26.9.18

Pensamientos recurrentes





Hay cosas que piensas de las que te deshaces enseguida, no crees que sean buenas, sospechas que te harán daño o que no dejarán que otras que se te puedan ocurrir fluyan y ocupen tus pensamientos. No tiene uno gobernanza sobre lo pensado. Por más que se desee, hay que claudicar, aceptar que irrumpan en nuestra cabeza cosas que no nos convienen. Son tan terribles que no es posible que puedas festejar que las venciste. Nada más pensar en ellas, vuelven. Incluso vuelven con más ahínco y permanecen más tiempo, causando un estropicio mayor. El pensamiento recurrente no tiene que ser malo en todas las ocasiones. Hay cosas que piensas que no tienen maldad alguna, pero hasta ésas, las livianas en peso o en hondura, desquician al más preparado. Fascina que una parte de ti escape a tu control, no se deje ordenar, no sucumba cuando la sancionas. Parece que existiese otro allá adentro y se entretuviese en perturbarnos, en desquiciarnos. Piensas en una novia que tuviste o en Epi y Blas o en los vampiros del cine mudo o en el cantante de Kiss o en tu madre vestida de lagarterana. Anoche pensé en Trump. Vino a mi cabeza su discurso en el atril de las Naciones Unidos. Ah horror de los horrores, todavía está ahí, no ha dejado de estar, yo creo que he soñado con él, aunque no pueda recordar ahora nada de lo soñado. Tendrá que venir otro pensamiento y desplazar al que ahora me molesta. Espero que sea feliz y no me altere mucho. Hay días que empiezan mal. Que el vuestro sea bonancible y no haya ningún pensamiento recurrente ingrato que lo derrote.

22.9.18

Eclipse de sangre

 La luna de anoche, la de sangre, medra en la memoria, la ocupa entera a ratos, silencia las lunas antiguas, las blancas o las acuertaladas en su timidez o las de plenitud incivil y desafiante, aplaza la claridad del día irrumpido hoy, hace que no prospere la luz, a pesar de su dureza de verano. No sabemos qué fue de ella, si ese limbo suyo tenebroso quiso contar algo y no supimos entender o no quisimos, por temor, por la cautela ancestral alojada en nuestro pecho. No sabemos nada, no tenemos ningún mapa suyo, nada fiable a lo que aferrarnos. La luna es un descuido de Dios. El hombre es una anomalía. Le incumbe sólo su influjo, su secreta terquedad, su anhelo sin dueño.

21.9.18

Decálogo (III)

I
Hacer de vivir un secreto sencillo y puro y morir tal vez después sin misterios ni hondura, con toda la evidencia del amor varada en la voz como un canto que aspira, en la distancia, a ser himno.
II
Al alma la astilla el tiempo, su eco inasible de marcas muy dulces.
III
La vida la sé, su costumbre, el racimo de sangre distinta aventada a mordiscos mientras la piel alienta vértigos, funda prodigios, arde en calma, muere sin estrépito.
IV

Ser tan sólo el que observa, sin adelantar el gesto, ni ocupar con el verbo el aire.
V
Tan gacela, Sara, el tiempo en la almohada. 
VI
Fiesta nuevamente en el jardín. Han venido todos. Esta vez es posible Let it be.
VII
Desciende, cuerpo, a tu semilla.
VIII
Los días son números. Habrá de cesar el cómputo.
IX
Procura el amor alminares, báculos, palabras que explican el Big Bang, un poema de Claudio Rodríguez.
X
¿Quién no ha tenido una novia rusa, doliente y flacucha, que recita párrafos de Tolstoi?


20.9.18

Decálogo (II)

1
Vivir con absoluto desparpajo.
2
Ser poeta para qué si T.S. Eliot murió solo sin que una sola línea suya lograra poner cerco a la muerte, brida al vasto olvido.
3
A veces consiente una opulencia de olores la noche, oro suspendido en el aire, tristeza que de lejos anuncia la inútil contienda de los abrazos.
4
Los días fingen ser versos. La vida, literatura.
5
Hay una ebriedad invisible. La voz, trémula, percute el aire alucinado. Las palabras festejan la luz mordida, el eco frívolo, el tiempo tan breve. Se duelen, resaca adentro, rotas. La luz estalla en un adjetivo.
6
Qué almíbar en la sangre.
7
Anochece en el azucarero. Taconea, pasillo abajo, la tristeza. Se ven tan poca cosa sus perritos que, a la luz de las linternas, parecen algas.
8
El secreto donde aguarda es en la sílaba más oscura. Aire que herido a lo lejos pulsa la luz con su música ebria de fatigar los cuerpos. El amor se presiente y se deja amar y en el abrazo muere.
9
Arde lo que importa.
10
Las avenidas en Hollywood, de noche, siempre conducen a un desvarío. 

