28.5.07

El tamaño sí que importa / Rafael Reig








Desde que se puso de moda eso de que el tamaño no importa, es políticamente
incorrecto decir que uno prefiere las novelas a los cuentos. Suena más bien
chabacano. Te miran por encima del hombro: tú tienes un paladar muy
rudimentario, chavalote, como el que no sabe comer en un restaurante sin pedir
de inmediato langostinos bien gordos y luego la fatal, la irremediable tarta al
whisky. No estás a la altura de esos sitios selectos donde te ofrecen "su"
pastel de cabracho y "su" sorbete templado de muselina confitada con arándanos
silvestres, mira que eres zafio. Tu gusto literario debe de tener como cimiento
las lecturas realizadas en trayectos de metro, se nota, igual que quien tiene
por paradigma de refinamiento gastronómico aquel banquete de Primera Comunión de
unos parientes ricos.
Por si fuera poco, los cuentos tienen a su favor que
apenas se venden y gozan de la malevolencia de los editores: ¡miel sobre
hojuelas! He aquí, señores, un artefacto literario realmente distinguido, a años
luz de esas adocenadas novelas que gustan a cualquiera; un producto refractario
al mercado, el auténtico favorito de los verdaderos gourmets.
Vaya por
delante que a mí no me gusta escribir cuentos sin duda por falta de capacidad.
"Están verdes", digo, como la zorra ante las uvas inaccesibles.
Pero es que
tampoco me gusta demasiado leerlos y, como lector, me siento más libre para
opinar.
Veamos, exagerando para favorecer la contundencia, intentaré
responder a dos preguntas. Una: por qué no me gustan demasiado los cuentos. Dos:
por qué prefiero las novelas.
Detesto con todas mis fuerzas los cuentos cuya
gracia está toda en el final. Esa clase de cuentos que llevan incorporada una
tecla de "auto-reverse", que te obliga a rebobinar: ¡Oh, ah, pero si todo está
contado desde el punto de vista de un calcetín guardado en el cajón! ¡Cáspita,
si resulta que ya estaba muerta desde el principio! ¡Carambolas, pero si la
víctima del crimen es el propio narrador! Todo esto me parece francamente
pueril, habilidades manuales, prestidigitación, un truco que no deja de serlo
por muy bien hecho que esté.
No menor repelencia me inspiran esos cuentos
tan emocionantes en los que, a través de una escena de apariencia banal, se hace
visible la sustancia interior de una existencia o algo así de profundo, supongo.
Esos cuentos en los que el personaje sufre una especie de "epifanía" mientras
está hirviendo el agua para los macarrones y oye el chorro del pis de su mujer a
través de la puerta del baño que ella se ha dejado abierta. La realidad abisal
de su vida sale a la superficie y patatín patatán. Me aburre tanta intensidad
emocional sólo porque un tipo vaya a un perchero y se ponga confundida la
chaqueta de otro, la verdad, y suele recordarme los monólogos de algún bebedor a
altas horas de madrugada: ¡Parecerá una tontería, pero, ojo, compañeros, que
esto tiene mucha, pero que mucha miga, eh! En fin, esa clase de cosas que igual
te conmueven con diez whiskies, aunque al recordarlas a la mañana siguiente te
obligan a preguntarte: ¿de verdad estaba tan borracho?
Peor todavía son los
cuentos que se basan en un juego de palabras, un malentendido, un malabarismo
conceptual y otros recursos tan fáciles como vistosos. El tipo de cuento en el
que se relata una historia de amor contada a través de un atestado policial o un
caso policiaco a través de un intercambio de e-mails. ¡Qué ocurrencia tan
pistonuda, oiga, de verdad que sí!
Me provocan una gran incomodidad aquellos
cuentos que adoptan un aire muy misterioso, sugerente o de gran intensidad
dramática, todo ello por el sencillo expediente de escamotearnos algún elemento.
El autor nos cuenta la consecuencia de una causa que el muy cuco se guarda en el
último cajón de su escritorio. Hay una conversación telefónica, por ejemplo,
pero como en realidad no sabemos a qué narices se refiere ni qué rayos ha podido
pasar, todo suena rimbombante, lírico, ominoso, lo que le dé la gana al
trapacero escritor o al lector papanatas.
¿Y qué decir de las visitas a los
clásicos, vueltas de tuerca y otras lindezas? Esos cuentos que le dan la vuelta
a una historia de Kafka como si fuera un calcetín o en los que aparece el mito
clásico contado desde otro punto de vista o en otro tiempo, pongamos por caso,
el viaje de Ulises narrado por Penélope, sólo que Ulises es representante de
productos farmacéuticos. Muy hábil, sí; de hecho es la clase de ejercicio que
les solía poner a mis estudiantes de bachillerato. Al leerlo, uno siente el
codazo del autor en las costillas, con el inevitable: ¿Qué, lo has pescado, eh,
lo has pescado? Como con los chistosos, hay que reírse sólo para evitar que te
lo cuente otra vez con más entusiasmo.
¿Para qué seguir? Mi reacción ante la
mayoría de los cuentos suele ser del tipo: Qué ocurrente, hijo mío, anda, pídete
lo que quieras en la barra.
Vistos estos ejemplos, creo que el problema
viene de que los cuentos se proponen ser brillantes o ingeniosos. Brillo
literario o ingeniosidad conceptual.
Sin embargo, tengo para mí que la
brillantez y la ingeniosidad son precisamente las dos pinzas del canceroso
cangrejo que devora a los escritores. Como lector, admiro tanto lo que el autor
ha sabido renunciar a escribir como lo que ha escrito. Que no me cuente chistes,
hombre, le suplico, que no se haga el listo, que no quiera emocionarme. Es más:
¡que desaparezca!, ¡que se esfume!, ¡que ponga pies en polvorosa! El problema
con los cuentos, me parece, es que son casi siempre una expresión de la
personalidad de su autor. Los cuentos los protagoniza siempre su autor, que nos
impone su ingenio y su brillantez. Por eso, en mi opinión, nada más parecido a
un cuento de Chejov que cualquier otro cuento de Chejov. O Borges y otro cuento
de Borges. O Quiroga o Carver o Cortázar o Monterroso o el sursuncorda. La
primera obligación de un novelista, en cambio, es desaparecer. Como suelo
repetir: toda obra es póstuma. La hace posible la muerte del autor, su
transparencia; para que hable a través de él la escritura. Creo que la poética
del cuento es exactamente la contraria y, en ese sentido, lo considero un género
expresivo (que expresa a su autor), y por tanto, para mí, menos interesante.
Digámoslo así: me importa un rábano Dostoyevsky o lo bien que escriba o su
ingenio: lo que yo quiero es el punto de vista de los hermanos Karamazov.
El
cuento, me parece, funciona en general por alusiones. Alude a algo (que está
fuera del relato) y cuenta con la complicidad del lector, que debe encontrarle
la gracia por su cuenta. Parodia, apostilla, subraya, vuelve del revés, ilumina,
etc. una realidad que el lector comparte con el autor y que no forma parte del
cuento. La ambición de la novela es distinta, totalizadora: no quiere aludir a
la realidad, qué va, sino directamente suplantarla por completo, construir una
realidad autónoma que ocupe su lugar. La novela no tiene exterior, como decía
Althusser de la ideología. Por eso la tarea del novelista depende, como la
fisión nuclear, de la "masa crítica": sí es una cuestión de tamaño, ya que una
novela no es más que una acumulación de detalles insignificantes por sí mismos,
pero en tal cantidad y unidos entre sí de tal suerte que el conjunto adquiere un
significado nuevo y autónomo, que no alude a la realidad, sino que se propone
remplazarla con ambición totalizadora.





