mucho y no piensa que haya posibilidad de dejar de beber. Vive solo, ha tenido una vida familiar, pero se truncó todo, se malogró la felicidad conyugal (no hagamos spoilers) y ha terminado arruinado, condenado en vida, haciendo las pesquisas de rigor, fundamentado el aura de malditismo que todo detective de raza requiere para que su leyenda prospere o para que, en vida, no acaba de redimirse nunca, no termine jamás de curar sus heridas. Un poco como los detectives prodigiosos de George Simenon, de quien bebe también, a tragos largos, sin embucharse. 

Irlandés venido a menos, con su retranca, admite que no es bien recibido en su país, del que raja más de lo que debería, siendo los irlandeses un pueblo muy endogámico, de escaso afecto por quienes renuncian a las raíces, pero ¿qué son las raíces?. Banville / Black es un francotirador, uno bueno. Un caníbal, gusta decir de sí mismo. He disfrutado esa forma de escribir incluso cuando lo que ha escrito no me ha entusiasmado (El lémur) Es prodigioso el oficio de este hombre, la manera con que arma la estructura estrictamente novelística, seduciendo a cada página, invitando a seguir, a no dejarse embelesar con la trama, que es muy buena, sino ofreciendo la insinuación de que es la escritura, el poder de las palabras y de las frases, la que obra el milagro. Bilocación, canibalismo puro, doppelgänger bizarro, da lo mismo: Banville, o Black, son un lujo en los escaparates de las librerías. Es un honorable premio Príncipe de Asturias John o Benjamin, da lo mismo. Los dos están de acuerdo en lo fundamental: en la belleza y en la importancia de una buena historia. 

Niño solo





 Hay una edad en la que se desea estar solo para que lo echen a uno en falta. Lo hermoso es después el regreso, la certeza de que nos buscaron, de que alguien nos echó en falta. De mayores la cosa no varía mucho. Sentir que se nos ama es constatar esa voluntad del otro por tenernos cerca y, en añadidura, lamentar nuestra ausencia, pedir que volvamos. En un cuento de Saki, del que no recuerdo el nombre, un hombre de edad muy avanzada, en su lecho de muerte, imaginaba que la otra vida, el más allá tantas veces prometido, el anhelado en el corazón que cree, ya el óbito terriblemente cerca, podría concederle un deseo que siempre tuvo: el de ver qué sería de los demás cuando él no estuviese. No es un deseo extraño, al cabo. Se preguntaba (creo recordar, hace mucho que lo leí, hasta dudo que fuese de Saki) si le llorarían mucho o sólo habría unos pocos días de duelo, si hablarían de él en términos elogiosos o, una vez en el otro barrio, despotricarían, soltarían por sus lindas (bastardas, pensaría)  bocas todo lo que en vida no se atrevieron a decir. La literatura es un ojo de buey por el que ver si el mar de afuera está encrespado o discurre mansamente. Uno lee un cuento o una novela (últimamente soy más de cuentos, será por la falta de tiempo o la dificultad de conseguir la concentración precisa) a sabiendas de que es una inspección por el ojo de buey y que luego volveremos a la vida de siempre, la de las noches con fiebre, la de la rutina habitual, con sus afectos y sus delirios, ocupada por su dulzura y su crueldad. 


El niño de la fotografía (solo, echado de menos por alguien) es un magnífico lector en potencia. O un personaje de algo que otro lee. Está interpretando el papel de descarriado. En el fondo de su alma espera que toda la calle le ande buscando. Ha creado una magnífica trama él solo. Es, al tiempo, autor y lector de su obra. Escribir (lo tengo cada día más claro) es una declaración absoluta de amor por la soledad. El hecho de que yo siga por aquí escribiendo a diario es porque no tengo edad (ni voluntad) de apostarme detrás de una esquina y esperar a ver qué pasa. Me dejo caer por aquí y finjo que soy otro. 

"Car Je est un autre", escribió Rimbaud, me lo recordaba hoy César Rodriguez de Sepúlveda, buen lector, atento también. Verdaderamente soy otro siempre que escribo. No creo que nadie sea uno mismo a tiempo completo. Es imposible, tiene que aturdir, debe causar daños irreparables. Yo me refugio en las palabras, en la constatación de que hay un mundo del que poseo absoluto dominio. No se tienen cosas que de verdad pertenezcan de ese modo tan brutal. Me escondo y no deseo que me busquen. Salgo y saludo, echo un ojo a la realidad, por ver si en mi ausencia hubo algún cambio relevante. La ficción, la ficción pura, es el refugio, la esquina donde esperar a ver qué pasa, donde amarrarse al loco temblor del tiempo. 

Un viaje extraordinario

 





Meterse en las cabezas de otras personas es una aventura comparable a la de observar cómo alguien se mete en la nuestra. Uno es lector de lo ajeno y escritor de lo suyo. Lo de entrar dentro de una cabeza no es una cosa que deba tomarse a la ligera pues entraña riesgos enormes de los que no siempre se sale ileso. He visto gente entrar en la cabeza de alguien a quien ama y no salir nunca más. Sé que están ahí, agazapados, imitando al huésped que lo acoge, siendo de un modo arbitrario pero previsible el otro, el invadido. Como un parásito feliz en su residencia recién adquirida. He perdido amigos estupendos cuando se han obcecado en entrar en la cabeza de un filósofo nihilista o de un novelista de serie negra. Ya nunca volvieron a ser ellos. Eran el filósofo o eran el novelista sin que algo de lo que fueron previamente aflorara. Se puede albergar a otro y no percibirlo en la misma medida en que se puede estar dentro de alguien sin que el agresor lo advierta. Porque no hay quien me quite que eso de entrar y salir (a veces) de la cabeza del prójimo es una agresión, una que no es tipificada en el código penal y de la que se tiene siempre una información muy sesgada, como si fuese cosa de psicólogos argentinos o de zumbados con incontinencia verbal.


Conviene, sobre todo, saber en dónde se mete uno, eso en el hipotético caso de que de verdad se desee salir del confort del propio mapa sináptico para ingresar (por una temporada o definitivamente) en otro que, por obra del azar, del amor o de la conjunción de algunos astros en la trama celeste, nos ha parecido ideal y se amolda formidablemente a nuestros más íntimos anhelos. Un anhelo que no cuaja es un quebranto que no se cura. Es preciso, no obstante, dejar aquí, en plan confidencia más o menos banal, una serie de advertencias por si el amable lector tiene en mente viajar a una señora con la que se tropieza todos los dias en el rellano de la escalera y ve más feliz a cada día que pasa o hacer casa en la esposa o en el marido propio y así relajarse y dejar que sea el otro el que lleve las riendas del hogar y la educación de los hijos.


Si penetras en un registrador de la propiedad ves después la realidad como una inmensa finca de la que el catastro no tiene información censada. Como un agrimensor. Si te da por meterte en la cabeza de un obispo puedes no solo comprender la naturaleza misma de la fe en Dios sino que pasas directamente al selecto grupo de ciudadanos que confían enteramente en la salvación del alma y la vida en un mundo futuro, amén. El paroxismo turístico consiste en ir de cabeza en cabeza, libando aquí y allá como una alegre abejilla en un prado recién bendecido por la primavera. Yo mismo, por entender mejor de lo que se va escribiendo, probé ayer  penetrar en cabeza ajena y he de manifestar la desigual fortuna de esa travesía. Al principio me puse en lugar de un amigo al que acaba de dejar la mujer. No es lo mismo sentir empatía que convertirse en el otro completamente, pero no digan que no es un buen paso. Lo malo es que la empatía me condujo hacia la solidaridad completa, sin que yo pudiese frenar el avance inexorable de mis sentimientos, que empezaron siendo tiernos y moldeables, como los de un niño que todavía escucha a su madre y la respeta, y terminaron asalvajados, comidos de una fiebre y de una ira que no conocía y que me dieron auténtico miedo. Mi amigo, el abandonado, resulto ser un hijo de la gran puta, oh atento lector. Fascinado por la violencia recién instalada en mi alma, anduve una mañana entera por el centro de la ciudad, mirando con asco a las parejas que iban de la mano o insultando al viandante más a mano a poco que me obstruyera el paso en una acera o me robara la plaza de aparcamiento. Peor, en fin, hubiese sido perderse en la cabeza de un suicida y estar dentro en el momento en que abre la espita del gas.


