17.1.25

Caminar con el fuego/ En memoria de David Lynch

 

Fotografía: Josh Telles

Siempre me pareció que Twin Peaks era una extensión de Terciopelo azul. El cadáver envuelto en plástico de Laura Palmer y la oreja cortada a la que se comen unas hormigas, en su atrevimiento y en su obscenidad, ocupó ayer mi cabeza cuando supe de la muerte de David Lynch. También se repetían en esa cabeza de pronto consternada la idea del fuego caminando conmigo, la de todos esas mujeres sublimadas, convertidas en algo etéreo, registradas por un hedonista, eso era Lynch, al cabo. Ayer estuve en la habitación roja, ese limbo en el que el tiempo se adelgaza o se comba o adquiere los atributos más complejos de los sueños. No hay manera de entender qué hay dentro de la cabeza, da igual cuál escojamos, todas son un abismo. Yo sé con más o menos certeza qué hay dentro de la cabeza de David Lynch. Una parte de la mía entiende a David Lynch. La otra se empecina en contradecirme y, a poco que me descuido, me desbarata lo que su mitad realiza. De hecho, ahora está escribiendo la parte no-Lynch de mi cabeza. Cuando me levanté esta mañana, pensé en no hacer ningún obituario sobre Lynch, pensé en esperar o en desechar la idea de que algo que yo pueda escribir tuviese alguna importancia, lo cual me suele suceder últimamente con obstinada frecuencia, pero la parte Lynch de mi cabeza tomó el mando. Mi amigo K. dice que le pasa lo mismo con Dios. Dice que en ocasiones entra en la cabeza de Dios, pero en cuanto regresa a la realidad una turbiedad le ciega el entendimiento y no verbaliza el prodigio recién vislumbrado, que hay veces en que Dios entra en su cabeza. He pensado en dejar que sea mi lado Lynch el que escriba, pero el acto de la escritura no está a disposición de quien lo ejerce, no siempre es dócil, a veces se descarría. Parece como si actuara a sus anchas y decidiese, no sé a antojo de qué, escribir o no hacerlo, desdecirse, entenebrecerse, no dar nada, no esperar nada tampoco. Cuando estoy tranquilamente sentado en la terraza de un bar, tomando un café, leyendo la prensa, fumando un cigarrillo, acude Lynch y me desbarata el remanso de paz que he construido. Sucede entonces algo que me encanta: cojo una servilleta de papel, que es lo que está más a mano, y manuscribo unas ideas, palabras que Lynch, desde mi parte cómplice de la cabeza, me dicta como en confesión multimedia, pero las ideas se atropellan y las palabras se montan unas encima de otras hasta formar un grumo semántico impresentable a mis entendederas. Cuando no hay servilleta (es romántica la idea de la servilleta) tiro de móvil. Tengo que dejar que se arruinen los recuerdos de una oreja en un jardín. Que se vayan convirtiendo en algo de poco peso. Que la tierra se los coma. Tener dos lados desde donde escribir (tener cien, tener todos los lados, tener el Aleph para escribir) hace que alguno no convenido irrumpa y entonces te descubres mirando a un señor que no conoces de nada o es el señor desde alguna zona oscura y remota el que te habla a ti y te dice qué debes escribir, qué palabra se zurcirá a otra hasta que el traje quede a gusto de alguno de esos dos lados. Lynch era el bruñidor de todas esas imágenes surrealistas, el mentor de los fantasmas, el verdadero patrocinador de todos los sueños más locos. Está el antes, el ahora, el luego. De tener que escoger uno al que afiliarme, con el que sentirme conciliado con el mundo y conmigo mismo, elegiría el tiempo que no ha llegado aún, el previsto, en el que se puede depositar la confianza, la fe, a decir del creyente. Cuando uno sólo anhela mañana el presente se vuelve soportable. Es la naturaleza mágica de la fe. No pasa nada si hoy todo se desangela y emborrona, no me importa que se desquicie y se rompa: me conformo con la inminencia de la gracia, con la posibilidad (no me agüen la fiesta) de que una mañana de verano salga al jardín de mi casa (no tengo jardín, por cierto) y vea una comitiva de hormigas siguiendo el olor de una oreja. Está ahí, la oreja. Sola y sin dueño. Pronto será pasto de un millón de hormigas. No quedará nada suyo. La realidad es la posibilidad de que suceda o no suceda algo extraordinario. Tengo fe en lo invisible, en lo por venir, en la sustancia arcana, en la trama oscura que hace que el mundo gire y las piezas, en su locura, acaben por acoplarse. Cuesta en ocasiones entender el mecanismo por el que se acoplan. Lo pienso y lo razono y no encuentro razones, tampoco motivos. A veces hay que dejar de lado la lógica. No conviene siempre. Hay también belleza cuando no acude. Incluso hay lógica cuando ésta decae o cuando deliberadamente se la extirpa de la trama o cuando comprendes que se está bien en esa ilusión de coherencia, en ese limbo dulce, en esa vida embrionaria, perfecta. David Lynch hizo que la televisión adquiriera cotas de excelencia absolutas. Todo cambió tras Laura Palmer. Sí, es cierto, se puede decir que la primera temporada es sublime y la segunda, en ocasiones, bordea lo decadente, lo vacío, lo estrambótico, pero yo soy de los que aman lo decadente, lo vacío y lo estrambótico. Que la tercera entrega, m favorita, sin explicar nada, lo explique todo Amo a Lynch casi por encima de otras consideraciones cinematográficas. La turbación es ese estado de ánimo en donde te sientes confortado, dispuesto a que el fuego camine contigo. Fascina, en la espera, no saber, no tener ninguna información, sospechar que empezará de nuevo todo. Incluso estoy dispuesto a que me decepcione. Con tal de que vuelva. Por ver si encuentro otra vez esa sensación de plenitud y de extravío. Las dos cosas juntamente. Habrá quien sepa de qué hablo. Le echaremos de menos








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