Asombro, gratitud. Hacer verosímil lo prodigioso, conferir a lo extraordinario una veracidad.. Tal vez únicamente debamos reclamar eso de la lectura: el avituallarnos de algo parecido a la realidad, aunque el anhelo invocado pueda ser apartarnos de ella, conducirnos por un margen suyo, hacernos depositarios de un secreto o de una plegaria. Leer debe ser una invitación a cuestionarnos esa realidad, una pesquisa sobre lo que no podría inferirse de la mera observación de sus manifestaciones sensibles. Hay lecturas que apasionan porque gratifican al lector con revelaciones que no podrían adquirir sin el concurso de la escritura ajena. Hay lecturas que superan a la vida que contienen. Hay libros que nos reconcilian con nosotros mismos, con el placer de que nos cuenten historias, con la circunstancia de que las historias nos alimenten. Se leen con una gratitud infinita. Conforme los cruzamos (los libros son una tierra que se pisa o un mar que se navega o un cielo en el que volamos) percibimos la restitución limpia de un milagro inmediato: el de la armonía o el de la plenitud. Lo maravilloso también es que uno vaya de un milagro a otro: no hay una tierra, ni un mar, ni un cielo, sino muchas tierras, muchos mares, muchos cielos. Una biblioteca es lo más parecido a un vientre de mujer que acabe de ser bendecido por el prodigio de una nueva vida. En esa estancia todo está por suceder. Un cuento está siempre recién echado a andar. Saber cómo transcurre no garantiza que sepamos cómo transcurrirá cuando nuevamente nos concedamos la voluntad de volverlo a leer. Por eso he leído estos diez cuentos de Manuel Moyano dos veces. En la primera lectura ya hubo asombro y hubo gratitud. La segunda trajo una emoción distinta: se me antojaron nuevos, creí ver lo que no el hallazgo primero no supe. Más que escritos, están trenzados; más que trenzados, alumbrados. Dice el autor que espera que guarden "un cierto parentesco estilístico", puesto que entre la escritura del más antiguo y del más reciente han pasado casi veinticinco años. El tiempo es lo de menos. Podrían haber sido escritos uno tras otro, iluminada la mano que los vuelca, quién no diría que fuese así. Lo del estilo es anecdótico, cosa de sesudos críticos literarios, que ven lo que algunos lectores no atisbamos siquiera. Sucedió que de pronto me creí estar leyendo por primera vez. Fue curiosa esa sensación. Moyano, el primer escritor; un servidor, el primer lector. Adánicos los dos.
Contar un cuento, saber contar un cuento. Para contar un cuento hay que ser un excelente lector de cuentos. La versión de Judas es el libro de cuentos de un lector, uno exigente, hecho a leer con gratitud también, imagino. Manuel Moyano narra con ese vicio adquirido de querer saber y de que las historias lo colmen. Todo en estas historias, sin abonarse al realismo mágico, extraen de él la parte en la que lo narrado tiene una contención entusiasta, permitidme al oxímoron, una especie de alegría respetuosa con lo cotidiano y, al tiempo, alborozada (y nosotros, leyendo, por añadidura) con el concurso (legítimo, sin alharacas) de lo fantástico.
El triunfo de la imaginación. Moyano celebra la imaginación en cada uno de estos cuentos. También el humor, que se sirve con inteligencia, sin que ese barniz contamine la superficie a veces áspera de lo contado. Si tuviera que elegir una palabra que compendiara cualquiera con la que pretendiese glosar esta lectura sería pulcritud. Es un término poco prestigiado en la literatura contemporánea, en ocasiones más preocupada por la innovación o por la reformulación del canon clásico o por su determinativa supresión. Qué metodismo, qué absoluto control de todos los elementos que se precisan para contar una historia. Más que la naturaleza del relato, su trama precisa, lo que Moyano hace con más oficio es el mantenimiento constante de un respeto a la escritura. Es toda ella tributaria de toda la gran literatura de la que el autor debió abastecerse para que irrumpiera la suya propia. Por eso es un libro de un lector. Uno podría enumerar referentes, patrones, autores clásicos que han modelado al autor actual: Borges en El libro de modo absoluto y, menos explícitamente, en La versión de Judas o en La ciudad soñada, Lovecraft en La casa de la calle Ulloa, Poe entreverado en partes de muchos cuentos y de forma bien visible en algunos de ellos, Cervantes en El orgullo de Riopanza, Conrad en Fragmento de un diario, que recuerde ahora.