18.9.18

Cerdos


A Pascual Rovira, Anarcopatafisico Irrecuperable y a José Puerto Cuenca, con sincero agradecimiento.
Al cerdo le fascinaban las arias de Verdi. La culpa la tuvo el porquero, entusiasmado melómano. Usaba un amplificador a válvulas que se caía de viejo y unas columnas Edimburgh que pesaban cien kilos. No hubo propósito, ni gran aprecio tampoco, tan sólo la evidencia de que los gruñidos eran menos ruidosos o que, en ciertos pasajes, se le tornaban los ojos y daba unos brincos armónicos. Ninguna otra muestra de la gran música producía el mismo efecto en el animal. Con Wagner emitía unos gruñidos más toscos de lo normal. Con Gould acometiendo las variaciones Goldberg se ponía inusualmente nervioso, agresivo a veces. Días antes de que lo condujeran al degüello, el porquero le sometió a una escucha masiva de las arias de las veintiocho óperas de Don Giuseppe. Murió en el fango. Sonaba Aida, una de las últimas. Se cree que le sobrevino un infarto o un derrame cerebral. No se le hacen autopsias a los cerdos. No consta ninguna, al menos. El veterinario, informado del amor a Verdi del marrano, sugirió el suicidio. Recordó un burro que murió horas después de que finara su dueño, aficionado al jazz de Nueva Orleans. El porquero no lo abrió en canal, como suele con otros, no separó las piezas para hacer negocio. Le dio piadosa sepultura en una loma. Cuando escucha a Verdi no censura las lágrimas.

16.9.18

Cerdopoética

He aprendido (o recordado, no sé) en este fin de semana que la poesía lo abarca todo y lo impregna todo. También, entre otros deleitosos asuntos, que el tocino vive en fango y muere en vino. Hemos sublimado la animalidad del cerdo, su gozosa y aprovechada (y no suficientemente prestigiada) presencia entre nosotros. Agradezco a José Puerto Cuenca la invitación, él es el perpetrador (que no ideólogo, ese honor es de Pascual Rovira, asnólogo cósmico, aparte de magnífico y divertido anfitrión) de estos recitales. Dejo el poema con el que he contribuido al marrano acto y unas cuantas fotos.



14.9.18

Un conejo

Vi un conejo muerto, se lo comían las moscas. Me tentó sacar el móvil y hacer una foto. Una vez hice eso con un pájaro, pero me turbó entrometerme, vulnerar esa intimidad. Ante la muerte ajena, se arredra uno, comprende abruptamente el vértigo de la existencia, su frágil equilibrio. Lo trágico es la intervención de las moscas, lo que malogra la dignidad del conejo son las moscas, ellas son las inciviles. Al hombre, una vez muerto, se le concede el rango de sagrado, se elabora con esmero el ritual de la tierra o del fuego y se procede al perdón (morir limpia todo expediente oscuro) y, en casos, con justificación o sin ella, al elogio. No entra en este relato el concurso de las moscas. No procede que afeen la comisión del sepelio ni que evidencien lo conocido, que el cuerpo va a lo suyo, más incluso cuando no tenemos gobierno de sus actos. El cuerpo se oxida. Todo es cosa de esos radicales libres y ese vicio que tienen de inflar de oxígeno nuestras células y envejecerlas. Química insensible.
Nos diferencia de todas las demás criaturas (conejos, moscas, pájaros) la voluntad de que no quede rastro nuestro una vez se detiene el corazón. Fuimos humanos cuando nos compadecimos de nuestros muertos. La misma fe proviene de esa necesidad de dar dignidad a los que amamos y nos dejan. Pobre conejo, huérfano de afectos, no hay quien se compadezca y le espante las moscas o le recoja y dé sepultura, pero no nadie se ofrece, ni yo quise. Así que tuve al conejo en la cabeza toda la tarde. Lo que hice fue suprimir las moscas, permití que se hospedara ahí, a salvo del rigor de la muerte. Ya no pienso tanto en él, no creo ni que sea bueno. Acabarán perdiéndose los dos: el conejo de verdad y el fabulado. Somos humanos porque seguimos recordando a nuestros difuntos. No les borramos, no dejamos que el olvido se apropie de ellos. Da igual que exista un lugar en donde reposen a oscuras, solos. Yo querré que el fuego camine conmigo, como en el hermoso título de la película de Lynch.

