Que yo sepa, Árida es la primera novela escrita por un puñado de muertos. Al comenzar a leerla, se acuerda uno de Juan Preciado yendo a Comala para saber de su padre. Pedro Páramo, el artefacto mágico y tenebroso de Juan Rulfo, no nombra el infierno, aunque sobrecogedoramente abunden los indicios de que es el infierno el lugar en el que suceden los acontecimientos que se narran. Árida no es Comala, ni Rulfo es Tocornal, pero podría hacerse una lectura especular de ambas historias. Las dos tienen una raigambre metafísica, un decir sin que jamás lo dicho sea liviano. De hecho, no hay nada en las dos que distraiga del cometido fundamental que las conduce: cartografiar la muerte, fijarle una iconografía.
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Poner a escribir a un muerto es negar la muerte misma. También la vida. Lo maravilloso de la muerte que atraviesa Árida entera es que posee la dignidad de la que a veces carece la vida. En ese limbo sin sustancia, en ese cuerpo arrebatado de su condición de cuerpo, sucede la novela. Fascina que no haya una trama al uso, la acostumbrada: los acontecimientos que podrían justificar su existencia. Se extiende esa no-trama con la misma verosimilitud que las tramas rendidas con escrupulosa observancia de algún canon literario que exija nudos y desenlaces, asuntos que se puedan contar de viva voz, episodios extraídos de la realidad misma, que está siempre atenta a que la ficción no la soliviante y se le arrima con fruición a poco que intiman. Tocornal ha sido capaz de representar ese diálogo y de hacernos morir para entender un poco más la vida.
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Presumo que Árida no es un texto aleccionador, ni didáctico. Tocornal no hace de Árida una alegoría sobre cualquier circunstancia terrible que nos esté asolando, se tenga de ella lejana noticia o ya esté fatalmente entre nosotros. No vaticina nada, no alerta sobre los males por venir, aunque algunos de ellos sobrevuelen el cielo de la lectura. Ni pretende acumular desgracias para que el corazón se nos encoja en el pecho por todas las desgracias que se acumulan, y aseguro al lector futuro que mil dolores atraviesan el corazón sensible que lee. El empeño de Tocornal (uno de ellos, tal vez no tenga otro que el de contar o contarse y ya ese sería suficiente) no es simbólico, sino testimonial. Pareciera que asistió a la ceremonia tenebrosa de una tórrida güija y se esmeró en registrar las palabras de los muertos comparecientes.
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Como el cielo, como el infierno, Árida no tiene principio, ni final. No precisa que algo desde lo que se construya ni nada que lo clausure. Estuvo siempre y no dejará de estar nunca. A Borges le hubiera encantado Árida.
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En este preciso momento en que yo escribo y en el momento en que tú leas, Árida sucede en lugares que no existen, pero está ocurriendo su épica bastarda, su recado bíblico, su miedo primigenio. Árida es la nada de la que nada sabemos y es ese miedo del que creemos saberlo todo, pero es un miedo invisible, de poco o ningún fundamento, apenas entrevisto en los sueños, contado en este librito excepcional con todo el predicamento de las musas, aunque sean las musas dolientes, las que lloran y únicamente confían sus revelaciones a quien merece custodiarlas, difundirlas. Qué difícil ese trabajo, qué responsabilidad, qué dolor escribir sobre el dolor sin que duela y desbarate su transcripción.
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Se lee Árida con una orfandad terrible. Cree uno estar asistiendo a una crónica sobre el desentendimiento del hombre hacia lo que su corazón le dicta. Cree uno también no poder salir cuando la lectura concluya. Como si el libro abdujera a su visitante. Esa apreciación no es descabellada: este lector agradecido estuvo unos días (y el frío arreciaba ya) escuchando las chicharras, sintiendo al caminar que el suelo te succionaba y el cuerpo descendía a la tierra oscura, pensando si la boca acabaría ocupada por ella y los ojos se cegaron por su arrebato monstruoso.
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Las voces que hacen que Árida exista se suceden con sobria fantasmagoría. No se puede esperar mucho de un fantasma. Ni que sea un narrador eficiente. Dará una versión triste de los acontecimientos, se cuidará de que nada induzca a que la alegría comparezca. Árida es una de las novelas más desoladoras que este lector agasajado ha leído nunca. La devastación es del espíritu, aunque parezca que es el paisaje (maravilloso en su desacomodo de la belleza) sobre el que el autor hace su trabajo más pulcro. No se engañen: el paisaje es siempre interior. Cualquier puesta de sol sucede en el corazón de quien la mira. Las tormentas en las noches más negras son un asunto estrictamente sentimental. Iba a decir que el paisaje en Árida es onírico, pero hay sueños que no alcanzan la hondura del vertido por Tocornal en esta novela.