Cansado de este comportamiento casi delictivo entré en una iglesia y me senté en un banco cerca del altar. Se me acercó el párroco y me entusiasmé con la idea de entrar en su cabeza y ver cómo libraba la batalla de las almas. Si la divinidad lo cernía en un abrazo o todo era un simulacro y no había allí nada etéreo ni catecúmeno. Dentro de un párroco de iglesia hay un vértigo de evangelios bullendo como un loco enjambre de metáforas. Asombra la generosidad con la que el vicario despacha los asuntos del espíritu y la intransigencia con la que gobierna los de la carne. Siendo yo criatura sensible a la voluntad de la carne, inclinado a no contradecir al instinto y creativo en materia lúbrica, abandoné el cautiverio espiritual del padre y volé a otro refugio en la creencia de que allí hallaría un pequeño respiro, un alto en el ajetreo reciente. Caí en la cuenta de que una cabeza ajena es un laberinto. Incluso la cabeza más pequeña, la de menor rango en el escalafón de las nobles e innobles cabezas del mundo, es un laberinto al que se le debe, al menos, un respeto. Algunos exigen peajes bien altos. Hay quien ha entrado en alguno y no ha vuelto a salir a pesar de desearlo y de saber incluso cómo hacerlo. Uno de los más terribles es el que poseen los políticos. Entrar en la cabeza de un político es un cáncer que te va atropellando y que te hunde sin pudor ni misericordia alguna.


Tuve un amigo que entró en la mente de un concejal de su pueblo, miren ustedes a lo poco a lo que aspiró, y perdió la cordura. El ayuntamiento le ha encontrado un sueldo en base a no sé qué convenio sindical del que él jamás tuvo noticia. Es una pena verlo desdecirse de continuo, entrar en marrullerías dialécticas con la oposición (sobra decir que el partido del susodicho concejal está al mando del municipio) y despotricar contra las dictaduras y los fascismos sin que, escuchado con cautela, sepa de qué está hablando. He llegado a la conclusión de que mi amigo ha asimilado la melodía e incluso ha aprendido el texto, pero es incapaz de pensar lo que dice, de hacerlo suyo y venderlo a los demás como propio.


Uno de los casos más sobresalientes es el de que aloja a otro sin que él mismo sea anfitrión de quien hospeda. O el que aloja a más de un inquilino. O el sujeto vacío, liberado de sí mismo y de los demás. Hay quien estudia con esmero esta casuística y publica estudios en revistas especializadas. De tiempo en tiempo se reúnen en hoteles a pie de playa, cuentan cómo les ha ido, consumen nobles elixires de las altas montañas de Escocia y se lamen sus verbos a costa del erario público. K. sostiene que él jamás ha sido invadido por nadie. Que posee estrictos cortafuegos mentales. Yo no tengo nada claro y discrepo de que él sí lo tenga. Quizá sea K. el que esté dentro de mi cabeza y yo, ajeno a su jugada, viva tan feliz, ilusionado con la idea de que soy un búnker o una de esas aristocráticas habitaciones del pánico.


A fuerza de entrar y salir de la gente, uno gana en destreza y el sujeto al que se aborda no se percata de que tiene un cuerpo extraño dentro del suyo. No existe certeza de que hable uno mismo o sea otro el que habla por nosotros. Hay ocasiones en las que el cuerpo externo no se integra pacíficamente sino que se entabla una fricción de la que no siempre sale un vencedor y un vencido. El terrible dolor de cabeza que no me ha dejado en todo el día tal vez sea producto de esa batalla interior. Albergo dudas razonables de que este texto lo escriba K. y no yo. Quizá sea mejor de esta manera. Me encantaría ser Keith Richards. Por lo menos un par de horas. Si no me deja salir, despedidme de los míos. Decidle que he visto al padre de Keith ahí adentro. Que somos ya buenos amigos. Que Colombia es nuestra patria lírica. 

29.11.22

333/365 Guillermo Carnero

 



La noche fabrica embelecos. Loca, la noche conquista quimeras.  Ebria, sin amante que la escuche ni la siembre, la noche es un ansia de vida reposada, un vértice secreto de semilla buscando un cuerpo, de palabras buscando un texto. Oh noche de mi herido San Juan, tú siempre, noche trasunto de mis días, gran noche levantada hacia mi alma, izada hacia mi alma, convertida en alimento de mi alma, yo te abrazo desde la cárcel de mi alma, sin esperanza de entrar de verdad en la tuya. Pasamos la noche abrazados a la muerte. La pequeña, la muerte dulce sin bajas visibles ni plañideras. 


El pasado que nos espera

 

 Leí hace tiempo que a partir de cierta edad uno no sabe el pasado que le espera. Intriga qué se podrá encontrar en lo que se hizo, en todos esos años que ya no existen, en si vendrán y cobrarán factura. Los años no perdonan. Parece una letra de bolero o de tango, que en ciertos aspectos comparten un dramatismo, un sentir del alma. Es curioso que ni siquiera el día de ayer nos pertenezca. El mío fue extraordinariamente irrelevante. No hubo nada que más tarde pueda recordar y, sin embargo, qué plenitud más sencilla, con qué limpia presencia ocupó el trasiego de las cosas, el ir y venir al trabajo, la dedicación a las tareas de la casa y luego la escritura y una cerveza ya bien caída la noche en el patio, antes de la cena y la sensación de que el día definitivamente acababa. Fue un día entre los demás días, uno sin el esplendor de algunos, pero son esos los que de verdad trascienden, los que se arriman al grumo fundamental de la existencia y conforman un bloque sólido y estable. A cierta edad queremos que no ocurre nada extraordinario y que nada lamentable concurra tampoco. A veces suceden los días sublimes y los tristes, los del esplendor y los de la pena. No se puede hacer nada para que unos se impongan a otros en un escrutinio eventual, innecesario quizá. No saber qué asunto del pasado nos visitará para alegrarnos el día o para enturbiarlo. No tener gobierno para que esas súbitas injerencias del ayer nos deleiten o nos postren. Se está mejor en la ignorancia, en ese discurrir férreo del azar, en toda esa voluta barroca de la incertidumbre. Sé que ayer escuché un disco en directo de Joe Jackson (Summer in the city). Sé que acabé la novela de un amigo que me la encomendó para que le hiciera un siete y pudiera limarla (pulirla, adecentarla, acortarla, alargarla, lo que sea que se le ocurra hacer con ella) antes de ofrecerla (esperemos) a la estantería de una librería. Sé que me sentí bien enseñando en mi clase. Sé que escribí sobre Ko Un, un poeta surcoreano del que tengo dos libros y del que escuché un comentario (favorable) en uno de esos podcast que amenizan las noches. Sé que caí rendido como un fardo poco más tarde de las diez en mi sillón de orejas viendo algo intrascendente en televisión. Sé que miré mi casa como si acabara de estrenarla y apreciara su calidez y su intimidad. Sé que recorrí durante un buen rato las baldas con los libros para empezar algo nuevo que leer y que podría habérmelo ahorrado porque ya lo tenía pensado desde hace unos días (Malasanta, Antonio Tocornal, más que recomendado por gente a la que aprecio y de la que me fío). Sé que esta noche la comenzaré, si es que la tarde no me extenúa en demasía y caigo nuevamente rendido cuando se precipite (ese ese el verbo) la noche. Sé todas esas cosas. Mañana las habré olvidado.

28.11.22

332/365 Ko Un

 


Decir lo justo para que se pueda añadir las palabras que se han omitido. No decir nada para que se pueda ocupar enteramente el silencio. 

Decir: la montaña de la que desciendo ha desaparecido, una brisa de otoño agita (indolente) la piel que mudó la serpiente. 

Decir: al alba tres cuclillos no dicen cucú, nada sobre la bondad de este mundo ni sobre la de ningún otro, los cucús de hoy no saben nada de los cucús de ayer, qué feliz soy, qué azul es el cielo. 

Decir: una vez se arrojan al fuego las escrituras de los grandes maestros de las grandes dinastías, el fuego devuelve las palabras, la memoria es la ceniza, el viento no tiene clemencia ni conoce la piedad. Decir: cómo poder vivir si no estás. 

Decir: no hay ola que siga a otra, todas avanzan con el mismo ímpetu, todas responden al mismo latido, todo ha sido una equivocación desde el principio de los tiempos. 

Decir: oí decir al camino cuando arreciaba la lluvia que no tristeza si yo no estoy triste y que la alegría comienza cuando yo estoy alegre. 

Decir: el agua fluye porque alguien la hizo fluir, no sabemos nada. 

Decir: la piedra muda en la tierra sabe del relámpago y del trueno. 

Decir: todo fruto madura sin que yo lo sepa. 

Decir: qué quietud la de la cara del muerto, el hilo del aliento en la comisura de los labios, el tiempo es un pájaro que vuela para que no lo veas. 

Decir: una fuente en llamas, un fuego como un río. 

Decir: canto con un cántaro de agua en mi cabeza, el agua sabe mi canción. 

Decir: el leño conmina al fuego a que no se apremie, la luz le dice a la sombra que no se entusiasme.

Decir: hasta una brisa suave es tempestad bajo mis pies. 

Decir: las estrellas mitigan mi dolor desde la bóveda celeste. 

Decir: de mayor quiero ser emperador, de mayor quiero ser pétalo, de mayor quiero ser la noche profunda.

Decir: todo lo que se me pueda ocurrir decir alguien lo ha pensado, alguien lo ha dicho. 

27.11.22

331/365 Malcolm Lowry



“Bajo la influencia del mezcal , aquellos que en la vida normal son los mejores amigos harán lo posible por asesinarse uno al otro; pero una amistad nacida del mezcal, lo sobrevive, sobrevivirá a cualquier cosa.”