10.9.18

Se escribe para que nos lean

Nada particularmente extraordinario en esto de escribir. Quizá la persistencia, ese tozudo contar lo que irrumpe, el volcado tenaz, la transcripción falible, pero leer también es un oficio de alucinados, leer es una forma de perdurar, leer es un manera de aplazar la muerte. Uno escribe para que otro lea. Lo extraordinario está en abrir el libro, el prodigio consiste en dejarse contar. Es esa voluntad, la del leer, la que lo justifica todo. Ahí reside lo extraordinario.

6.9.18

Torres




                                            (Fotografía: Emilio Calvo de Mora, Praga)

Antaño las ciudades se medían por la altura o la opulencia de sus torres. Hoy el indicador es la afluencia de turistas alrededor de ellas, la estadística de ocupación hotelera o la de subidas a Instagram o Facebook de sus rincones más pintorescos o estéticos. No es el hecho cabal de que se las admire, sino el añadido de hacer que esas torres perduren no únicamente en la memoria, privada y voluble, cuanto también en los registros pactados, en ese escaparate público del que falsamente se infiere cómo somos o con qué ocupamos el tiempo libre. Hace uno, frente a ellas, lo que los otros, toma las mismas imágenes, busca los mismos ángulos. No creo que haya nada puro, todo ha sido convertido, al registrarlo, en mercancía emocional. Exhibo yo mismo el defecto imputable a los demás, no difiero de ellos, en todo somos iguales. Únicamente varía  la cámara o el móvil usado, la calidad técnica o artística de la fotografía. En lo demás, somos piezas intercambiables, aunque no nos conozcamos ni hayamos intercambiado una sola palabra entre nosotros. Somos mercancía emocional, torres que se encuadran en la pantalla de una cámara que otro usa.


5.9.18

El buen soldado


                                             (Fotografía: Emilio Calvo de Mora, Budapest)

Se tiene una idea equivocada sobre la intendencia del soldado, se cree que es fácil cumplir lo ordenado, no salirse del plan que otros urden, adentrarse en la aventura de la obediencia, no discrepar, no pensar en si lo encomendado no tienes ni pies ni cabeza o si, bien al contrario, es un prodigio maquinado por una inteligencia absoluta. Lo malo de que te aposten en una garita no es que no puedes pestañear o rascarte la oreja o abortar con el alma misma una tos sobrevenida o un estornudo imposible de interrumpir. Lo malo de que se te encomiende esa vigilancia (más protocolaria que operativa) es la completa toma de conciencia contigo mismo. De pronto adquieres nociones de tu circunstancia personal que antes ni siquiera vislumbrabas. No mover un músculo, ninguno de los visibles, facilita mover los músculos que no se ven. Tal vez el soldado de esta garita de un edificio administrativo (lindante a un castillo en cuyo dominio se erige una imponente catedral) piense en dejar la milicia (es un honor hacer esa guardia, nos dijeron) o en ver la manera de escalafonar y conseguir un puesto de verdadero mando, no sé ahora exactamente cuál, hace mucho que hice el servicio militar y uno va perdiendo a conveniencia la memoria. Fascina su pose estatuaria, su absoluta entrega al papel que se le ha otorgado. Conforme el mundo avanza y se desquicia, más fascina aún. No sé si es cosa de otros tiempos lo de las guardias. Su fin, avisar sobre la inminencia de un ataque, ha dejado de tener sentido. El enemigo está en casa a veces, a espaldas del buen soldado. El enemigo, cuando se pone grosero y le da por atacar, no lo hace a pecho descubierto, siendo visto, sino ladina y ocultadamente. Tampoco podría nuestro servicial hombre hacer mucho si el ataque es masivo y las hordas bárbaras (el enemigo siempre es el bárbaro) asedian a cara de perro el edificio. Queda, en fin, en artículo de bisutería turística, en recuerdo de una época, en souvenir para que se le puedan hacer fotografías. Sigue insistiendo en la dificultad del desempeño de este oficio. Estar ahí solo contigo mismo, qué difícil debe ser.