Rafael Reig. Cangas de Onís (Asturias) 1963. Ha realizado estudios de Filosofía y Letras en Madrid y Nueva York. Su trayectoria docente, comenzó como profesor de universidad, continuó en diversos colegios y academias y se consolidó más adelante en el prestigioso circuito de las clases particulares. Entre otros trabajos de investigación, ha editado y prologado la novela colectiva decimonónica Las Vírgenes locas (Lengua de trapo, 1999). Ha publicado las novelas Esa oscura gente (Lengua de trapo, 1990), Marilyn Monroe: autobiografía apócrifa (Lengua de trapo, 1992), y La fórmula Omega (Lengua de trapo,1998). También colabora asiduamente en publicaciones de papel y de Internet, donde editó a lo largo de 1999, la novela por entregas Razón de más. Su novela Sangre a Borbotones (Lengua de trapo) fue nominada por los editores como mejor novela del 2003. Manual de literatura para caníbales (Debate, 2006)es su última novela. Reig enseña Literatura en Madrid, en la escuela de creación literaria de Hotel Kafka y en la Universidad de Saint-Louis, y ha editado obras de Mariano José de Larra o Benito Pérez Galdós (El crimen de la calle de Fuencarral, Lengua de trapo, 2001).Actualmente pueden leerse sus colaboraciones en el suplemento El Cultural, del periódico español El Mundo.



Más lectura en este vínculo.
Entretenimiento asegurado.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Comentaros que además de la web de Enfocarte puede ser de interés para los lectores de este artículo consultar el blog del escritor Rafael Reig: http://hotelkafka.com/blogs/rafael-reig

Anónimo dijo...

Perdón, es con guión bajo: http://hotelkafka.com/blogs/rafael_reig/

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...