Se traba amistad con gente de malvivir por apreciar con más entera gratitud la buena vida que uno se dispensa. No tendremos manera de medir cuándo una aplaza o abandona a la otra. Hay vidas ejemplares que suceden sin que nada extraordinario las ocupe y entra en lo razonable que las licenciosas exhiban una recia musculatura moral y no entren al trapo cuando alguien las reprueba o censura. Digamos que el disoluto está encantado de conocerse y que, paradójicamente, el recto anda siempre enfrascado en tribulaciones, reconcomido. Pero el malvivir ajeno acaba calando, se hace valer cuando uno hace acto de conciencia y evalúa su proceder consigo mismo o con los demás. Se ve con qué alegre desparpajo se manejan en asuntos que uno reprueba íntimamente, conocedor del peaje que habrá que pagar cuando concluyan. Y, sin embargo, no cuesta envidiar ese desentenderse, ese no hacer como la hormiga al ocupar de cáscaras de pipas su escondrijo y vivir la vida loca y comer cuando irrumpe el hambre, beber si la sed, abrigarse solo cuando nos muele a palos el duro frío y no querer saber nada del futuro ni entender el presente.
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