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Paradójicamente, toda la incomodidad con la que se realiza el trayecto que va de la nada previa a la lectura a la nada que la lectura ofrece se fatiga con primoroso empeño: la llanura desértica, el ruido de las chicharras, el caminar estragado del perro flaco con su guardesa, la verdadera notaria del apocalipsis, la encomendada a que la oscuridad no desgracie los primores del sol y se arruine la vigilancia de todos los secretos.
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El secarral de Árida es de una intimidad que abrasa. Es la muerte la que lo abraza todo. De la novela se dice que es un "western de zombis", lo cual es cierto a medias. Yo la catalogaría mejor en algún tipo de género crepuscular, entre la narración mitológica y la evangélica. También es el tiempo el narrador omnisciente, el verdadero timonel de la nave del destino, que conduce inexorablemente a la violencia del hombre, al desmantelamiento de cualquier cosa que haya tenido que ver con la belleza y con la armonía del espíritu.
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No habría Árida (territorio y texto) sin que la poesía la cruce de parte a parte. Quizá no haya otra herramienta que elucide el lenguaje de la muerte. Si los muertos hablasen (no digo ya que escriban) se arrogarían la función del bardo de la tribu. Hablo de los tiempos en los que las palabras eran escuchadas y tenidas en cuenta, cuando decir era crear. El mundo comenzó a girar cuando se le asignó una palabra con oficio de rueda. Ni Dios pone nombre a las cosas. Nadie en Árida se acuerda de él. "Porque Dios nos había olvidado hacia ya muchos años. Dios se había ido a cuidar de los señores y de los poderosos, que seguro que era un trabajo más llevadero y más entretenido que andarse aquí en Árida escuchando bajo este sol despiadado los lamentos de cuatro muertos de hambre amagados y de cuatro beatas resecas y cubiertas de polvo". No hay fe en la que perseverar, salvo la que se aspira en el aire quemado y hace pensar en que el cielo es el fuego que sale de la boca de todos los muertos de la tierra.
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Antonio Tocornal escribe con contención. Lo imagino haciendo criba de la criba, depurando hasta la misma sustancia del hueso de las palabras. Una vez que tuviera esas palabras tanteadas y más tarde elegidas, las ensamblaría con pudor, no hay otra manera de que no se pongan levantiscas y desprecien el ánimo de quien las reclutó para que contaran lo que debían contar. Bendita recolección. Pero con la contención hay una euforia absoluta de frases que queman o que sangran o que hacen que nos duelan los ojos con las que las leemos o la memoria en la que las guardamos. Este lector alegre tuvo algunas de ellas durante días mientras paseaba o hacía cola en la charcutería o ponía la ropa a tender en la azotea de casa. También los ojos se hacían eco de todas esas palabras resucitadas. Hubo calles que desatendieron su vocación de calle y semejaron páramos arrasados por el sol o cubiertos por una arena infinita o por una comanda incivil de muertos que caminaban hacia algún lugar en el que poder aliviar la ruindad del paso.
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La guardesa, el caminante del reloj de arena, el arriero, el soldado, la niña del calero y la fugitiva son quienes hacen avanzar la trama, que no es tal, pero es la humanidad entera la que comparece en Árida. Cualquiera de ellos, narradores fiables de una realidad incivil, valdría para representar la miseria del hombre, la de cualquier hombre que haya penado una vida entera y se le arroje a la muerte sin que ni ella pueda descansar finalmente del trasegar de su condena. Porque todos ellos están condenados. De hecho, es la condena la trama que atraviesa todo el relato.
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Dar voz a los muertos, cuenta Tocornal, es concederle voz al tiempo y a la tristeza con que a veces deposita su aliento sobre quienes, incapaces de entenderlo, creen tenerlo. No hay tiempo, no hay ninguna flecha que recorra el aire y encuentre en qué clavarse. Nosotros somos la flecha; nosotros, inargumentablemente, el aire. Nuestra es la mano que tensa el arco y nuestro el pecho en donde el metal que aloja se incrusta.
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Hay que elogiar el lenguaje de Árida: es seco, es duro, es hermoso. Lejía, saliva negra, "gargajos negros", cal viva, óxido, ceniza, mugre, estiércol, semen, vómito: esos son sus más evidentes epítomes. Cada una de esas sustancias compendie un ocaso, un irse y, en la fuga, un perderse. Todos los muertos están perdidos. Lo estaban ya en la vigilia del sol en lo alto y en la luna perpleja del sueño.