Los escenarios. La versión de Judas no es un libro de cuentos que tenga un hilo común, no es algo que se requiera ni apreciara en este caso. Son historias que funcionan solas, no hay que buscar que unas comparezcan en otras o que una especie de sustancia invisible las conglomere y haga de ellas algo que pudiera entenderse unitariamente. Las cruza el gusto por un esmero léxico, por una tensión dramática que, en unos cuentos más que en otros, desemboca en un desenlace que cierra y no cierra la trama. Los buenos cuentos no deben acabarse nunca. El hecho de que den un final no es fiable. A mí, al ver un perro desamparado en la calle, me viene La casa de la calle Ulloa, y ni le presto atención al chucho. No he montado en tren desde que acabé la lectura, pero no dejaré de mirar la máquina y el vagón de cola (La bufanda roja). El itinerario lector surca un mapa felizmente caótico: un tren infinito que recorre Castilla (La bufanda roja), despachos gubernamentales con funcionarios imbéciles (Así murió Mamadou) o una finca abandonada en la que algo tenebroso aguarda (La casa de la calle Ulloa).
Los cuentos
Así murió Mamadou
Todas las guerras son surrealistas, ridículas, esperpénticas, pero algunas lo son de un modo absoluto. La enseñanza de este cuento (no la busque, no se precisa, aunque la hay) es la comicidad con la que se inician las beligerancias entre los países. Arguyen razones bastardas sin excepción, pero basta indagar para descubrir que todas esas guerras son risibles, permitidme la frivolidad. El desgraciado protagonista de esta solo ocupa unas líneas al inicio (donde se da cuenta de que fue la única baja de ese conflicto, demos gracias a Dios) y una sola, que da título al conjunto, cuando la trama se cierra. La intendencia del planisferio celeste pone en guardia a las naciones, ansiosas por no perder la oportunidad de rubricar en el mapa del cielo la propiedad de sus ochenta y ocho constelaciones reconocidas. En esa lid etérea y amamarrachada, aquí me otorgo otra licencia, surgen facciones terroristas (la del Cielo Ecuánime o Equitativa, radicada en Yemen) y oficinas internacionales hechas a bregar con la estulticia del hombre. Se alegra uno de que las rivalidades aquí citadas se desvanezcan y tan solo diesen un triste finado como parte de bajas.
La bufanda roja
He aquí la versión castellana del barco fantasma, reconvenido aquí en tren y en historia de terror metafísico. El que se arroga la primera e inquietante primera persona para narrar es un individuo que viaja a cuenta de su empresa por la anchurosa Castilla y debe abandonar su coche y coger un tren para llegar a su destino. Habrá quien la lectura de este cuento le lleve a la letra de una canción de los setenta, el Hotel California de los Eagles. La diferencia consiste en que la prisión se mueve y los fantasmas declinan ofrecer alguna información sobre la naturaleza del ensalmo.No sabremos nada de la niña con la bufanda roja con la que el atribulado viajero se quiso valer para dar un sentido al absurdo. Entra en lo razonable que todavía ande por los vagones, desconcertando a ingenuos, reclutando lunáticos.
La ciudad soñada
Antes de ser un dios, Kurtz fue un coronel al servicio del presidente Lyndon B. Johnson. Antes de que enloqueciera, el Mekong era un río, no el Aqueronte hocicando en el infierno. En La ciudad soñada leemos que Kurtz fue un hijo obediente al que el padre ciego adiestró en acrobacias y malabarismos y que recorrían juntos el vasto mundo contando historias sobre "tiempos en que aún vivían gigantes. La escudilla nunca era pobre, ni el ánimo flaqueaba, pero era otro el propósito al que el viejo consagraba sus días ambulantes y austeros. A cada ciudad a la que llegaban, el viejo ciego preguntaba a Tebaldo, cómo eran las casas, si las prestigiaba el mármol y eran altos los minaretes.
