Creo que fue Simone de Beauvoir la que dijo que no habría opresión si no hubiese cómplices entre los oprimidos. Hay opresores que advierten esa mansedumbre y oprimen de un modo más afectuoso. Hacen de madre caníbal, de deidad voraz. Una especie de síndrome de Estocolmo a la inversa. En oprimir hay grados, maneras de aplicar la opresión, hasta diferentes maneras de soportarla. Quién no ha visto apaleados felices, los pobres, sin boca con la que emitir una queja, sin gesto con el que exhibir su quebranto, convencidos de que su papel en la trama de las cosas del mundo es el de obediencia. Acatan y perseveran en su ciego recato, aceptan los golpes y agradecen que ninguno sea definitivo,
La habilidad de algunos es la de cercenar la disidencia de otros. A gritos o con el silencio, a veces convienen ambos ocupar el mismo lugar. No hay dolor si no se sabe que lo hay, podríamos decir. Sarna con gusto no pica, informa el refrán. Ayer vi a un hombre hablar tan mal a una mujer (no sé si la suya, imagino que sí) que me causó una pequeña zozobra. No entré al trapo, quién está en guardia ante todo, sin que nada escape a su opinión o a sus actos, pendiente de que todo funcione bien, exponiéndose, involucrando su mesura, comprometido después su bienestar. Al fin y al cabo, a qué esa intromisión, por qué personarse, se pregunta uno a veces: son cosas ajenas, no nos pertenecen, no hay nada que nos afecte, nos repetimos para apartar nuestro remordimiento. Tampoco yo, en la gresca que vi, tenía información sobre lo que pasaba, salvo la desmadrada trama en el pasillo del supermercado, la voz subida, las palabras soeces, algunas hubo, los dos haciendo que todos miráramos, sin pudor, casi exhibiendo las artes sucias de cada uno, sin que nadie interviniera, un poco como si aquello fuese un espectáculo contratado, una pieza teatral para que la compra del tomate y del salmón se hiciese amena y pudiese uno más tarde contarlo. Ahora lo hago yo, si lo pienso. Ella, sin evidenciar una sola brizna de apuro; él, envenenado y bruto. Luego los vi en un mostrador de quesos como si tal cosa. No olvides echar Cheddar. Para la pizza ese semicurado que nos encantó. Reconciliación, arrumacos lácteos, cosas buenas y dulces, pero el miedo va por dentro, la soledad va por dentro. Un roto crece, la sangre se emponzoña.
El mundo no funciona de modo distinto. Hay quienes urden desgraciar al prójimo, no dejar que levanta la cabeza cuando la bota la sujeta al suelo. El violentado se manifiesta sumiso. No tendrá bota con la que aliviar su ira ni podrá echar a tierra la cabeza de quien lo maltrató. Los fuertes. Los débiles. Siempre hubo mansos, ese gremio fácilmente contentable de gente que no pide mucho a la vida, o se lo piden todo y no tiene reparos en guardarse la ética (si es que la tienen) con tal de medrar y no pasar calamidades. Siempre hubo fuertes: los que no tienen otra cosa que fuerza. Está muy extendida la figura de que lo principal es ser feliz y todo eso, aunque a veces no basta y haya que mojarse. Es un verbo mal usado mojarse. En cuanto se nos pide que nos mojemos, quedamos en evidencia, no se nos envalentona el pie, no tenemos arrestos fáciles y caemos en tentativas sencillas, en medias tintas (se dice así), todo por no etiquetarnos en demasía, por no delatarnos mucho, por dejar el mundo correr, eso decía mi abuela. Al fin y al cabo, no es nuestra fiesta, no la hemos convocado nosotros, pero acaba uno comprendiendo que hay solo una fiesta y es nuestra, nos incumbe, todo lo que sucede en ella es cosa nuestra, por más que parezca ajena y no sepamos quién eligió las canciones o quién infló los globos.
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