“Todas las nociones de libertad están asociadas al alcohol
y nuestro ideal de vida se reduce a una cantina
donde los hombres puedan sentarse y hablar y tal vez pensar
sin miedo al dragón nocturno” 


Malcolm Lowry


En cuanto me despeje un poco, me aturdo otra vez. Aturdido se vive mejor. Si me despejo del todo, sin esa ebriedad manejable, no sabría entender el mundo. Tampoco escribir. Hace falta un cierto grado de ebriedad para que fluyan las palabras. He probado a escribir sobrio, lo juro. Lo que se consigue al beber es verse uno. No hay espejo más franco. Ninguno que yo haya usado devolvió una imagen en la que me reconociese más. Para que yo, Malcolm Lowry, entienda el mundo no es indispensable el entendimiento, la cuenta cartesiana, el volcado de unos datos. Basta ir hasta arriba de ron. He sentido vibrar mi cuerpo al permitir que el alcohol lo recorriese como un río vertical y sincero. Quién puede decir eso. Son las metáforas las que nos informan del vaivén de las cosas, de su vértigo, de su fuego, de su veneno. Hay una ebriedad sin la que no podría respirar. Ni escribir, creo que ya he citado eso. Otra sin la que no podría leer. Confieso que leo poco. Apenas tengo tiempo. Cuernavaca es el paraíso. Puedes tener tres vidas y no conocer esta tierra linda de Méjico. En ocasiones, en excepcionales (y poco recomendables, añado) estados de sobriedad absoluta, reconozco que soy incapaz de comunicarme con los demás o incluso de razonar conmigo mismo. Mi mujer me entiende. Mi mujer no me entiende. Todas las mujeres que he tenido me han entendido. Todas las mujeres que he tenido no me han entendido. Qué puede hacer uno para que haya siempre una respuesta, no dos. Preguntado sobre qué es ese aturdimiento sobre el que construyo el mundo, respondí a alguien que no sabría explicarlo. Ni siquiera aturdido. Explicar algunas cosas es rebajarlas. Tengo en la cabeza una novela que contestará a todo. Necesito tiempo. Mezcal, ron, tiempo. Voy a escribir una novela que se va a llamar Bajo el volcán. Tardaré 10 años en finalizarla. Haré guiones para flojas películas de Hollywood. Iré de putas a Sausalito. Tengo hígado para llegar al final. Para escribir tres obras maestras. He visto mi futuro y he sido agradecido. No será una mala vida. Las hay peores. He bebido tónico para el cabello en mis años jóvenes, cuando papá me pagó un viaje por el mundo. Cosa de ricos. He nadado en piscinas de la aristocracia y dormido con jóvenes de senos pequeñitos. Salvo por la sífilis que traje a casa y el suicidio de un amigo que me quería más de lo que deseé admitir, fue una experiencia altamente reconfortante. El infierno no es Méjico, como me he forzado a creer tantas veces. Debe estar en algún lugar, pero no aquí. Es un paraíso, si no piensas en las chinches y en ese culto enfermo a los muertos. Jan me ha limitado a un litro diario mi ingesta de alcohol. Es una buena esposa. Trato de hacerle comprender, pero no sabe que escribir una novela es un trabajo heroico y no hay héroe que no se dispense un milagro secreto, un reconstituyente primario. Mi sed natural me llevó a perderme días enteros. En una cárcel de Oaxaca pasé una noche. Temí que me castraran. Eso hacen con los comunistas. Miradme, les dije. Estoy borracho. Papá me liberó. Deja Méjico, deja la bebida, juega al golf, lo hacías bien, toca el ukelele en casa, escribe poemas de amor, sienta ls cabeza, ten fe en algo, vuelve a la iglesia. No se dan argumentos sobre la fe o sobre el enamoramiento, que vienen a ser la misma cosa. La ebriedad es un don, papá, no está al alcance de quien no cumple algunos mínimos requisitos. Hay que saber embriagarse. Papá no va a leer nada de lo que su niño el etílico. Tardaré en morirme: es el mezcal, son los dioses antiguos, ellos me confieren ese milagro, ellos me asisten. Un deliro con Dios de mi parte. No todos los delirios son satisfactorios. Algunos, los menos, son una epifanía que uno reclama para sí, por ver si conforta, por sentir esa comezón litúrgica, ese pequeño espasmo de luz pura.  Lo verdaderamente relevante de este acercamiento mío al mundo es que todo finalmente transitorio. No puedo contar en qué consiste el mundo. Tampoco en qué consisto yo. Hay una literatura del yo por ahí que no gusta por igual. En cuanto acometo la empresa de desmenuzarlo todo (esto que ahora escribo, pongo por caso) desbarro, me explayo en describir la periferia, eludo (creo que a posta) toda indagación fiable. Será la embriaguez sobrevenida. Si ahora dejo de escribir y releo este texto, pensaría que pertenece a otro. Son siempre de otros las cosas, no las tengo en propiedad, no soy del gusto de releer, ni de considerar que puede haber una corrección. Habría tramos que me resultarían inasequibles. Las briznas de complicidad son las que me informan de que es posible que yo sea el autor y que pueda considerar que algo mío (intransferible en otro formato que no sea el escrito) esté aquí, ofrecido como una confidencia, revelado sin pudor, como si fuese posible que alguien, al leerlo, pudiera contármelo más tarde. La otra opción es despejarme definitivamente, adoptar eso que en los otros a veces tanto me aleja de ellos y que consiste en una visión cartesiana de las cosas, no inmiscuyéndome jamás en lo escondido, desplazándome por la epidermis, al modo en que lo hacen otros y disfrutan en el empeño y no consideran qué se pierden al no caer en la cuenta de que hay un mundo retirado del visible, poco o a veces nada proclive a su desmenuzamiento sencillo, que precisa de una voluntad poética, al menos al comenzar, antes de que se requieran otros instrumentos. Pero no es una opción que me agrade. Conste que he pensado en ponerla a mi servicio. Incluso me he convencido de que me confortaría, que si me privaba de lo que ahora me entusiasma (el asombro, la perplejidad, la metáfora, el extrañamiento)  mi existencia no miraría al abismo y el abismo no se obstinaría en mirarme a mí. Abismado se vive mejor. Si me desabismo, sin esa caída lúdica y lírica y dulce, no sabría entender el mundo, y debe entenderse el mundo. Yo creo que una de las cosas a las que venimos al mundo es a entenderlo. Una vez entendido o mientras se va entendiendo va uno contando a los demás los avances, todo lo que se va dejando caer del lado de las revelaciones. En cierto modo, la religión no deja de ser una especie de grandilocuente manifestación de estas pequeñas consideraciones mías. En cuanto se advierte un esfuerzo por estabular estas conclusiones metafísicas, se las malogra. El hecho de que la religión no cuaje como debiera en toda criatura humana es porque se burocratiza en demasía. La fe, rebajada al lenguaje, contada al modo en que siempre ha sido contada, en parábolas, en pasajes fundacionales, en ensoñaciones apocalípticas, se malogra. La fe pura es la que se adensa pecho adentro y no se deja contar. En tales casos, soy un hombre de fe. El alcohol es divino, permitidme el recurso fácil. Me despeja saber que creo en algo. Me conforta. No sé qué fe es de la que hablo, ahora que lo pienso. La fe no es de pensar. Es metáfora. Es corazón. Es una dinamo loca que mueve el mundo. No es es la fe que se airea en los templos ni la que ha ido fluyendo por las generaciones, procurando un paraíso a sus feligreses. Esta fe mía es una que no sabría decir si lo es enteramente. Como si fuese una fe voluble, de idas y venidas, una que me visitase y me asistiese en gozo y que luego, como una amante eventual, lúbrica y atenta a todo lo que le pido, me abandonase con la promesa, en la partida, del buen regreso. La embriaguez es un receso de algo. Se escribe de ella para sentir que tiene alguna utilidad, aunque el cuerpo se hunda y la voz se abisme. Desde una distancia de la que no poseo certeza, me veo muriendo en mi propio vómito después de perseguir a una mujer con una botella vacía de Ginebra cara con intención de hacerle un siete en el pescuezo. Me gusta de vez en cuando el lenguaje chabacano, lo grosero. Papá mandará un Rolls para que me saquen otra vez del calabozo. En los de Nueva York no hay colegas de penurias que te quieran cortar los  huevos. Por lo menos, dejaré una gran novela. Eso hará que se me recuerde. Lo de menos será el infierno, la lujuria etílica. Ya tengo pensado mi epitafio: yo, Malcolm Lowry, difunto de Bowery, su prosa era Florida y a veces reñía. Vivió de noche, bebía de día y murió tocando el ukelele”. Tendré 48 años. Olerá a mezcal mi tumba. Hay aromas fuertes. El mezcal es un líquido incoloro con aroma de éter, que sabe a agua oxigenada o petróleo. Diré eso para que un biógrafo lo registre. Si alguien cierra los ojos mientras lee la historia de ese día de los muertos que me llevará diez años escribir olerá el tequila, el ron, el mezcal -ese brandy blanco-  y hasta habrá tortitas y tacos. Me encantaría que me enterrasen en el suelo de El farolito, la cantina de todos los borrachos de Méjico. El Cónsul y yo. En El farolito. 


