El amor es una adicción y hay quien se destruye por conseguirlo, por mantenerlo o por negarlo. Candy retrata la decadencia física y moral de dos jóvenes pasionalmente enamorados y ametralladamente enganchados a la heroína.
Siendo todo previsible, Candy se deja ver. No precisamos que el guión de una vuelta sorprendente. Sabemos en todo momento en qué momento de la destrucción estamos. No nos extraña verlos prostituirse o robar. Tampoco que rompan todos los lazos familiares o que sacrifiquen el amor que parecía sincero y profundo por el viaje sin retorno de las drogas. Este tipo de películas son casi siempre parecidas: el listón de la cinta de Blake Edwards, Días de vino y rosas, es muy alto. Leaving Las Vegas plantea un discuro distinto: la vocación destructiva.
Candy y Dan, la pareja de la película, no dejan de ser chiquillos que han descubierto un juguete mortal demasiado pronto. Incluso hay una visión naïf de la pareja en ciertos momentos. Cuando Dan da una especie de atraco, hay un inevitable tufo a comedia que despista. Cuando Candy se prostituye, la cámara oculta la evidencia carnal: sólo lo intuímos. Igual pasa con Dan cuando lo hace. Pareciera como si el director no quisiese ser excesivamente tosco: bordea los extremos y precisamente esa decisión lastra la película hacia la asepsia, impiendo que nos involucremos algo más. Días de vino y rosas no tenía escenas fuertes, pero lo suplía con un clímax dramático inconmensurable que aquí, desgraciadamente, no está.
Las tres partes en que se divide el film ( Cielo, Tierra e Infierno ) podrían ser independientes. El director ( Neil Armfield ) no se divierte a costa del espectador y le ofrece un espectáculo digno, honrado, escrito con profundo respeto, cuidando la luz y el diálogo, que no abunda. Los recitados en off del poeta Dan son melocotón en almíbar: se podría haber prescindido de ese tono poético. En cambio, la pintora Candy escribe en todas las paredes de la casa en la que malviven y esos textos, futuros palimpsestos de unos inquilinos ajenos a la trama, son hermosos y están muy decentemente escritos. Heath Ledger y Abbie Cornish no son Robert Downey Jr. y Courtney Love, pero logran estremecer con su voluntariosa entrega. Geoffrey Rush, como amigo talludito, gay y también toxicómano, hace un papel fabuloso, pero sale poco y se nos quedan ganas de verlo más. Casi merecería un film él solito.
No es una obra maestra, en absoluto. Tampoco una película notable. Se deja querer por la mediocridad quizá porque el tema está muy machacado y precisa otra forma de ser contado. Ésta nos la sabemos. Las andazas de la pareja tóxica está ya lo suficientemente vista. Vicente Aleixandre lo decía mucho mejor: "Todo lo que está lo suficientemente visto no asombra". Pues eso.
1 comentario:
No me apetece nada, nada ver esta peli. Pero ni un poco.
Me parece que voy a pasar.
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