Hay códigos de honor que precisan una caligrafía ruda, un trasfondo épico que justifique el despliegue de la violencia. No una violencia al modo en que Tarantino la filma: sobredimensionada, magistral para su disfrute visual, pero totalmente roma en perfiles dramáticos. Yo prefiero a Sam Peckinpah o a Samuel Fuller, que son ( tal vez ) los dos referentes inmediatos a la hora de ejercer esa manía innecesaria, aunque cinéfila ( la cinefilia como capricho de ocioso ) de occidentalizar el cine asiático.
Hana-bi ( Flores de fuego ) es el retrato de un hombre manejado por circunstancias que le sobrepasan - ¿ quién no ? - : enfermedad terminal de su esposa, el compañero que ha quedado parapléjico en una redada y el clan de mafiosos que le persigue con aviesas y fúnebres intenciones. Y es la muerte ( precisamente ) la que dicta todo el guión. La muerte escoltada por la ternura o por la belleza o por la melancolía.
El trazo escueto, casi frágil, estalla cuando es preciso en un torrente visual poderoso, en escenas de acción hipnóticas que son flanqueadas por imprevistos y bellísimos recesos en los que los personajes, a los que sabemos abocados a un destino fatal, se detienen a contemplar el mar no un paisaje nevado con la delicadeza con la que lo haría un personaje en un film de Bergman o de Kurosawa.
Este thriller tambaleante ( no lo parece en su arranque ) es un poema fúnebre, una especie de canto a la vida desde la anuencia de su fuga. Quizá despiste al espectador profano en la filmografía de Takeshi Kitano o al que únicamente considere los fotogramas a la americana, los que destilan violencia, sangre y adrenalina a borbotones, que de todo esto hay y en suficientes dosis como para contentar a ese sesgado público. Pero Kitano no puede contener su aliento poético y sube su cámara al cielo o la deja reposar sobre el mar: nos amansa en la tempestad, nos conduce como quiere al terreno que más le place para, al final, hacernos descarrillar en el abrupto drama de un destino inaplazable, orquestado fabulosamente desde las sombras de ese cielo o desde las crestas nerviosas del infinito mar. Esta respiración lírica también es posible apreciarla en los variados dibujos que van apareciendo a lo largo de la película y que son obra del propio director ( y actor Beat Takeshi )
Fue premiada con el León de Oro en el Festival de Venecia en 1.997 y supuso el reconocimiento internacional a la labor de un hombre que posee un muy peculiar sentido de la violencia y de cómo narrarla, matrimoniando minimalismo y espectáculo, haciendo que sus yakuzas, esos gangsters del sol naciente, hechizados por algún conjuro ancestral, inexpresivos y letales, hieráticos y errabundos, constituyan una casta de leales arquetipos de su universo dramático, que también acude a estos mimbres, al hechizo, a la conjura y a la parquedad de gestos para explicitar una enormidad de recursos y un abanico casi inabarcable de mensajes.
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