En cuanto me despeje un poco, me aturdo otra vez. Aturdido se vive mejor. Si me despejo una imagen en la que me reconociese más. Para que yo, Malcolm Lowry, entienda el mundo no es indispensable el entendimiento, la cuenta cartesiana, el volcado de unos datos. Basta ir hasta arriba de ron. He sentido vibrar mi cuerpo al permitir que el alcohol lo recorriese como un río vertical y sincero. Quién puede decir eso. Son las metáforas las que nos informan del vaivén de las cosas, de su vértigo, de su fuego, de su veneno. Hay una ebriedad sin la que no podría respirar. Ni escribir, creo que ya he citado eso. Otra sin la que no podría leer. Confieso que me abandonase con la promesa, en la partida, del buen regreso. La embriaguez es un receso de algo. Se escribe de ella para sentir que tiene alguna utilidad, aunque el cuerpo se hunda y la voz se abisme

26.11.22

330/365 César Aira

 



Vérmelas con la literatura si de verdad persiste la idea de querer ser escritor, decía César Aira, al que le preocupa más el artefacto verbal, el contenido lúdico y libre de ataduras, que la nomenclatura, el soporte, el patrimonio histórico que se sustancia en esa palabra poderosa, tan quemada y tan viva todavía: la literatura. Aira es la heterodoxia, toda esa rebeldía que no precisa el griterío ni la exhibición para adquirir su condición de extremo y de extremismo. Me encanta de Aris su sencillez, su escritura aparentemente no pulida, como si no precisara mayor pulimiento y se decantara así, deparando la sensación de que algo se nos está contando al oído o que no hay un escritor detrás sino un demiurgo que eligiera las palabras exactas y no se excediera ni se arredrara, colocando cada pieza en el sitio exacto, no pudiendo haber otro, no requiriéndose por parte del lector la necesidad de que exista otro. Aira es esa pulcritud gozosa y, al mismo tiempo, una hondura extraordinaria. Dijo de su escritura que salía improvisadamente, pero con lentitud, en cámara lenta, no espontánea, veloz, sino pensativa y cuidada, pero eso son manejos de las palabras, maneras de expresar un don (el de la literatura, del que es un mago absoluto) y no darle mayor importancia al truco. Cómo me hice monja, su libro que más aprecio, cuenta la historia de César Aira, que se ofrece en la paradoja de un niño de seis años que también es una niña. Hay un asesinato. Muere un heladero, creo recordar, pero esa muerte terrible (que procede de una discusión baladí sobre el sabor de un helado y que presencia el niño, esto es, el interpuesto César) no es lo que importa en la narrativa: es César al entender la realidad y comprometernos a entenderla como él lo hace, lo cual es el propósito único de cualquier obra de ficción: la supresión de la realidad del lector y la injerencia (brutal a ser posible, sin fracturas) de la realidad narrada. No hay muchos escritores que consigan eso: cancelar la periferia del libro, incluso apartar (ese verbo es más útil, puesto que la realidad siempre regresa) la intimidad de quien lee y conducirlo de la mano o a rastras o a empujones (todo vale en ese juego) hacia donde el escritor decide. Y con qué docilidad vamos. Abrazamos el simulacro entero de su invitación, lo abrazamos con asombro continuo. No hay novela suya (un aparte es su obra ensayística, compendiada en la monumental La ola que lee) que no despierte la diversión, aunque Aira prefiera evitar "los extravíos narcisistas" y se mantenga (dice) frío y vigilante, como si lo frívolo no conviniera y lo excesivamente descacharrante arruinara el propósito de la narración misma. Desconfío del humor, dijo, a pesar de que lo primero que admiro de su obra es precisamente esa cualidad. Aira es un escritor prolífico. Es un placer saber que hay libros suyos de los que ni he oído hablar. Leo que ha publicado más de cien volúmenes. Me agrada pensar en que probablemente ahora esté escribiendo. Lo hace a mano. Estilográfica. Folio en blanco. Esa mezcla ya contada de lentitud y espontaneidad. Como si no fuesen contrarios esos dos sustantivos. Hubiese preferido dibujar a escribir, leo en una entrevista. Vienen a ser la misma cosa: elegir unos materiales, precisar una técnica, avanzar hacia un fin. Refiere que hay días en que sólo escribe una "paginita". Lo hace a bocajarro, no se detiene a volver atrás, no le da crédito a eso de que releer lo escrito le arrima la posibilidad de corregir: Aira no corrige. Creo que es el único escritor que presume de esa vocación de lo instantáneo. Industrioso como una abeja en un jardín, se declara con frecuencia impostor: escribo desde el fraude, soy una marginalidad en la literatura, no merezco los halagos, lo único que hago es escribir porque no encuentro nada que me asegure un placer parecido. No hace novelas largas, pero hace muchas novelas. Novelitas, las llama él. El hecho de que se extiendan impide que las ideas que bullen en su prolija cabeza no prosperen. Se hace a sí mismo una competencia leal y productiva. Tampoco hay un hilo que una ese inventario extraordinario: se reinventa a cada nuevo libro, se da la oportunidad de ser otro, concede al lector la de invitarle a que olvide a César Aira y se limite a penetrar en la maraña (juguetona, extravagante, lírica, según el caso) de historias que continuamente se le precipitan. A pesar de haber vivido en la Argentina convulsa, Aira no es un escritor que se deje caer en tramas o en mensajes políticos. El juego está por encima de los jugadores. Las llama tonterías a esas historias. El juego es lo único importante, pero no pasa de ser un ameno distraer las horas: las del que escribe, las del que lee. Se declara lector ajeno: tampoco concede tiempo (es escaso, hay mucho que contar todavía) a someter su obra a su consideración como lector. Reformular vendría a ser un acto reiterativo. Yo lo leí com fruición y me vi en él. Uno, al escribir, desea ser alguien que no se es. Y Aira es inalcanzable, no se puede asumir su febrilidad, aunque se ponga el alma en acercarse a ella. 

25.11.22

329/365 Tomás Segovia



 El fragor del agua en su cauce es el vértigo de la tierra. El nudo en el corazón del que se echa en ella y escucha el discurrir del agua es su fiebre. Un desorden pautado, un ritmo sin censar. La música extravía su caudal de estrago y de dulzura “como un farol de papel que flota locamente en la noche” y ahí estaremos los dos para que la melodía no se pierda en el aire y la engulla el tiempo. 

Un diario

 


Uno toma distancia de lo que no le conviene, lo mira de lejos, adquiere la percepción de que no hay nada que le fuerce, nada que lo apremie o que le reconcoma. Sólo está la sensación de si hemos hecho bien y no hubiese sido de más conveniencia flaquear, dejarse llevar, poner en claro las ideas para luego arrumbarlas, darles puerta, hacer que no pesen dentro de la cabeza y campar por ahí sin que duela la conciencia. Caso de que no exista conciencia alguna, las horas pasan con más notoria frugalidad, se expanden, crujen, vibran, elevan su condición de espuma, nos confortan o nos sangran, pero es sangre con más vida que la que fluye en la oscuridad de su cauce, dentro del cuerpo, que es un tirano. El cuerpo es quien nos bendice y también quien nos condena. La cabeza es un vigilante jurado. Está ahí a ver qué pasa, por si se desmanda la escena o por si se estanca y no avanza. Todo lo que viene después (el cansancio, el pecado, la certidumbre de que el fin se aproxima) es materia secundaria. Cuenta el júbilo, sólo eso cuenta. Cuenta la euforia, que es una alegría amplificada. Si yo escribiera un diario, sólo consignaría los episodios felices, las andanadas de gozo, toda esa trompetería dulce del corazón cuando late desbocado y amenaza con desbordarse, con salirse del pecho y danzar a sus anchas, festejando el ala el mismísimo vuelo, pero no sucede nada de esto, no al menos de un modo fiable, duradero. No hay diario. Se consignaría otra cosa, suele pasar. Se daría registro a lo gris, al turbio gesto o a la palabra triste.  A veces dejamos que el cuerpo mande y obedecemos sus necesidades. Da igual lo que la cabeza decida, no importa que se obceque en censurarlo todo, en zanjar las veleidades, en poner coto al vértigo y a la fiebre. El placer es vértigo y es fiebre. Hay días en que uno piensa en estas cosas y otros en que ni se le ocurre. Días que aplazan las consideraciones metafísicas y días en que todo es cavilación y hondura. Los demás no entienden estas cosas. Uno tampoco entiende al otro. Son monólogos. Toda la filosofía es una fiera batalla entre la luz y la oscuridad, pero no se entrevé quién sale victorioso. Somos ángeles y somos demonios. Cuando estamos iluminados, sabemos a qué inclinarnos, tenemos noción de lo que de verdad nos alivia o lo que más nos deleita. No sé si esos otros de los que hablo caen la cuenta de estas cosas, ignoro si se entretienen en estas ocurrencias. Todas son frívolas, si se escuchan con atención, si se leen en detalle

