30.12.24

Nueva vida de las palabras

 


Lo más fácil es juntar cuatro o cinco palabras en una frase y esperar unas horas a ver qué pasa. Algunas tienen la cohesión de la lluvia en el aire; otras, cómplices en extremo,  se ensamblan como si esperaran que alguien las elija y concilie. Hay palabras feroces que se bajan de renglón y acaban a pie de página en una soledad que conmueve muchísimo. Otras se arriman, blandas y cómplices, como algodón de feria, a donde buenamente pillan y parecen alemanas por su desmesura y exceso bizarro. Un día cogí cinco verbos copulativos. Los metí en una caja de zapatos sin zapatos, una antigua a la que tenía verdadero aprecio porque guardó fotos hasta que dejamos de verlas en papel, y los zarandeé un rato. No fue un acto pensado y medido, sino fiado al azar. Durante tres o cuatro días oí unos ruidos suaves, algunos musicales; otros, entrecortados y como minimalistas, tímidos y reacios a manifestarse con la firmeza que ingenuamente se les asigna. Ruidos de una contención sobrecogedora, en todo caso. Hubo hasta un jadeo o lo que yo imaginaba que era un jadeo que alteró vivamente a mi madre. Ese día me habló de cuando era joven y mi padre la cortejaba. Los días felices de la espuma, contaba. Los días fértiles. 


En la felicidad, la vida semeja la espuma, su vocación de bandera, su lírica pujanza sin cabeza ni propósito fiable. Cuando abrí la caja encontré once verbos. Exactamente esos. Uno, recién alumbrado, olía todavía a letra inocente, sin pulir. Otro estaba con un bruñido levídimo, de escaso apresto semántico. Si la empresa tiene un alcance mayor y metemos cincuenta adjetivos superlativos en un cajón de la mesita de noche, suele pasar que el sueño sobrevenido se nos presenta espeso, levantisco, reventón de persecuciones por callejones oscuros como de West End en una película de cine negro. Un amigo me contó que su empeño en esta vida es mezclar palabras de varios idiomas en una media de señora, pero no le prestan ninguna y a él igual reparo le da comprarla que pedírselas a su madre o a su hermana, ya talludita y sin novio con el que fatigar parques y sudar encajes. Yo le he ofrecido la media de mi abuela, pero sabiendo a qué me puedo exponer y qué explicaciones tendría que dar he preferido no insistirle y esperar que mi ofrecimiento no prospere. Por puro amor al peligro, probé dejar caer ocho palabras polisílabas sobre un espejo. Los espejos (la cita no es mía) son abominables porque vienen a duplicar la realidad. La palabra fantasmagótico cayó boca abajo y se la vio sangrar por una sílaba muy débil que tenía. Sería porque es palabra novicia, exenta del bagaje de otras, sin el poso viejo, ni su prestigio ni su cicatriz. 


 La vida secreta de las palabras contiene una literatura ajena a la literatura misma, la canónica y fiable, si es que alguna lo es; incluso rivaliza con la historia de la misma vida. Tiene sus autores secretos, sus clásicos invisibles. Cada uno forja íntimamente la suya. Hay palabras que se manifiestan sin que más convoquemos. Hoy tuve una y me duró hasta que otra la reemplazó. La vi (puesto que pueden adquirir cuerpo) y me abdujo. Luego se desplomó. Como un fardo. Como una pluma. Las dos cosas sin que una primara sobre la otra. La palabra aromaterapia cayó boca arriba y, de súbito, fue cubierta por una preposición muy lúbrica que la sobó con delectación de sátiro en la sílaba con diptongo de modo que la palabra infló su vientre, babeó con lubrica danza  y dio allí mismo unas vocales extra lindísimas que fueron escurriéndose por el doble corazón del espejo que nos miraba hasta desplomarse con tristeza sobre el suelo, que estaba ocupado en ese momento por nueve o diez frases adversativas en búlgaro antiguo que nadie entendió. Lo más hermoso del mundo es partir una palabra en pedacitos y observar el comportamiento de esa ruina semántica o fonética, quién sabe. Cosa de que prueben, tardarán poco en coincidir conmigo. 

Hay letras que jamás vuelven a dejarse querer por el tacto untoso de otra letra. Es una especie de ayuntamiento de procacidad ligerísima, de una belleza arrebatadora. Al quinto o sexto día del declive, la letra así arrumbada se empequeñece al tiempo que se retuerce: ya podemos considerar que la letra está enfilando su muerte, su fúnebre última contribución al lenguaje. 


Ver morir a una letra es una experiencia tristísima comparable únicamente a la mutilación de un sintagma o la supresión de una tilde en una palabra aguda terminada en ene. Yo ya me he resignado a soportar estas experiencias y no hago esfuerzo alguno por reprimir el dolor o a contener el llanto. Un llanto cercenado por la razón propicia otro llanto oculto que no puede ser cerrado de ninguna forma. Anoche lloré por un verbo llano que murió de frío .Ahora mismo estoy tengo el corazón partido por la fuga de unos adjetivos que tenía yo en mucha consideración. Ni mi madre, tan pendiente de mis cosas, ha sabido consolarme. Las madres nos confortan, pero jamás llegan a conocernos del todo. Ni nosotros a ellas. Daré con las palabras que resuelvan esta incomodidad familiar. Sabré dar con las palabras que convengan. 

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