Hay quienes, reacios al humor, lo consideran lesivo, atentatorio contra algo íntimo que no debe ser vulnerado, inductor de un estado de ánimo al que no encuentran alojo en su espíritu. La risa es una adquisición compleja, aunque brote con pasmosa naturalidad para el que la comprende. Reírse es un mecanismo emocional que no se puede forzar, hacer que surja a voluntad. Revelar que algo nos ha hecho gracia manifiesta cierta armonía, una especie de exhibición pública que no se aprecia en el modo en que nos expresamos o nos conducimos por cualquier circunstancia que surja y precise la intendencia de nuestro carácter. La risa es siempre honesta. En ella es el cuerpo entero el que comparece. Se ríe el alma. Al reír practicamos una higiene íntima que es probadamente contagiosa. Quienes ríen juntos, se entienden mejor. También llorar nos une. Esas dos manifestaciones de nuestra intimidad dicen de nosotros lo que ninguna otra cosa podría. Reímos o lloramos sin motivos. Las razones no son convocadas para que irrumpan el humor o la tragedia. Hay tímidos que no desean ser involucrados en gracias y en chistes. Temen que la entera construcción de su personalidad se venga abajo si algo les conmueve y acaban desternillándose. La ternilla es un cartílago que podría romperse si el zarandeo corporal que provoca la risa es excesivo. El lenguaje es una fuente inagotable de belleza, de hondura metafísica también. En esto del humor yo siempre recuerdo una anécdota (parece que real) que sucedió en el lecho de muerte de Buster Keaton, arropado por sus íntimos. Uno de ellos duda si había fallecido o no. No contando con la pericia forense que resolviera esa incertidumbre, alguien le tocó los pies. "Los muertos los tienen siempre fríos", debió decir para justificar su osadía. Buster Keaton, todavía entre los vivos, en un hilo de voz, respondió: "Juana de Arco, no". Hay que convenir que el humor procede de lo más acendradamente humano. También de la irreverencia, de la provocación. Con vehemencia, con descaro, quien pretende hacer reír a otro (Sócrates solicitando contar un chiste, Mochuelo conminándolo a que no se esfuerce) busca, más que otra cosa, reírse él mismo. No le interesa que el que escucha se tronche de risa (otro hallazgo lingüístico maravilloso) o, al menos, esboce una sonrisa aquiescente, cómplice: le basta airearlo, reconocerse en él, darle la dignidad más alta, el cometido más noble. No es que reírnos haga que aflore algo que pretendemos contener, no exponer al escrutinio ajeno, por si nos daña o da de nosotros la imagen que no deseamos: es precisamente la censura del humor lo que nos expone más limpiamente. Hay gente sin gracia, desahuciada del humor, gris, mustia, muerta en vida, si se me permita. Hay que creer que reír hace que vivamos más. Porque es cosa de fe la risa. Como el amor, como la creencia en que haya algo después de morirnos. Debería Sócrates prescindir del protocolo de preguntar y arrojarse sin pudor a la representación teatral que supone contar un chiste. No permitir que se sancione su deseo de compartir su alegría con los demás. Estaría bien.
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