24.11.22

328/365 Ingeborn Bachmann

 




Huir antes de que el hambre sea lo mismo que el invierno. Tener a mano los muertos. Los perros se mandan callar unos a otros. La niebla es uno de esos perros a los que se le ha parado el corazón. Arder antes de huir. Olvidar antes que arder. Saber que vendrán días más duros. Hundir las manos en el fuego. Luego la boca. Una palabra es una llama que no ha acabado de apagarse. Muchas palabras es la memoria de la ceniza. Detrás de cada poema respira un poema que no ha sido escrito. Debajo de cada vida hay otra que pugnó en balde por irrumpir. El paraíso es un libro con todos los poemas que nadie escribió. No hay resurrección, nos dicen. Se muere para siempre, se vive para siempre. "Ya no se declara la guerra, / se prosigue.". Hemos alimentado la esperanza de que las banderas acabarán desapareciendo. Las patrias. La tierra será un templo. Cuando anochece, nos reunimos en el bosque. Del amor sabemos lo que nos contaron. Del tiempo no sabemos nada. Caen las hojas cuando el otoño. Ellas conocen el secreto de los días y el rumor vano de las noches. Las miramos con adoración. No nos pertenecen. Son como de un sueño de otro al que nos asomamos. Somos la paciencia. 

El cielo en construcción

 



Siempre hay un momento de inspiración cósmica, una epifanía metafísica, un andar por el campo y ver en el cielo, cuando se va apartando la claridad y se entenebrece el aire, un indicio trascendente, una especie de invitación a pensar en Dios o en Hal 9000, el algoritmo heurístico con el que Kubrick fundó una iglesia a la que, por cierto, jamás se dignó entrar. No sabe uno qué es, no entiende las señales, no se le instruyó en traducirlas, pero es posible comprender lo que solo se percibe por los sentidos. Quizá ese conocimiento cunda más, se asiente más, trascienda más. Es el peso el que dura, su liviandad incluso, la sensación de que somos una cosa irrelevante en un paisaje inasequible. Como si toda nuestra vida anduviésemos yendo y viniendo dentro de una catedral gigantesca desde cuya techumbre, si alguien privilegiado observara, ni se nos percibiría, pero la recorremos, damos pasos y volvemos sobre ellos, trazamos un mapa, ejecutamos un plan del que no poseemos propiedad y que nos ocupa a tiempo completo. Abre el día. Canta el gallo. Lo oigo con una gratitud paradójica. A lo lejos los coches avanzan hacia algún lado. El cielo está siempre a medio hacer. La catedral está siempre a medio construir. 

23.11.22

327/365 Chantal Maillard



 El bosque es una invitación a perderse

en su descuido de árboles y de bruma.

Para que sea un laberinto,

el bosque debe ser simultáneo e invisible.

No podemos tener constancia de que las ramas y la fronda

proyectan sombras y que la luz se enreda

en esa heredad tupida para que el cielo exista.

Del bosque se tiene la armonía de su vasto caudal de siglos.

Mirado sin asombro, no es una catedral, ni pareciera que surgen

altares a cada recodo del camino,

entre el verdor de la tierra y el musgo trepando las rocas.

Si se le observa con paciencia, puedes percibir el olor de la piedra,

un rumor que aspira a ser cántico

en el improvisado crujir de un endeble arrojo de alas en un risco.

Es descender al cuerpo y tocar el alma,

advertir su condición de quebrado prodigio

o de sola lumbre en un afán de sombras.

El alma reclama su candor y su pureza,

su fiebre sin cuerpo, su gozo sin sangre.

Un resplandor hecho raíz, una fe

en la apostura del tallo cuando se atreve a izarse

y tantear la luz que lo impregna.

Un acto de amor puro que de repente

se reconoce palabra y pronuncia

su inabarcable sustancia de infinito. 

“Pájaro de alas rotas, mi hijo”, temblor, vértigo

en la nada como un susurro en el caos. 


22.11.22

326/365 Pablo Milanés

 




Hoy me despiertan con la noticia de que ha muerto Pablo Milanés. Un obituario de urgencia se escribe sin pensar en la escritura. Brota desde las tripas o desde el corazón, no se sabe bien a qué órgano atribuir el caudal de la emoción que sostiene la palabra y la vierte para que conste y sirva como tributo. Es de agradecer lo que el muerto hizo por los vivos. Da lo mismo que no se le conozca, ni se haya estrechado su mano o dado un abrazo. Hay muertos de una cercanía a la que no alcanzan muchos vivos con los que departimos a diario y nos los cruzamos por la calle o compartimos con ellos el trabajo o las escaleras del bloque en el que se vive. Gente que se adentra sonriendo, como si fuese la primavera. Gente que huele a flores todo el tiempo. Gente que brinda una rosa. Gente que no pide que le bajemos una estrella azul y se conforma con que le llenemos el espacio con la luz que irradiemos. Todos tenemos una luz que guía el camino de alguien. No estarán los amigos de ayer cuando acuda el vago futuro, la primera novia, el carro de jugar y la calle de correr, cantó el trovador Milanés, que hoy se ha ido. La vida sí que vale, aunque a él le doliera a veces y le diera la importancia justa en ocasiones. Si se quedaba sentado, sin actuar, la vida era un sufrimiento, un vacío, una cosa menudita sin apresto de alegría ni de amor. Y claro, el tiempo pasa. Nos fuimos quedando viejos. A Pablo le queremos porque le queremos, como cantaba en una de sus canciones que más quiero. Hay gente maravillosamente sensible y buena que, mientras agonizan, enseñan a vivir a los que asisten a ese desvanecerse lento y doloroso. Dan una lección de amor, se desvanecen con la suprema certeza de que el mundo seguirá girando a pesar de su ausencia, comprenden que han agotado sus días en la tierra y parten en armonía, si es que  podemos saber todas esas confidencias del alma los que quedamos en la travesía de la vida. Es un oficio hermoso saber irse, no molestar cuando toca desaparecer. No se nos educa en esa disciplina, no habrá pedagogía que instruya. Luego están los que dan esa vida para que otros no pierdan la suya. Quienes se embravecen y avanzan, a ciegas a veces, exponiéndose, ignorando adrede (con heroísmo) que el mal no tiene piedad y arrambla con saña. Son ellos, a pie de cama de hospital, los héroes de nuestro tiempo, no hay gratitud suficiente cuando alguien antepone tu bien al suyo. La única expresión que podemos formular es la de la gratitud, sincera e infinita gratitud por darse y, en ese acto, entrar en riesgo, saber que pueden caer.  Son los demás los que harán que abran las calles nuevamente, como cantaba Pablo Milanés, hoy ido para siempre de la tierra y confiado al recuerdo de quienes lo escuchamos y sentimos que cantaba para nosotros. En una hermosa plaza (no liberada, como la cantada por el trovador, pero sí festiva y abierta al trajín de la gente) lloraremos por los ausentes, los tendremos en el recuerdo.  Porque volveremos a pisar las calles nuevamente y entonces ya habrá tiempo de levantar otra vez las persianas echadas. Será el amor de sus canciones el que ocupe el aire al clarear el día. Hoy escucho a Pablo Milanés mientras escribo, hoy saldré alegre a la calle, a pesar de todo. Él seguirá Juan Sin Nada cantando no en inglés ni en señor a la puerta de un dancing o de un bar para que resplandezca su revolución, su poesía, su voz como un don en mitad de la bruma. Le tendemos la mano al pasar. El tiempo, el implacable, se lo ha llevado. Nunca lo hará del todo. 

21.11.22

325/365 Profesor Falken


 



La idea de que la ingeniería informática sustituya al hombre en la responsabilidad de escribir la Historia que esté por venir o la arruine no es únicamente ocurrencia del pionero Asimov (al que he vuelto a leer después de muchos años) ni las reflexiones ortodoxas de Carl Sagan. Tampoco volunto ocurrente de alguna de esas distopías tan de moda en las que la sociedad se embosca en sus vicios y sustituyen a los dioses por algoritmos. A ese precipicio nos dirigimos, no se dude eso, aparte del desorden de la tierra y de la ceguera de sus inquilinos. El disperso catálogo de obras de arte (en cine, en literatura, en música) que parten de la prevalencia de la máquina sobre el ser humano está lo suficientemente documentado como para que yo a estas horas de buena mañana pretenda aportar alguna idea novedosa. Lo de contar lo mismo a mi manera no siempre me satisface, aunque me prodigue, quién sabe con qué fortuna. En este caso he pensado en Juegos de guerra, película ochentera ambientada en los coletazos de la Guerra Fría y en el profesor Falken, un visionario de la informática o de la Inteligencia Artificial,  que al contemplar la desmesura de su empresa decidió retirarse al bucolismo contemplativo, a una especie de mundo primario, rústico y puro, en el que buscar los principios básicos de las cosas, el origen de la ciencia mirando el vuelo de los pájaros y leyendo la biografía de Isaac Newton. Esta parte, sin duda alguna, la más hermosa de la película, la que me complace de vez en cuando en traer y en disfrutarla. 

