2.1.25

Historias de Sócrates y Mochuelo / 1


   Ilustración; Ramón Besonías

La ebriedad es nieve a la que entregamos una pisada obscena. El blanco humillado por el pie recuperará el fulgor antiguo. A veces se maneja uno bien en descomponer el paisaje, en desdecirse, en proclamar una varianza del ánimo, una especie de tumulto interior que no siempre está a mano y que prorrumpe con absoluta vehemencia cuando empinamos el codo y le damos a la sangre un circo de piruetas y de risas. Tal vez haya algo puro en esa danza improvisada. El cuerdo es previsible; el ebrio, el achispado, el que concede perderse en la bruma del alcohol, contiene una verdad insólita, pocas veces manifestada, incómoda para quien la contempla desde la serenidad. Baudelaire, poco fiable en mesuras, proclamaba la necesidad de embriagarse. "Hay que emborracharse sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestro gusto, pero emborrachaos". Hay en la ebriedad una euforia en la que el ejecutante se jalea a sí mismo, se arroga la facultad de destemplarse, de embrumarse, de adquirir un desquicio momentáneo del que más tarde podrá arrepentirse, pero al que se inclina con fastos y afán diáfanos. Con todo, sin hacer aquí elogios excesivos, hay cuerdos que jamás dejarán de serlo. Sócrates lo sabe. Mochuelo es un recién llegado, un sujeto demasiado fiable. 



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