La casa de la calle Ulloa
O de cómo un perro, uno cualquiera, el más menesteroso y frágil, puede atribuirse la comisión absoluta del miedo y conducir a quien ha mirado con ternura su desamparo a la mismísima mansión de todos los terrores, el lugar en el que moran las tinieblas, el brocal del pozo de la sangre, postrándolo ante una estatua pequeña de bronce que representa una deidad con tentáculos en la cabeza. A Lovecraft le saldría la bilis necrológica a la primera frase, invocaría a todos los dioses primordiales y la hoja en blanco se pudriría en ese instante, comida por la hedionda marca de todo lo insalubre, pero Moyano hace que su historia, igual de tenebrista, discurra por senderos menos trágicos. Lo que hay al final del paseo con el chucho es harina (iba a escribir sangre) de otro costal.
El libro
No hay relato que un servidor haya leído recientemente que no me haya hecho sentir con más agradecido fervor que mi buen Borges dejó una escuela de acólitos felices por continuar la escritura de sus laberintos y de sus espejos, de sus libros infinitos y de sus hombres inmortales. Lo que se resuelve aquí (no estoy seguro de que nada termine por resolverse) es la sublimación del hecho literario, vuelvo a pedir que se me conceda esta vehemencia que no debería ser únicamente mía. La forja de un cuento como El libro precisa haberse metido en la cabeza de Borges y haber intimado con sus fantasmas, alguno habrá por ahí, remoloneando, buscando con qué entretener el silencio de la muerte, tan grosera. Porque Borges (no sé si decir Moyano) no ha dejado de escribir desde que la tierra lo acogiera en su postrera Ginebra un catorce de junio de hará pronto cuarenta años. Qué serán cuarenta años, qué importará el infinito futuro si perdimos el infinito pasado (perdónenme, me estoy entusiasmando). El libro es el cuento en el que están todos los cuentos, el minucioso catálogo de todo lo que fue, lo que es, quién dirá que no estará también lo por venir. Registrará cada pulso secreto de cada criatura que habite este universo caótico. Viene a la cabeza Funés el memorioso, con su cara "aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo", también "un Zarathustra cimarrón y vernáculo". Era el depositario de todas las cosas que sucedieron desde que abriera sus ojos y las custodiaba con pavor mitológico. Tendría Funés más recuerdos "que los que hayan tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo", cito yo con mi débil memoria. Pues el Libro del cuento de Moyano tiene a un humilde Funés que ambiciona registrar en sus páginas todos los acontecimientos con todos los pormenores que los cruzan y convierten en algo único, aunque sepamos que los acabará sepultando el olvido, que es una forma de la eternidad. El Poeta que protagoniza la historia se propone escribir "un libro que recogiera minuciosamente cada nombre, cada gesto, cada mirada". Será un volumen sagrado, lo custodiarán en un templo, será adorado, será temido. Con asombro, con gratitud (así empecé este escrito), el lector descubre que el final del cuento (no avanzaré que esperado y trágico a partes iguales) está manuscrito en la última página de ese libro y que el escritor (el Poeta, Funés, Borges, Moyano) sabía qué le estaba esperando, cuál sería el modo en que su vida sería cercenada. Y comienza la narración con la conjetura de que el Libro "nunca llegó a desaparecer y que, por tanto, aún sigue coexistiendo con nosotros en algún punto del universo". Ahí estaremos tú, que lees, y yo, que escribo. No lo malograría el fuego, seguiría enumerando con estajanovista ardor "el canto de los pájaros, el sabor de la fruta madura, el olor del bosque después de la lluvia". Se arracimarían en furiosa coyunda lo irrelevante con lo trascendente, sin que ninguna circunstancia, por insignificante o extraordinaria que fuese, quedase cumplidamente registrada. Podría pensarse (déjenme que me explaye) que el mismo mundo es el Libro. El imposible cofre que lo contenía sería del tamaño del universo. No habría manos que lo descerrajasen, ni voluntad que lo entendiese.
