Con la única compañía de un piano Steinway no demasiado bueno, en su opinión, Keith Jarrett subió un 9 de abril de 2011 al escenario del viejo Teatro de la Ópera de Río de Janeiro y estuvo cerca de dos horas improvisando. Dijo no albergar ideas previas, no haber concebido ningún boceto de melodía. El problema, sostiene Jarrett, es empezar. "Luego todo fluye solo". Lo de fluir es tal vez la esencia del jazz, pero el pianista la lleva en este disco doble a unas consecuencias épicas. Las piezas, numeradas del uno al quince, no presagian nada, no elucidan nada, no dejan que el oyente albergue un asidero, un lugar desde donde comenzar o en el que concluir. Lo que hace Jarrett es convertirse en oyente.
Hay una santísima trinidad de personas en el piano. Está el creador, el que ejecuta y el que escucha. Están ahí los tres, en una sola persona, que encima es el crítico, el que evalúa el proceso, zanja los excesos y se crece conforme se va haciendo dueño de lo que fabrica. Supongo que escribir es un mecanismo de creación similar al que usa Jarrett en Río. Uno crea, es decir, piensa lo que va a escribir, luego lo registra y al tiempo, mientras esos dos actos van construyéndose, acude un tercer agente, el lector, que se dedica a censurar o a alabar lo escrito. No es posible dejar de admirar la osadía del músico que se planta en su banqueta y abre un territorio virgen.
Rio fue, a su entender de entonces, el mejor de los discos que hizo en los últimos años. Rio es un monumento a la creatividad absoluta. Un desafío. Un hermoso desafío. Rio constituye la prueba fehaciente de que Keith Jarrett no es únicamente el ejecutante perfecto, el pianista embebecido en los standards, capaz de tocar todo el repertorio de Gershwin o piezas de Bach, sino el demiurgo paciente, una especie de sobrevenida trinidad en la que alguien improvisa, alguien sanciona lo inoportuno o lo imprudente y alguien escucha. Lo extraordinario es que esas tres personas sean la misma persona. La de mayor rango en esa multiplicidad de ejecutantes será la del escuchante. Debe librar una batalla enorme en su interior. Tiene la encomienda de ir contándole al improvisador cómo le va yendo el asunto: si alarga innecesariamente una melodía o la interrumpe sin que haya dado de sí lo que podría, si se obstina en un recurso o aplaza su ingreso con imprudencia, si la pieza carece de coherencia o es precisamente esa carencia la que la hace avanzar y dar la impresión de que todo estaba pensado con antelación y lo que hace el músico (esa trinidad) es leer una partitura o tocar de memoria. El escuchante es el muñidor absoluto, uno timbrado por el don de la ubicuidad, una deidad investida con los dones del estro, un obrero refractario a los imperativos del tiempo. Porque improvisar en un escenario requiere un distanciamiento de la razón. Hay que bruñir el silencio, hacer que su vacío esté incesantemente ocupado, que una nota percutida precede a otra y sea anticipo de la siguiente, sin que un patrón invoque la restitución de ninguna de ellas, sin que la observancia de un plan malogre la libertad del que elige una dirección hacia la que dirigirse o del que toca lo repentinamente acogido como bueno o del que escucha lo que los otros dos han urdido para que la música fluya.
Las quince piezas que componen este directo de Jarrett podrían haber sido una o cien. Estarían todas en su cabeza, aunque no dispusiese de ellas otra información que la inminencia de su resolución. Esa composición espontánea no es únicamente un atributo de la genialidad, sino una expresión de la confianza del músico, una especie de milagrosa hospitalidad consigo mismo. La comunión con el público es absoluta. También lo fue en el concierto de Colonia, que cumple en estos días 50 gloriosos años. Nadie sabe qué va a sonar, ni siquiera el que está a cargo de que la música suene lo sabe. Tampoco el que escribe conoce lo que va a escribir y escribe y lee conforme la escritura ocupa la página. Podremos apreciar otra trinidad no muy diferente a la que concurre cuando el músico improvisa sobre su instrumento. El lector amonesta o aplaude la ocurrencia del escritor y avanza o retrocede para el flujo de palabras no se detenga. Por ahí andará el que espontáneamente rasga la oscuridad de las ideas para que irrumpa la luz. Porque es de la luz el agua y el cauce por donde libremente discurre cuando mana de la luz.
Vuelvo a Río: es delicado , enérgico, melancólico, Rio es un compendio del arte jazzístico de Jarrett. Además es una heroicidad: nace frente al público, crece con él y desaparece cuando el concierto acaba. Imagino al pianista de pie, recibiendo los aplausos, agradeciendo la generosidad de ese público. Me pregunto si algo de lo improvisado quedará en su memoria, si las piezas durarán lo suficiente en su cabeza o se perderán, si alguna melodía inadvertidamente surgirá cuando improvise de nuevo o cuando vuelva al metodismo de la composición y se afane con dar, esta vez sí, con un patrón, con un mapa de los sonidos por el que guiarse hasta dar con lo que anhela su inspiración.
También hay días en los que todo es improvisación. Se sabe poco de ellos, se tendrán indicios, evidencias de que serán parecidos a los que los precedieron y, con tristeza, con indignación a veces, igualmente parecidos a los que estarán por venir. De ahí que, ya que no se nos dotó con la sensibilidad pianística, uno escriba, haga constar el fluir de las palabras y algo, quién sabrá qué cosa, permanezca, no lo desgracie el tiempo, pero tampoco hay seguridad de eso. Es el tiempo contra lo que Jarrett luchaba, y me aventuro a decir que lo venció.
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