El adolescente que llevado por su destreza cibernética entra en los sistemas ajenos para practicar los juegos que realizan no es un juego en sí mismo. La historia de Juegos de guerra cuenta la injerencia del hombre en las tripas de la máquina. Lo que provoca el inocente pirata es una cuenta atrás para que todas las cabezas nucleares se activen por la inminencia de un ataque del enemigo. La máquina habría comenzado la Guerra Termonuclear Mundial, así de pomposamente la nombraban. Falken es también Joshua, la máquina que comenzaba a disfrutar del alambique del pensamiento humano y razonaba tal vez la única forma de ganar un juego es no jugarlo, refiriéndose a la diabólica iniciativa de colisionar los fondos de catálogo nuclear de rusos y americanos. Juegos de guerra, para quienes ya hemos sobrepasado los cuarenta, es una película mítica. Es la historia de un hacker quinceañero que, al jugar a videojuegos por la Red, inicia una peculiar simulación (que no será ficticia ni probatoria) en un superordenador del Gobierno que, por obra de la magia binaria, se las ingenia para planificar su Armaggedon particular. Obligar al cerebro de la máquina a darse cuenta de que hay juegos en los que gana nadie es el propósito incendiario (pues va contra el espíritu de lo binario, del cero y del uno) del adolescente arrepentido de sus gamberradas y del profesor, creador del ingenio y absolutamente asustado de las consecuencias de su proeza. No sabemos quién pulsará el botón del exterminio, cuándo llegará el Día del Juicio Final, toda esa colección de amenazas que amenizan la vida cómoda de los que llevan una vida cómoda (los demás tienen otras preocupaciones más inmediatas que un eventual pepinazo global). No se acaban nunca de ir los locos con autoridad: invaden países, lanzan misiles en mitad del océano, revientan tuberías de gas, no se ponen de acuerdo para que el enfermo (la tierra) inicie el principio de su mejoría y no tenga la convalecencia terrible que padece. La ficción es una herramienta de intimidación o incluso pedagógica. A veces van de la mano los los métodos rudos con las soluciones prácticas. El fin (lamentablemente) justifica a menudo los medios. De ahí que la cultura se las componga para aminorar el roto o para evitar que el roto se produzca. El cine es un milagro inmediato, del que se extrae una enseñanza, con el que se crea (no siempre, no crean) una conciencia, un modo de pensar en el que se concite la armonía, la bondad o el amor como bálsamo o como alimento. El mejor movimiento es no hacer ninguno, el que gana es el que no participa, dice Joshua cuando ha comprobado en sus circuitos (las carnes de cualquier hijo de vecino) que. al aprender de sus errores. Lo que procede es poner a Joshua a jugar al tres en raya, el llamado Escenario Invencible en los libros canónicos. Cuando la computadora toma el mando de los dispositivos de lanzamientos de las cabezas nucleares y juega, al tiempo, a juego infantil en el que sólo hay continuos empates (nadie gana) decide que esa representación es la misma que sucedería si todo el armamento fuese lanzado: empate técnico, desastre total, ningún ganador, ningún vencido. 

El año próximo Juegos de guerra (John Badham) cumplirá 40 años. Yo tendría en su estreno la edad del protagonista, David, un estupendo Matthew Broderick. En la actual tengo la feliz ilusión de que el cine de evasión de los ochenta (con sus torpezas técnicas y su descuido formal) era mucho mejor que el que ahora facturan para la glotonería adolescente. Mi memoria puede haber borrado escenas de Ocho y medio de Fellini, Ran de Kurosawa, Perversidad de Lang o Sed de mal de Welles, películas que me impresionaron y me condujeron a ser el consumidor (convulsivo, aunque responsable) de cine que en estos momentos no dudo que sea, pero Juegos de guerra se conserva nítida y hermosa en esa memoria mía acostumbrada a digerir fotogramas, en hacer que se reproduzcan en mi cabeza sin que intermedie ninguna circunstancia que los invite. Guardo diálogos casi enteros, recuerdo gestos, matices diminutos de atento devorador de imágenes. En el fondo, el cine es un impecable proveedor de imágenes. Da justamente las que la realidad nos niega. Nos arroja a la ficción de que podemos sentir la emoción de que el mundo puede reventar si no encontramos al Profesor Falken en su isla o de que no seremos felices si no encontramos a Jennie en el parque, aunque sospechemos que está muerta y de que es su ángel el que nos conforta y al que entregamos el júbilo y la dicha de sentir amor.



20.11.22

324/365 Señor Lobo




 Al milagro se le concede una cierta nombradía que proviene del principio de los tiempos y que ha convenido sobremanera al auge de las religiones. Se tiene de él una propiedad etérea o mágica, no se le atribuyen las razones por las que hacemos regir el resto de las manifestaciones sensibles y trasciende la mera narrativa de su causa o de su efecto hasta impregnar todo cuanto roza. Hay civilizaciones enteras que han prosperado merced a su rentable maquinaria de metáforas y de estupefacción. La misma palabra milagro (miraglo, del latín miraculum) deriva del verbo "mirari", que viene a significar "contemplar con admiración y asombro". Desentendido de cualquier vinculación mitológica o divina, se comenzó a usar para nombrar sucesos de la naturaleza que, por su elocuencia o grandiosidad, escapaban al raciocinio humano. El portento residía en la imposibilidad de que se pudiera gobernar su concurso, siendo el azar o la providencia el que los creaba. La fe cristiana sostiene que es el amor de Dios a los seres humanos el que obra el prodigio. Jesús de Nazaret, por traer a un consolidado personaje en el gremio, sanaba al enfermo, hacía ver al ciego o hablar al mudo, extraía demonios del alma, retiraba la lepra, calmaba tormentas, multiplicaba panes y peces, caminaba sobre las aguas, tornaba el agua en vino y, en última instancia, él mismo, tras ser ungido y enterrado, Dios lo resucitó de entre los muertos. Los milagros han ido perdiendo público, hay mucho gente incrédula, a todo se le busca un botón que haga que se encienda o se apague, con todo aplicamos el razonamiento cartesiano y la duda nos corroe incluso después de haber sido disciplinado en el procedimiento de despejar las incógnitas y resolver la ecuación. Podemos invitar a Descartes. Lo primero que haría ante un milagro sería no aceptarlo como verdadero hasta que las evidencias corroboraran su legítima verosimilitud. Después fragmentaría el mismo milagro en sus partes elementales y las verificaría con pasmosa morosidad con el fin de dar con el motivo que las anima y ensambla. Por último, si nada de lo anteriormente implementado mostrara fractura o desavenencia, revisaría de nuevo el milagro y no dudaría (perdón por el verbo) en refutar cualquier manejo de verdad si una sencilla brizna de sospecha o de incertidumbre lo arrebolara en turbación.

Winston Wolfe, en adelante Señor Lobo, el personaje más fascinante de Pulp Fiction, habiendo decenas de ellos, por cierto, es más de Descartes que de Jesús de Nazaret. Interviene en la producción de milagros con la misma autoridad que los santos del cielo dictan su evangelio entre sus fieles. Se sabe poseedor de un don y no alardea de él: es resolutivo, poco dado a la alegría gratuita y, sobre todo, no celebra el éxito de su trabajo hasta que ha aplicado con insana contundencia el método cartesiano y cree poder afirmar sin asomo de duda que todo está limpio. Lo que hace el Señor Lobo es adecentar escenas del crimen. Antes de que se le reclame, reina el caos. Una vez que se ha marchado, refulge el orden. Su tarjeta de presentación es él mismo. Me llamo Señor Lobo, soluciono problemas. Podría haber dicho: Soy el Señor Lobo, no hago milagros, pero no encontrará en toda la ciudad nadie que esté más cerca de hacer milagros que yo. Lejos de estar pagado de sí mismo como otros profesionales, el Señor Lobo actúa con absoluta discreción. Ni se pavonea ni se autocomplace. Hedonismo el justo. Si los que lo contratan expresan su satisfacción al ver que ya no hay restos de sesos en la tapicería del coche, el Señor Lobo los atempera: "No empecemos a chuparnos las pollas todavía". No hay nada que festejar (con miembros viriles de por medio o con chupitos de vodka) hasta que la cocina está recogida y reluce como los chorros del oro después de haberla empantanado. El hecho de que mantenga en todo momento la calma inspira confianza. Se explica con claridad, con educada cortesía, sin nada de lo que observa produzca le haga zozobrar, exhibir un destello de quebranto, una especie de pesadumbre. No se sabe si su trabajo (retirar fiambres, borrar el pasado, si somos estrictos) lo excita. Tal vez sería igual de metódico e imperturbable si vendiera seguros de puerta en puerta o lijara muebles en una carpintería. El entusiasmo es un mal consejero, hace que el pensamiento se aturulle, incita a una anticipación del éxito y, en ocasiones, malogra la empresa que se tiene entre manos. Estoy a treinta minutos, llegaré en diez, le dice al sobrecogido cliente, cameo del propio Quentin Tarantino. El cadáver sin cabeza del maletero del coche no existirá en 40 minutos si hacen lo que yo les diga. Oler a café le hace pedir uno: se trabaja mejor con una buena taza humeante a mano casi victorianamente a juego (si el mobiliario fuera más regio) con su impecable smoking. Fascina que el Señor Lobo no hinque la cerviz ni se manche las manos con hemoglobina o pedacitos de sesos. Le basta informar de lo que se debe hacer, imprimir la seriedad exigible a su discurso y asegurar severamente que si no se obedecen sus órdenes pueden quedarse con su muerto en el maletero. Cada fase de la asepsia en la escena del crimen debe conducirse por las más estrictos estándares de eficacia: celeridad, pulcritud y, llegado el caso, si todo cuadra y no hay resto alguno de cadáver, humor al final de la representación. El Señor Lobo es una enciclopedia de ocurrencias divertidas y de tacos pronunciados en el momento exacto, para que su sentido y contundencia realce el mensaje y el oyente no piense que quien los dice pondría objeciones a descejarrarles un dos tiros en la sien y darle a Joe El Monstruo dos coches con dos muertos en el maletero para que los desguace. El espíritu del Señor Lobo es el de la emergencia cautelosa. No hace milagros, no separa las aguas para que camine el pueblo elegido, no hace ver al ciego ni apacigua el furor de los cielos cuando se desbocan. Él es un hombre de este tiempo. Sabe qué hay que hacer, sabe cuándo hay que hacerlo y sabe para qué. «Señor Lobo, ha sido un verdadero placer verle trabajar», le dicen Vincent Vega y Julius Winfield cuando se despiden de él, vestidos estrafalariamente, absolutamente convencidos de estar delante de un semidiós, de un ángel divino, de un ser sobrenatural capaz de hacer que los milagros existan, sin percatarse de que él no ha hecho otra cosa que seguir sus órdenes. 