Dualde y compañía
No sabemos cuántas voces tenemos en la cabeza. Hay cientos de historias que codician dar con ellas, rendirlas, exponerlas al escrutinio público. Quien las tiene, las más de las veces, gobierna cuándo han de irrumpir, cuándo callarse. Esa intención censora no siempre es exitosa. De ahí que no pidan permiso y digan lo que no deben y nos pongan en evidencia. Nuestro Dualde tiene solo una. Se llama Penélope. Es castradora y crea mal ambiente en el bloque del Eixample barcelonés en donde se la escucha. Porque no sabemos cómo es Penélope. La realidad, sostiene el narrador, es atroz. La ficción es una párvula discípula. Esta es la historia de una familia peculiar y de alguien que se encomienda descubrir sus secretos. Quién no ha puesto la oreja en la pared por escuchar lo que dicen sus vecinos, pero hay vecinos que no son de este mundo, o quizá lo sean de un modo absolutamente natural y nuestra cordura no soporta que esa realidad sea así de desquiciada.
Páginas inmortales
La literatura es un oficio trágico, se mire como se mire. Los que nos afanamos por parecer escritores sabemos que conlleva una serie de sacrificios de los que no siempre salimos airosos. El caso de Azucena Espriu es el de muchos escritores que triunfan bastardamente, sin que el éxito que han logrado les permite alardear de él, exhibir los trofeos, los galardones, morirse de fama. Eso bien lo sabe Estanislao Garcerán, lector sin traductor del mejor Carlyle, dilecto aficionado de las sinfonías de Brahms y, para su desgracia, escritorcillo ninguneado, aunque sus obras merecieran el oro del parnaso y los vítores de los más exigentes académicos. Que Estanislao cree a Azucena es consecuencia de la podredumbre de la casta de los elegidos por la gloria literaria. Al final, los dos ya solos en su piso humilde, se produce el acto con el que universo premia a sus más nobles criaturas: las envuelve en un halo de misterio, las difumina, las invita a que dejen las miserias de este mundo y paseen en paz el dulce sendero de la fama eterna. Páginas inmortales es un cuento que habría encantado a Oscar Wilde. No habla del tiempo y de sus fauces, sino de la dignidad y de sus lobos.
Fragmento de un diario
Hay muchas formas de que un cuento sea muchos cuentos, de que un personaje sea todos los personajes, de que una selva sea todas las selvas. La de Fragmento de un diario es la que pensó Conrad en su El corazón de las tinieblas y es la que Coppola, agradecido por la historia, plasmó con igual maestría que el escritor inglés (y polaco) en la imponente Apocalypse Now. No es de extrañar que encontremos por segunda vez al semidiós Kurtz, que aquí no ejerce de reyezuelo ni somete a sus acólitos a ninguna fantasmagoría tribal: es un sencillo hombre el que se adentra en la espesura, dará igual qué propósito le guía, y encuentra algo que lo perturba. El dribbling, la finta con la que el jugador deja atrás a sus contrincantes, no olvidemos que la literatura es un engaño, hace que la narración colonial prescinda del Nostromo, del comerciante al que ansía encontrar Marlow, del temblor mágico de la aventura, que la hay y está magníficamente contada: lo que espera al paciente lector es una revelación colosal, inesperada, digna de una imaginación en estado de gracia. Alguien ha cruzado un umbral, alguien ha caído de las estrellas, o será de la incorpórea imponencia del tiempo. Welles habría aplaudido ese final. Es más suyo que de nadie.