3.9.18

Calles 2




                                                (Fotografía: Emilio Calvo de Mora, Praga)

Ya no se hacen calles como las de antes, no se piensa en las casas, ni en quienes las recorrerán arriba y abajo, yendo y viniendo o ocupándolas por el sencillo trabajo de pasearlas y demorarse en ellas. Algunas, en cambio, invitan al regocijo, hacen pensar en literatura, en lo que pudo haber pasado y tal vez no ocurrió o en lo que se nos escapa, por más que especulemos. Hay calles que de un lado de la calle se puede acceder al otro sin pisarla. No sé si esta ocurrencia arquitectónica podría extenderse y hacerse popular en los planes urbanos de hoy en día. Se pregunta uno en dónde habría de colocarse esa vía de tránsito, si sería del agrado de los vecinos (en un principio, por la novedad) y luego la reprobasen, decidiesen en reunión comunitaria que el pasillo o el puente, con los ventanales sobre la calzada, no tiene utilidad alguna o que, más bien, sólo acarrea problemas. No le vemos la belleza a las cosas, sólo buscamos su lado práctico.

2.9.18

Calles


Lo antiguo se ofrece a lo nuevo. La ciudad es un cuerpo. Crece, enferma, sana y habla para quien escuche.

(Fotografía: Sara Calvo de Mora, Viena)

1.9.18

Bohemia Rhapsody



Del antes tengo más conocido que del después, no hay discusión, no se tiene propiedad de lo que aguarda y acecha, tampoco debiera preocupar esa certeza, no va a ningún lugar de provecho, ni se pueden hacer planes, los desbarata el azar o los corrompe o los cancela. Del ahora se apropia uno de cosas sutilísimas, de lo tangible, sin esmero, sin que el adiestramiento oficie su trabajada liturgia, sin que la experiencia (a veces) influya u oriente. No somos nada, nada fiable, en todo caso. Vamos a lo que viene, nos resignamos a ese zarandeo ajeno, nunca propio, jamás propio, por mucho que uno crea que lo administra o que es suyo o que posee acta de su presencia, pero es en el viaje en donde más se reconoce uno. Debiéramos estar siempre viajando. Debiéramos no tener casa, no tener tampoco el ansia de ocuparla con objetos. Ayer pensé en cómo sería vivir en hoteles, cambiar cada cierto tiempo de residencia y, por supuesto, tener una cantidad escandalosa de dinero para despreocuparse de hacer algo más allá de lo antojado, de las conveniencias propias, que no se pueden o no se deben compartir, ni alardear de ellas. Fue retirada del pensamiento esa idea. No es sana, en el fondo. Quizá se asquee uno de esa molicie (una rutina en lo placentero, un dejarse ir sin fundamento) y anhele una obligación. Anoche, entre amigos, ganaba la opinión de que es bueno no tener a nadie cerca que nos marque plazos y evalúe lo hecho. El problema reside en que hemos sido educados en la creencia (firme y duradera) de que hay que hacer algo por los demás y que esa voluntad, al ser ejercida, nos dignifica. Está mal visto que uno diga que durante el verano no ha hecho nada, salvo (tal vez) sestear, beber con más alegría y pasear cuando empieza a anochecer, tampoco sabiendo con certeza a qué lugar ir, si tomar un camino u otro y, por supuesto, abierto siempre a cualquier improvisación o alteración del plan, sobre todo por el hecho de que no hubiera de antemano plan alguno. Sería fantástico (no lo hice) recorrer el Moldava por Praga, atravesar todos esos puentes maravillosos, mirar las dos orillas y perderse en la continuidad de las casas, en su fascinación sin descanso. Bajar más tarde en un pequeño atracadero, pagar lo que se nos pida (es una exigencia del turismo la de abonar sus deseos) y volver al hotel por cualquier calle, a sabiendas de que quizá no sea el camino más corto, ni el más recomendable para quien no conoce del todo la ciudad.
Fotografía: Emilio Calvo de Mora,Praga)

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...