El espíritu de la animación clásica, la perfilada por Disney y ahora explotada con criterio por Dreamworks o Pixar, suele caer en tópicos que alientan la imaginación del público infante, pero que despistan al adulto voluntarioso ( del otro, ni hablamos ) y le obligan a reconsiderar su natural vocación de espectador de dibujos animados.
El gigante de hierro huye de estas acrobacias comerciales, carece de números musicales, obvia el lado sensiblero, no incluye animalitos que hablan. Ni siquiera tiene a Sting o a Elton John en el tema central que ocupará unos minutos en los próximos Oscars de Hollywood. Por todo eso, por no parecer cine de dibujos animados, vi el Gigante de hierro. Y descubrí un guión mucho más inteligente que obras para adulto de reconocida firma y aparententemente contrastado pulso dramático. La historia que se cuenta es la historia de todos los niños del mundo: la de los sueños que se hacen realidad, la de la fantasía que ocupa un trozo de realidad, sin negarla, sin suplantar su evidencia.
La historia del niño que descubre en el bosque cercano a su casa al gigante de hierro ( un E.T. mastodóntico ) no fue originariamente escrita para los tiempos en los que la película transcurre ( la guerra fría, el miedo a la invasión rusa, el terror a lo paranormal, la creencia de que seres de otro mundo pueden en cualquier momento sentarse con nosotros y comerse nuestro almuerzo ). Está basada en un texto infantil escrito por Ted Hugues a finales de los sesenta para consolar a sus hijos por la muerte de su madre, narra la amistad entre ese niño y el robot en la plácida campiña inglesa, pero que Brad Bird ( luego famoso por Los increíbles ) troca en una alucinación producida por la inminencia indemostrable de los ejércitos rojos y el poso pulp de serie B de cine de verano que ilustró la imaginación porosa de todos aquellos chiquillos que ahora tienen 50 años.
Cogida directamente del cómic, dibujada con mimo, espejo del sci-fi de la época, ajena a los clichés del arte formal de Walt Disney, El gigante de hierro es un cuento para niños que explica a los mayores lo equivocadas que están las armas. Es también una metáfora linda y juguetona, plásticamente bellísima, sobre la psicosis anticomunista de un pueblo entero, el americano, que fue educado para contener el aliento al compás conmovedor del himno patrio frente a la bandera de las barras y las estrellas. Pueblo que tardó varias decadas en entender que el enemigo está en casa, aunque ahora la cosa ande liado y la ceremonia del terror no la escribe el enemigo soviético sino los fundamentalismos árabes. También eso producirá algún film de tono menor como éste en un futuro no muy lejano. La historia se escribe mucho mejor a batalla pasada. No conviene que su relato se impregne en demasía del odio que siempre fomenta la actualidad, lo cotidiano, el ritmo trepidante de los telediarios y la insana complicidad de las cámaras de televisión, que registran la infamia de un soldado devastado por una bomba al tiempo que guardan en sus bovinas la mórbida y rotunda carnalidad de una miss en un trono vacío.
Y al final, no es cosa de destripar los más que loables sentimientos que dirigen la trama, todo se resuelve en una felicidad mansa, diminuta, necesaria después de la debacle. Y el cine, imagino, se pone en pie a dar aplausos porque el lenguaje de la ternura es universal y aquí está soberbiamente explicitado.
Una obra maestra de animación.
1 comentario:
Maravillosa, dulce, tierna...me encantó.
Saludos
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