Estuvo ya desabrida y fea la tarde incluso antes de que hiciera presencia la lluvia, no muy insistente, y luego cerrara el cielo en tormenta, tampoco tenaz, pero aún así, de vuelta los dos a casa, apurando el paso por si definitivamente cayese un diluvio, sentí nuevas las calles. Lo fueron de un modo ostentoso. Escribo ahora para que esa elocuencia repentina no se me olvide, pero tampoco registrarla hará que regrese. Es a veces por un propósito que uno no prevé para lo que se escribe. Leer, sin embargo, posee un cometido que no se extiende a otros o que no se fragmenta y crea muchos otros: leer sirve para descegarse. Se llega a oscuras y la lectura va abriendo morosa o diligentemente la luz, pero es cada vez una luz distinta, fluctúa, no hace asiento ni se erige única. Como lluvia refractaria a permanecer. Lo escrito es algo que puede leerse de muchas maneras. Una palabra son muchas. Un texto, todos. Lo leído ahora no es lo que será leído después. La tarde es nueva siempre. Uno es nuevo también. El lector no desoye esta afantasmada trama. Somos incesantemente otro. Siendo así, fascina que haya cosas que no varíen. Tardes iguales. Lluvias idénticas. Calles sin mudanza. La misma compostura de ánimo. Creo que esto ya lo he escrito antes. Esta tarde no lloverá, ni después habrá tormenta, pero pisaré charcos y estará temblón el cielo.
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