19.11.22

323/365 José Lupiáñez




 Recado de náufrago

Un cuenco pedía el náufrago que formáramos con las manos para así ver en claro el misterio que a la sed conforta. Que se arrimara al rumor de su eco el corazón y se contemplase la dicha completa y lo que su prodigio novicio revelara. Que en la garganta un acopio de luz brotara y el mar sepultase las últimas noticias del mundo. 

Azul

Deliran de azul los ojos, ¿lo creéis?. Dicen haber visto caer la tarde mientras naves de fuego embocaban el presuroso ocaso de las aguas. Danzaban los cuerpos, era el goce un aleteo prendado del súbito fulgor del aire.

Ofrenda

Hubo un temblor que en la palabra que lo nombraba tenía cadencia de salmo. El deseo, la loca brújula de la carne, la verdad de los cuerpos cuando se deciden plenos y vibran, labio dulce que se declara eterno, en la sencilla restitución de unos besos. 

El canto de alianza

Algún hálito nos posee al clarear el día. Una lengua de fuego o una corona de pétalos. Un rostro que requiere que se le mire. Una honda pulsión. Un hilo frágil. En la avara cuenta del aire, una bandera ondea sin dueño. No la conmueve el tiempo, no la ciñe el olvido. Firme, roca en el viento, me contempla. 

Esbirros


esbirro.

(Del it. sbirro).


Esbirro (R.A.E.): 1. Oficial inferior de justicia. 2. Hombre que tiene por oficio prender a las personas. 3. Secuaz a sueldo o movido por el interés.

Esbirro (Moliner): 1. “Alguacil”. Empleado que está a las órdenes de un tribunal de justicia. 2. (n. calif.) Se aplica a cualquier empleado subalterno que ejecuta las órdenes de una autoridad particularmente cuando para ello hay que ejercer violencia; por ejemplo, policías, verdugos o agentes de consumos. Se usa mucho en sentido figurado, aplicado a las personas que sirven a otra que les paga para ejecutar violencias o desafueros ordenados por ella. 




El mundo está lleno de esbirros. Años sin escuchar esa palabra, esbirros, y la oigo en dos ocasiones y luego una tercera, ya consciente de esa constatación semántica, cuando de noche en la radio escucho que un político los tiene y hasta que están mejor pagados que él mismo. No sé si esbirro conviene a la condición del que obedece a ciegas lo que se le manda, movido por el afán lucrativo o por el ideológico, aunque no tercie la violencia que referencia el diccionario para acotar el término. Las palabras tienen su vaivén, adquieren con el tiempo extensiones físicas con las que no se contó cuando se instalaron en el acervo léxico de un pueblo; hay palabras que se desdicen continuamente, palabras que mutan sin acabar de perder del todo la esencia que las parió, palabras que se acomodan mejor a la nueva residencia que se les fija más que a la antigua, en la que languidecían, a pique de desaparecer. Está tan viva la lengua que no hay manera de que la sintamos siempre a mano: medra a su capricho, se escora, escoge la vía que más le place. 



Tiene esbirro la sonancia ruda del que está diciendo algo que le duele adentro o de lo que entiende a medias. No se es esbirro con facilidad, ni se acepta con facilidad que otros lo sean. Se imagina uno un escalafón en ese rango, el de los esbirros, una especie de concurso de méritos hasta que el candidato es merecedor de ese título. Habré sido yo esbirro, quién no, en alguna ocasión, alguna que no se trae a recuerdo ahora. Siempre hay una situación en la que se actúa al modo en que lo hace un esbirro. No habiendo prendido a nadie, en el sentido literal del término, imagino que habré seguido a alguien, cobrando a veces por ello, no se sabe en qué género la cobranza, no estoy seguro de eso,  o movido sencillamente por los sentimentalismos o por esa vaga idea del liderazgo ajeno que a veces se tiene y en la que no se desentona. Advierto, sin embargo, esbirros en abundancia, más de los necesarios, si es que se precisan, esbirros en la alta política: esbirros de patio de colegio, esbirros de la línea editorial de un periódico o de los cánticos en los estadios de fútbol o en los comités de la política o en las cofradías. Desconozco el tipo de esbirro en que me habré inadvertidamente convertido, si es que a alguno he llegado, de verdad que no podría poner la mano en el fuego. Si un tipo de sujeto ciego, juramentado, fiel o, bien al contrario, seré, en fin, el típico esbirro ocasional, de fácil captación, que colabora en un evento como se espera que lo haga y luego desaparece sin ruido, sin que nada de lo hecho le ocupe en la cabeza más del tiempo empleado en desempeñarlo o incluso sin que le afecte. En todo caso, sería un esbirro amable, no soy de gestos agresivos, ni subo el tono de voz cuando se me lleva la contraria y me buscan a la gresca, que hubo veces en que quise o me quisieron, pero algo mío lo impedía, ya digo, no sé si por educación o por falta de motivación. Soy, en definitiva, un esbirro sin cuajar todavía, que podría hasta pasar desapercibido en una rueda de esbirros. 



Está la figura del esbirro de plena actualidad. Le están rebajando todo el peso oscuro. Pronto ser esbirro será una actividad de la que presumir. Quizá malogre que no funcione más rápido la redención absoluta del término su fonética, esa doble erre sin posibilidad de maquillaje. Hay palabras que nacen condenadas. No hay manera que se las rehabilite. Ninguna posibilidad de que le perdonemos todo lo terrible que dicen. Ahora que celebramos el cuarenta aniversario de nuestra Carta Magna, me viene a la cabeza la cantidad de esbirros que hayan podido ser útiles para que al final esa declaración de principios básicos de convivencia existiera. Esbirros  que cuidaron de que nadie fuese a lo suyo antojadiza y desairadamente; esbirros que no recurren a la violencia, pero la ejercen subrepticiamente, bien por intimidación óptica o por sugerencia fonética: hay esbirros que ganan plaza por su envergadura física o por su tosquedad en el mirar. Habrán sido estos esbirros de los que hablo personal ciego, las más de las veces, del que no replica una orden, ni las procesa por si contienen algún desatino que le impida proceder con ella o contraríe algún proceder moral propio, de los que no es posible renuncia. Se les da por ciegos por cuanto no se comprende que obedezcan tan modélicamente. 


