“ El dolor es siempre pregunta y el placer, respuesta”
Paul Valery
También dolerse informa. Nada que objetar a su metal frío. De ese romperse uno proviene el izado de la luz, la condena de la sombra. Son todos esos verbos pronominales los que de verdad importan. A la vida la manejan mil dolores pequeños. Nada me incumbe del último.
En la idea del placer concurre también la de no padecer dolor. Quizá interese ocuparse seriamente del gozoso término medio: esa certeza un poco brumosa de sentir una especie de armonía en la que nada nos entusiasma ni nada nos derrota.
Uno busca afanosamente el placer y, cuanto con más ahínco persevera en su adquisición, más alienta que se sienta la poderosa irrupción del dolor, con más nitidez se percibe su acometida y más fundadamente se le teme. No hay conveniencias fiables a las que asirse, tampoco un procedimiento que lo disuada. Se está a su entera merced.
La pedagogía del dolor es quizá la materia de la que tenemos menos avances. No sabemos qué urdir, no poseemos instrumentos fiables y certeros, no están cuando el dolor nos alcanza con la vehemencia que en ocasiones suele. Anhela uno zanjarlo expeditivamente, compone una súplica íntima y luego, cuando no observa alivio, por puro desahogo, la airea, la vocifera a veces. Quiere que cese, quiere que el mundo regrese al estado previo, cuando existía esa armonía dulce en la que alma y cuerpo no sufrían asedio alguno, cuando todo era, si no placentero, sí normal. Es una trampa eso de la normalidad. Lo es porque se nos ha educado para buscar incesantemente el placer o la felicidad, y esos dos conceptos son quebradizos, frágiles, huidizos.
Por fortuna, si el dolor mengua, nos manejamos bien con el olvido. Se rebaja el estado de alerta, se limpia la zona vulnerada y se tiene esa percepción (falsa, sobrevenida artificialmente) que consiste en confiar en que todo volverá a su cauce y que el veneno no nos emponzoñará de nuevo. Nada más equivocado: vuelve más tarde, lo hace con absoluta indiferencia a cuanto urdimos en la contienda. No se busca el dolor, ni tal vez se le deba rehuir si acude. Su compañía es tan lógica, tan devastadoramente lógica, como su apreciado reverso, que es su ausencia. No hay nada con qué compararlo, ni nada que rivalice con el mal que siembra. Ni la muerte lo iguala. Porque la muerte es una especie de dormir sin que haya sueños ahí adentro.
Duele sobre todo el dolor de los demás, de todos a los que amamos. No aceptamos que sufran, cómo hacerlo. Llegar a aceptarlo es la gran asignatura pendiente, de la que no disponemos tampoco de pedagogía. También lo es de quienes lo padecen. Ni la cultura, tan basta, de tan hondo brillo, ni la belleza zurcen el roto que inflige el dolor. Somos de una fragilidad asombrosa. Estamos arrojados a ese fuego larvado e incansable.
No sé a qué ha venido esto del dolor, no sabe uno la razón por la que escribe lo que escribe. Tampoco la de que se esté viviendo lo que se vive.
Ahora que amanece y vuelven los colores y la luz todo lo cubre se calma uno un poco, piensa que es posible aprender a sobrellevarlo. Lo piensa brevemente. No dura mucho esa pequeña reflexión sanadora. El de ayer, primero del año, fue uno de esos días mansos y bonitos. Hubo valses, hubo silencio en la casa.
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