3.1.25

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 2


 Uno aplaza lo que importa, lo va demorando, hace que no cobre la importancia que lo hizo aflorar, ocupar el lugar del que antes carecía. No porque no sepa acometerlo, no por algo ajeno que nos cohíba. Ni siquiera porque la voluntad no alcance a darle un desempeño. Se aplaza, se deja para después, se posterga (me encanta esa fonética, ese ruido como de puerta cerrándose), hablo de un después incluso sine die, por el placer de ir pensándolo, de darle un cuerpo dentro de la cabeza o encomendado a un apunte en una hoja o en las tripas del móvil. Como la madre que planea un futuro para el hijo que lleva y fantasea con los ojos que va a tener o qué palabras dirá cuando use las primeras. Se retrasa la felicidad tal vez. Diferida, se insinúa mejor, más convence y engolosina. 


Escuché que lo que no hacemos en el momento dura más, su propiedad es mayor.  Se disfruta más con los preliminares, oye uno decir. No suelo pensar en el futuro. Me siento incapaz de hacer planes a plazo muy largo. Los que hago, los pocos que me veo obligado a hacer, se malogran con frecuencia. Va uno aplazando las cosas. A veces creo que lo aplazado es más mío, me pertenece más enteramente, por el hecho de poder administrarlo. Saber que habrá cosas que no se harán, pero fijarlas en un registro, arraigarles el ánimo de que alguna vez comparezca la voluntad de acometerlas, arrogarles el cuerpo tangible que antojadizamente les birlamos. Procrastinar es un verbo cargado de futuro. Filosofar es aplazar la resolución de una incógnita y prendarse de los procedimientos que acercan su entendimiento. Y no hay tal. 

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