30.5.07

Todos los grillos creen en Dios

En el año de gracia de 1.688 y en la muy noble y venerable ciudad de Toledo nace Vicente Jesús Sotomayor y Villamediana. Educado en la fe, procuraba no pisar el abundante número de grillos derramados como plaga en el patio de su casa. Los grillos eran criaturas del Señor y no existía motivo para contradecir el prodigio de sus actos. A fuerza de esquivarlos, el niño Vicente Jesús tomó como hábito involuntario andar con una muy ligera inclinación del torso, en particular, que le permitía dar saltitos alrededor de los insectos y desplazarse a conveniencia sin que el trayecto contrajese la muerte de ninguno de ellos. El párroco, Don Ramiro Céspedes, le conminó a que andase sin esos torcimientos que le hacían parecer lo que no era y despertaban entre las malas lenguas del pueblo argumentos para rumores y razones para insultos. Trajo entonces Vicente Jesús la causa de su proceder y la creencia de que Dios le observaba sin reprobar ninguno de sus actos.
El párroco, campechano en sus consejos, viejo y conocedor de los vericuetos del alma humana, vino a decirle que Dios no reparaba en minucias y que pisar un grillo o una manta de grillos no ofendía a su Obra ni escandalizaba a su Divinidad. Que todos somos hijos de Dios, pero que su amor no ha sido repartido proporcionadamente y hay hombres y hay conejos y grillos y hasta moscas que no tienen el mismo escalafón en la mirada atenta del Padre. Añadió que podía, en adelante, matar cuantos grillos le viniesen en gana sin que ese proceder homicida no era pecado ni parecida cosa y que insistir en tan piadosa conducta hacia la caterva de grillos de su patio devastaría quizá ya para siempre su espalda y terminaría jorobado o arrumbado en una silla sin moverse por mor de ese inquietante vicio.
Al día siguiente el patio de la casa del niño Vicente Jesús Sotomayor y Villamediana era un batiburrillo informe de alas y caparazones negros, de cabezas perversamente machacadas y de ojos negros escorados hacia el imposible limbo de los grillos muertos.
Como no todas las acciones que hacemos convencen por igual a todo el mundo, Vicente Jesús descubrió que aquella matanza novicia no era del agrado de su madre. No por la caridad cristiana, que no faltaba, sino porque a la postre, cometida la fechoría, desarmado el ejército infame de bichos, el patio quedaba hecho un desastre, espectáculo baboso de cuerpecillos crujiendo en el silencio blanco de la noche. Así que Vicente Jesús, hijo obediente y recto, regresó a su excéntrico paso y volvió a ser el Mesías de aquella algarabía de criaturas.
El párroco, al tanto de la renovación de tan fea costumbre, le reprendió severamente. Durante un tiempo, anduvo en el frágil e incómodo lugar de no tener opinión propia así que su ingenio obró el milagro de dar con una solución que contentase a ambos. Quizá también al Señor, que todo lo ve y todo termina expuesto a su criterio. Grillo que matase, grillo que recogiese del suelo y guardase en un vasija ancha de barro que haría las veces de túmulo cóncavo de grillos inevitablemente sacrificados. Una vez que la vasija estuviese llena la arrojaría a la ancha tierra de Castilla. Como si de un enterramiento protocolario se tratase.
Este episodio juvenil, baladí y tal vez frívolo en el fondo, marcó indeleblemente el alma sensible de Vicente Jesús y treinta y poco años después, en las selvas del traidor Amazonas, siendo Capitán de un regimiento de Artilleros de su Majestad el Rey, acabaría recordando los grillos del patio mientras se entregaba, varonil y heroico, a esquivar, con desigual fortuna, con saltitos torpes, los cuerpos ensangrentados, devastados por la pólvora, de la población indígena que alfombraba, como grillos, la tierra glauca de la selva.
Y el Señor, nuestro dios, en su Gracia Infinita, le habló al capitán Sotomayor en sueños, pues así en ocasiones se manifiesta según tenía entendido. Indio que matase, indio que arrumbara en un carro y arrojase después a la ancha Amazonia, luego de bendecir su alma impía, en algún remanso del río, a la sombra, a salvo ( mayormente ) de las inclemencias y los rigores de los dioses astros.

1 comentario:

Anónimo dijo...

sorprendente

Comparecencia de la gracia

  Por mero ejercicio inútil tañe el aire el don de la sombra, cincela un eco en el tumulto de la sangre. Crees no dar con qué talar el aire ...