El Arte produce una epifanía inmediata, una pequeña o gran perturbación, casi un brotar manso y agradecido de lágrimas. Lo sentimos al escuchar una melodía o al leer un poema o al ver un lienzo. No sé quién escribió que estamos hechos para admirar la belleza, aunque no esté uno versado en qué consiste, ni posea los instrumentos con que la cultura a veces nos fortalece y hace que apreciamos con más hondura esa revelación. Se admira un cuadro en la creencia de que cada pincelada tiene un propósito. Incluso el hecho de que no lo tenga, en el hipotético caso de que el autor campe a su aire y desoiga el canon y pinte como si fuese cada cuadro el primer cuadro, existe un propósito. En la vista del canal de Guardi lo hay de un modo nítido. Lo de menos es que se catalogue dentro de la pintura veneciana dieciochesca, pensada para que ciertos clientes ingleses la adquiriesen. Este paisajismo está orientado a restituir la profundidad del canal, su aspiración a integrarse en el horizonte y a arrastrar en su dinámica los edificios colindantes y la población diseminada de barcas.
A veces, cuando paseo un museo, siento esa orfandad, la de no tener a mi alcance la literatura de la pintura. Uno de mis anhelos sacrificados es el de haber estudiado Arte, no por ganarme con él el sueldo y ejercido un oficio, sino por pasear los museos y sentir las obras de otro modo. Algo parecido me sucede cuando piso una catedral o una de esas iglesias imponentes. Aspiro la fe, la noto, creo en ella de un modo precario y frágil, pero no tengo todos los instrumentos, no sé lo que un creyente siente cuando se arrodilla y reza en ese espacio maravilloso que visito como el turista inglés visitaba Venecia en el XVIII y se llevaba a casa un cuadro de Guardi o de Canaletto. Para ellos, la "Vista del canal" es un souvenir, una postal, una especie de evidencia de que estuvieron allí con la que entablar más tarde animadas charlas en el té con pastas de sus recargados saloncitos victorianos. Yo estuve en Venecia cuatro horas, tal vez cinco o seis. Creo que tuve un acceso de belleza. Estaba en mi conmoción el idilio antiguo con las imágenes del cine que me entregaron una ciudad bendecida por algo inefable y lírico también. La consumí con voracidad. Prometí (prometimos) volver.
Podemos vivir sin cultura y trasegar con felicidad nuestro paso por la tierra, pero la cultura nos pertrecha de vida también, una vida paralela o supletoria o canjeable a capricho a la vida fehaciente, por la de verdad, por la que puede prescindir de pintura y de fe y colmarse de ella, pero ay, qué felicidad más completa sería si uno pudiese estar atravesado por la sensibilidad suficiente como para permitir que la belleza lo traspasara y ahondara y calara de manera que todo respirase luz y nos tocara la gracia del entendimiento. También se transitan esos caminos en la orfandad, vacíos de nombres y de corrientes y de historia, porosos, sí, pero apartados de la cálida exposición a ella.
‘Vista del canal de la Giudecca con las Zatere’ (1757-1758)
Francesco Guardi
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