Zhang Yimou ya no es el poeta de lo íntimo, el director chino que firmó / filmó La linterna roja, allá en los primeros noventa: ahora es el deslumbrante artífice de una pirotecnica visual rara, deslumbrante y hermosa. Yimou es un maestro cuyo talento consiste en procurarnos belleza, entregarnos un ejercicio de amaneramiento plástico bajo el que, fascinante, fluye una forma de entender el cine a la que no estábamos acostumbrados. La quebradiza, endeble y melodramática hisatoria de esta dinastia china enfangada en traiciones, engaños y pasiones al más puro estilo culebrón Televisa precisa un envoltorio tan apabullante, embutido en un traje tan rico y costoso, tan hipnótico, que llega un momento en el que la historia no la cuentan los personajes ni son sus diálogos los que explicitan las evoluciones de la trama sino los trajes, los movimientos apoteósicos de masas en batallas, coreografiadas con un sentido del detallismo cuasipornográfico que ya hubiese querido para sí Zack Snyder en su estupenda 300. La ampulosa puesta en escena no abotarga la atención del espectador: la adrenaliza, la somete a una sobrecarga icónica de la que sale indemne, aunque paralizado, fascinado. ¿ Que la historia es plúmbea, plomiza y plañidera ? Encantado de dar la razón a quien así pretenda rebajar la magnificencia pictórica, cinematográfica y estética - que son tres asuntos distintos aunque vectorizados hacia un misma esencia, el placer, el conocimiento, el Arte - de esta película ? Hasta el reducido conjunto de escenas de artes marciales me ha parecido competente, no siendo yo - en absoluto - fervoroso fan de tales excesos. Hay personajes a medio montar, historias que vienen de antiguo y que se imponen a la historia que ocupa la película y que no están convincentemente contadas, hay actores que no están a la altura ( los hijos, en general ), hay aspectos que no pasan desapercibidos por muy enaltecidos que nos tenga la experiencia a nivel cromático, en sus texturas, en su admirable y más que fluido montaje: todo se excusa, todo lo que excuso. La maldición de la flor dorada es una película relevante, un espectáculo visual de primerísimo orden que me hizo recordar, por momentos, la tonalidad entre lo circense y lo trascendente del Circo de Sol, que pude ver y disfrutar este verano en Málaga. Y que no parezca por el entusiasmo dedicado al plan icónico que la cosa narrativa ha sido descuidada: el guión, con unos mimbres muy frágiles, con una historia sencilla digna de principiar una siesta con la tele zumbando un culebrón arquetípico, está llevada con mimo, trayendo la esencia que conviene a cada plano ( cuando por costumbre debieramos pensar que es el plano el que acude a fijarse en cada pestaña del script del film ).
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