El orgullo de Riopanza
Vuelve aquí Moyano a un tema que debe adorar: la vida privada de los escritores, su ansia de perdurar, su secreto (público, idílicamente) matrimonio con sus invisibles lectores. El orgullo de Riopanza es Benito Hermosilla, uno de esos escritores - un erudito, una enciclopedia con patas, un animal de biblioteca - que no han venido a menos, sino que nunca han estado en ninguna posición cenital desde la que observar el mundo y ser observado por él, un discurridor de sucesos al servicio de su pueblo. Interrogador de legajos, cronista de una olvidada villa de provincias a la que se consagra su entera existencia, nuestro protagonista es cualquier cosa menos un hombre aburrido. Su ocio lo ocupa la literatura, la rendición de una obra por la que ser recordado por sus convecinos (es un pueblo pequeño, hemos dicho) o por los extraños. Se embarca en empresas imprudentes o directamente irrelevantes, pero su ánimo es inventariar (estará bien ese verbo democrático) la intrahistoria, la historia y la suprahistoria de su localidad, a la que concede la más alta de las consideraciones morales y espirituales y de la que se declara unilateralmente notario de sus miserias y de sus glorias. Ese consignar "con minuciosidad de insecto" los avatares del terruño no es asequible a cualquier espíritu pusilánime: él se las ingenia para que nada relevante sea echado en falta cuando alguien haga escrutinio de esa rendición de causas y de azares. Y así Hermosilla hace acta del paso de los primeros homínidos por su pueblo, de etimologías venidas del griego o del latín para sustentar tal o cual incontrovertible refutación de la historia tal y como se nos había contado hasta ahora, promoviendo la especie de que los descendientes de la Atlántida (¿existió?) hubiesen recalado en su localidad y todos los riopanceños fuesen descendientes de esa alcurnia mitológica. No habría circunstancia que no mereciese ser vertida en su bizarro ejercicio notarial. Se hace constar en el cuento del cuento de Hermosilla (toda la historia es un relato que excede el concepto de novela, aunque comparte con ella su recado narrativo) que el buen hombre no fue demasiado escuchado por sus perplejos contemporáneos. Que su más que magna obra (la Historia universal de la villa de Riopanza, con sus tres inconcebibles volúmenes) languidece por aquí y por allá y que tan solo el polvo se ha declarado lector entusiasta de sus manifiestos.
La versión de Judas
Nada más empezar este cuento a uno se le cruza la cara de Humphrey Bogart en El sueño eterno o en cualquiera de esas películas de detectives a los que una dama les requiere sus servicios por alguna infidelidad del marido que le reporte pingües beneficios y permita dedicarse a proyectos más licenciosos, liberada del yugo conyugal y bien contenta de cuartos. Lo que la señora solicita es cumplidamente satisfecho, pero el sabueso sigue el olor de la carne e intuye que hay algo más en las escaramuzas clandestinas de su investigado. Moyano se convierte en Chandler o en Hammett, pero en el fondo es Chesterton el que sale a la luz o de nuevo el mismísimo Borges o hasta un Vázquez Montalbán al que le haya entrado el gusanillo de las pesquisas metafísicas. Porque en La versión de Judas hay una relectura de los evangelios, una constatación brutal de que habría llegado el día en que todo volvería a suceder o el día en que supiéramos que todo lo que sabíamos no era como nos lo contaron o el día en que los cimientos de la sociedad tal y como la conocemos comenzarían a resquebrajarse. El Judas aquí traído es cartesiano, no le mueve únicamente el tintineo de las monedas de plata en la faltriquera: es su vivo interés en saber, su profesionalidad. Que sea o no sea un traidor, lo decidirá el lector.
Adenda
El talento del escritor no cunde si no hay otro talento detrás que lo espolee y rubrique. De ahí que uno aplauda a Talentura, que hace cosas muy bonitas y publica libros de escritores muy buenos. No porque algunos supieran eso debiera comedirse uno en la alabanza al trabajo bien hecho. Tampoco porque gente a la que aprecio mucho editen o hayan editado en ella (Juan Herrezuelo -mi primera Talentura fue-, Raúl Ariza, Trifón Abad, Salva Robles). Falta que La versión de Judas se lleve el Premio Andalucía de la Crítica, al que opta en este año. Sería festejado por muchos de los que hemos leído el libro dando palmas con los ojos.
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