La literatura está llena de esbirros. Sancho Panza fue uno de los más nobles y ejemplares, aunque a veces no caiga uno en la cuenta de que en verdad fuese esbirro y ejerciera como esbirro y con formidable eficacia, además. Fue pacífico, por más que esta empresa requiera en ocasiones el uso de la fuerza o de la intimidación. No sabremos qué Sancho Panza tendríamos si su señor no le hubiese exigido más bravura en los lances de los caminos o, caso de que fuese necesario, si le hubiese solicitado el concurso de la violencia, a beneficio de sus andanzas caballerescas. El Quijote, como novela, es un libro de aventuras y un inventario de livianos episodios bélicos. Procede el esbirro con fe en quien le conduce. Quizá sea ese el esbirro más temible, el que desoye el tintineo de las monedas cuando caen en su bolsillo; el otro esbirro, el convencido, es el que procede con más elocuente contundencia. No me atrae el término "sicario". El sicario es un esbirro sin escrúpulos. Los sicarios, en su origen, fueron una secta judía que se enfrentó a la ocupación romana en Palestina. El sica era el puñal con el que despachaban soldados en escaramuzas callejeras de poca monta. La tercera palabra asociada es "mercenario", que eran los soldados de fortuna, pagados por el erario público para que defendieran la patria o lo que quiera que fuese sin que intermediase ninguna convicción moral o ideológica. El esbirro es un mercenario al que no se le ha presentado la posibilidad de enrolarse en ninguna guerra, pero la esencia de ambos es la misma: la de cobrar por asegurar una posición, cubrir una plaza o proteger una autoridad o, en el caso menos épico, a cualquier fulano que cree precisar protección. Siempre es más temible, por su obcecación intelectual, el esbirro que no cobra por su trabajo. Son gente que se ofrece por imperativos morales. Son el tipo de gente que defienden a muerte la salvaguarda de unos valores patrióticos y son capaces de salir a la calle y darse de hostias con cualquiera que no piense como él o, en el más alto de los casos, que ni piense como su jefe. Existe la acepción imbécil del término, en la que el esbirro obedece sin que haya injerencia alguna del intelecto y, al tiempo, sin que proceda un pago o una merced (de ahí el término mercenario, ya puestos a tirar de etimologías). 


 A lo visto hoy en día abunda precisamente este último rango, el del esbirro juramentado. Se emparenta con el zombie al que se nos ha acostumbrado por las series de televisión. Llegados a este punto de la reflexión, es de rigor recordar que todo esto no es nuevo y ya Ortega y Gasset traía la idea del hombre-masa (ahora sería mujer-masa también por requerimientos paritarios, en fin) y su adocenamiento, su reconversión en un ser pasivo, que consume lo que otros determinaron qué es lo que debe consumir (la cultura de la televisión es una bestia insaciable) y todo ello sin que duela ni que por asomo parezca que se le está vejando o humillando. Así que todos somos de un modo u otro esbirros de la cultura imperante, de la que lo impregna todo, incluyendo la alta cultura, que no es elitista ni está reservada a unos pocos elegidos o sancionados por la inteligencia o por la divinidad. Es una cultura democrática, universal, rica, considerada el verdadero alimento del pueblo, pero ay qué caro es administrarla, qué trabajo cuesta a los que están en los ministerios. De ahí la importancia de saber a quién se vota, de ahí el sagrado derecho a introducir el voto en la urna. Luego viene lo que viene. Llegan en tromba los sicarios, los mercenarios, los esbirros y se ponen a repartir estopa, estopa verbal o de la otra. Los vemos en las calles, en los mítines, en los campos de fútbol, en las colas de los supermercados, aireando sus enfados, criticando a ciegas, como zombies. No se mancomunan, no están afiliados a nada, no tienen carné. Están a lo que van o viceversa. Si pones la televisión, aparecen, sólo hace falta estar alerta, ver con detalle, no pasar por alto los detalles. En cualquier concurrencia severa de gente, hay esbirros o hay mercenarios o hay zombies. Muchos están ahí de relleno. No puedes preguntarles: oye, ¿tú por qué estás aquí? No te dirán nada o irán a trompicones en la respuesta. No les dijeron a qué iban. Sólo les dijeron que fuesen y ellos fueron. Les mueve el tumulto, la masa libre que se tira a la calle y la ocupa. Hay mucho gentío protestando, pero no saben el porqué, tampoco preguntaron. Sencillamente obedecieron, fueron, dejaron lo que estaban haciendo y se plantaron en la manifa. Los que saben a lo que fueron no los soportan. Imagino que no los soportan, espero que no los soporten. Sobre todo porque les afean los actos, los enturbian, hacen que no sirvan a su propósito. Hay gente con las ideas claras que parecen esbirros, no siéndolo. Los esbirros de verdad se ven venir de lejos, aunque no haya que defenderse de ellos. No nos asustan, estamos hechos, les hablamos, no hay nada que nos incomode, están a nuestro lado. 


18.11.22

322/365 Gerald Bostock (Redux)

 


De tener que elegir algún disco que me acompañase en un hipotético y poco festejado confinamiento espiritual, si es que se me conminase a cribar la mastodóntica carga que me complacería en grado sumo llevarme a ese infierno solitario, no faltaría Thick as a brick. No sé la de veces que me ha acompañado y servido de bálsamo y de refugio en el transcurso de los últimos pongamos cuarenta años. Salió en el 72, pero ahí era yo todavía infante (no sé si florido) y se me escapaban las glorias del genio humano. Recuerdo (porque recordar es sentirse uno vivo y olvidar es morir) el deslumbramiento primero por la portada cuando un amigo dijo algo parecido a "me he comprado un disco, es una canción que ocupa las dos caras, no has escuchado nada igual". Debieron ser esas o parecidas las palabras y no las restituyo porque las registrase y ahora extrajese, sino porque son las más adecuadas y porque mi amigo (a quien veo más espaciadamente de lo que nos merecemos) era de retórica y ornato, Dios los cría y ellos se junta, que diría mi abuela. R. me grabó Thick as a brick en una cinta de cromo, las de metal eran más caras. Años más tarde, mucho más, adquirí el disco compacto, el de la foto. Lo compré en una tienda que ya no existe, esa es otra historia. En el relato del álbum (pues lo tiene y no se ha desvanecido en mi memoria) debo traer la extraordinaria devoción que le tenía A. Vamos a quedar para un café, me dijo. Venía de Madrid y tiraba cada verano como loco a Fuengirola. Hablamos de  sus planes de agosto, el cansancio acumulado y la habitual vindicación de las bondades de la cerveza y entreveró (qué hermoso verbo, qué justo siempre) su absoluta adicción a ese disco. Es más: se atrevió a cantar (sin estridencia, como si fuese un poema recitado y una leve música lo acompañara) los primeros minutos de la historia del niño precoz Gerald Bostock, del que no tenía yo más noticia, porque mi inglés de entonces no era espléndido y no tenía ni idea del trastero del disco: cada disco (los buenos, al menos) tienen una narración, Thick as a brick es una novela en sí mismo, una fábula, un cosmos. Avanza el tiempo, como debe ser: cuando hice el servicio militar tuve trato profesional con un sargento, nada extraño en ese de que un cuartel haga que un soldado raso (luego cabo) afincase amistad con un mando. S. era un tipo anodino, salvo cuando empinaba el codo, nada de lo que extrañarse tampoco. Vi cómo apuraba chupitos de Smirnoff en una barra de bar cuando el barco que nos tuvo de maniobras atracó en Málaga y el azar nos hiciera compartir una hora larga previa a embarcarnos y volver al barracón y a la rutina. He aquí, oh lector abrumado por esta confidencia sentimental, cuando el anodino sargento S. arrancó por Anderson y entre bocanadas de Chester y lingotazos de licor de patata y declamó "Really don´t mind if you sit this one out..." en un inglés creo que más que aceptable. No sé qué es de S. ni de R. Sigue Anderson, pero no aquellos de entonces. El tiempo es un bicho cabrón, a poco que uno se para a pensarlo. Hay cosas que no cambian, no obstante. El instante en que comienzan los cuarenta y tantos minutos sigue siendo un vuelco del alma, dejadme que me extreme en las palabras, no hago daño a nadie. Cuando cumplí cincuenta (tenga usté idea de la simbología de la cifra) A. me regaló el vinilo de la foto, el que ocupa la pantalla del ordenador. Era una edición original, comprada en una tienda de segunda mano, no contaminado por el uso, pero fechado en el legendario 72, lo cual lo hace, sí, Antonio Luis, sí, David Torres, una joya entre las muchas joyas a las que uno puede acceder, ya sea por improvisada concurrencia de la casualidad o por herencia emocional del glorioso y lírico pasado. El mío, al menos en estas consideraciones, es espléndido. He disfrutado al punto de sentirme dichoso y agradecido de que la vida me conviniese sensible. Es cosa de eso, de la sensibilidad. Hoy, sin ir más lejos, el viernes es más feliz. Todo por una camiseta. No sé nada, añado para acabar, de Gerald Bostock. Quién sabrá. No creo que haya un disco (jamás, jamás) que me llene más. Puede haber alguno (los habrá) al que profese una devoción más práctica (por el hecho de volver a ellos y no agotarlos, por saber que son tan míos como un brazo o como mi voz), pero Thick as a brick es el corazón mismo que hace a ese brazo o a esa voz agitarse o hablar. No es que sea un disco excepcional únicamente, sino que pertenece a la categoría de los recuerdos excepcionales. Sucede a veces con la música que alcanza lugares donde no hay nada más. Es esa excelencia sentimental que te hace sentir privilegiado. También hace eso la música: confiarte un don, procurarte un refugio, permitirte la remota idea de que vivir es un regalo. 

Leer (otra vez)

  Leer no garantiza que seamos más felices. Ni siquiera que la felicidad nos visite mientras leemos. Es incluso posible que la lectura nos p...