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Luego están los pájaros: sobrevuelan Árida, permanecen en el aire muerto, aunque no haya ninguno. Se fueron cuando la tiniebla cubrió al pueblo. Solo el galgo "procurando un retal de sombra y un poco de pan duro" parece no haber permitido que su corazón deje de latir. Porque los muertos son muertos por voluntad: deciden que la luz no les conmoverá más, que el hambre y la sed son distracciones para que su oficio pueda ejercerse a plena satisfacción, sin que se precise la hospitalidad del aire, ni el frescor del agua.
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Las chicharras son las emperatrices del infierno.
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De toda Árida, la novela, no el pueblo, no ese espacio mitológico, este lector entusiasmado se queda con el episodio del arriero. Tuve que volver a leerlo cuando lo leí, y lo acabo de leer ahora, antes de escribir algo sobre la turbación que me causó. Ese cuento (pues se puede pensar que todos los trozos de la novela podrían considerarse cuentos y responder a cualquier canon que sobre ellos un Bloom establezca) merece mención aparte. Aquí traigo de nuevo a mi buen Borges. Me lo imagino con los ojos cerrados, escuchando a su Kodama al narrárselo. Pero no hay voz que sepa leer, ninguna sabría hacer las inflexiones de voz, la compostura del tono, la sobriedad y el dramatismo de lo que la narración entrega. Pobre Borges, cuánto se ha perdido. Adenda a este inciso: si el amable lector de esta reseña cree que me dejo llevar por algún tipo de enardecimiento o vehemencia o simple y humilde arrebato, le conmino a que lea y se pasme. Creo que he dado con la palabra adecuada: pasmo. También asombro, gratitud. La misma que uno acoge cuando acaba de leer el episodio del soldado, con esa flecha
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Dije antes: dar voz a los muertos. Pero no es únicamente facultarles para hablar, sino dar también con la voz que haga que la de ellos exista. Ahí Tocornal tendría que hacer un verdadero ejercicio de transfiguración. Dejaría de ser Antonio para ser otro, para ser un muerto, pero no un muerto cualquiera, sino uno elocuente, uno que no parezca impostado, traído para ocupar un papel secundario. Qué dificultad esa, qué hallazgo encontrar, antes que nada, incluso antes que la propia trama, la manera en que esa trama (la que llegara, la que se fuese construyendo al tiempo que se fuese escribiendo) debía contarse. Lo difícil de escribir, lo digo con absoluta convicción, es hacer creer al lector que no se está escribiendo. Árida no es una novela: es un sueño, un fragmento de un sueño, una pesadilla que, a la larga, cuando se ha pensado y se ha entendido, conforta, alegra incluso. Debo ser un lector, aparte de entusiasta y agradecido y feliz, extraño. Pero la literatura, la buena, es extraña.
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El polisíndeton: qué bien usado está. Y mira que es complicado. Ese ritmo continuo, ese narrar pareciendo que se está hablando. Ese fondo juntamente con la forma de modo que no hay ni uno ni lo otro. Permitidme el atrevimiento: pareciera que no hubiese otra forma de contar Árida que la vertida por Tocornal. No sé de cuántos libros podría decirse eso.
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Hay cosas que uno piensa cuando ha concluido la lectura. Una de las más recurrentes es la que busca la Árida que nos espere. Alguna habrá, por desgracia. Querría nuestra voluntad morir sin más, no tener ni cielo ni infierno al que nos arrojaran. Porque es un ejercicio violento morirse. Da igual que nos abrace la dulzura de la divinidad o el azogue sucio del averno.
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Árida, como Malasanta, como Bajamares, son obras orgánicas. Un amigo oponía ese adjetivo a las epidémicas: novelas leídas con agrado incluso, que dan de sí lo que una mañana de sol cuando se requiere su calor, que no es poco, añadía yo. Árida es gélida, no tiene la encomienda de abrazar al lector y confortarlo y, sin embargo, qué duradero su influjo, con qué honradez dibuja el inframundo, esa tierra desolada, que ni tierra es; ese averno en el que, como fija la etimología del término, no hay aves. Algún Hermes conduciría a los muertos, en procesión de almas, en estricto sacrificio final. La literatura permite pasear esos lugares míticos, ver y oír, sentir y albergar la esperanza de que todo es materia de la ficción, analogía pura, festejo de las letras.
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