25.5.07

Taxi

El traje era de una tela costosa, comprado en una de esas boutiques enfermas de espejos, una en donde importa menos comprar que facultar el asombro para una sesión intensa de los últimos avances en arte figurativo. Él era alto sin caer en el abuso. Apuesto, interesante, pelo lacio y partido en dos por una raya perfecta que evidenciaba un rigor en el aseo, una especie de técnica bien ensayada. Impecablemente afeitado, una cicatriz levísima distraía un rostro atractivo, sacado de uno de esos anuncios con modelos jóvenes e intrigantes que exhiben golosamente ropa cara, pectorales machacados a conciencia y una completa ignorancia en materia de buen gusto. La mirada era franca, abierta, profunda, pero se podía advertir un poso menudo de tristeza, algo duro o irreparable que deshacía toda posibilidad de júbilo.
Estaba en una cola para coger un taxi. Un periódico deportivo, metódicamente doblado en cuatro partes, le ilustraba un brazo. No parecía nervioso por la espera. De pronto, empezó a llover. Primero una lluvia mansa, asustadiza, sustituida más tarde por una tromba de agua que descompuso la cola en la parada. Todo el mundo corría hacia los soportales más cercanos. Él no se inmutó. Abrió con parsimonia un paraguas menudo que tenía en un maletín de asa y continuó a lo suyo.
La lluvia incendió la tarde. El chaparrón bíblico no alteró un ápice su perfil estatuario, esa apariencia rotunda de hombre con un propósito: coger un taxi. Unos minutos después, el automóvil aparcó a su vera. El revuelo bajo el portal no fue el previsto. Nadie corrió hacia el taxi: daban por hecho que el hombre iba a cogerlo. Se equivocaron.
Ese taxi no era el suyo. Quizá en veinte minutos, en treinta, a lo sumo, llegase el que esperaba.
Ella vestía informalmente. Quiero decir con esto que la ropa, sin rozar lo chabacano, informaba de un descuido ya rutinario. La mujer consentía ese abandono. El pantalón amplísimo, abombado, impedía apreciar si sus piernas eran largas o formadas o si tenía la cintura estrecha o redonda. La camisa era a cuadros y un bolsillo pequeñísimo en un pecho delataba un incómodo paquete de cigarrillos y probablemente lo que parecía un mechero de dimensiones imprudentes. Todo muy varonil.
La rebeca negra y la caspa en los hombres delataban también una desidia en el encanto personal. Frisaba los treinta, como el hombre del paraguas, pero bien podía tener diez o quince años más. El pelo cortísimo, masculino, invitaba a pensar que en algunos momentos de pereza se preocupaba por su aspecto. Como si antes de haberlo tenido corto, hubiese sido rizado o largo o con una coleta y, al final, harta de esos compromisos femeninos que requieren tanto tiempo, hubiera optado por la sobriedad del pelo escaso, pelo que, a fuerza casi de no estar, frenaba casi en seco las miradas de los hombres.
Él la miró. Le habló algo.
La lluvia estruendosa almohadillaba las palabras que dijo. Ella le miró. Llevaba ya un rato observándolo. No había quizá otra cosa en los últimos treinta minutos. Era un tipo curioso. Tan trajeado. Tan en su sitio. Le fascinaba ese porte autoritario de hombre ajeno a las frivolidades del mundo, empeñado en una empresa: coger un taxi. Le intrigaba su masculinidad elegante, su ternura disimulada . Cuando comprendió, varada en el pudor, que le hablaba a ella, se ruborizó. Antes había conocido hombres. Alguno llegó a visitarla con cierta frecuencia y no era pieza extraña que durmieran con ella.
Las noches de una mujer joven que busca un hombre que la ame de verdad son terribles. O las de un hombre, pensó. El día se ocupa en mil asuntos, pero las noches están huecas y su eco retumba en la cabeza como un martillo pilón sobre un juego de porcelana. Las noches son difíciles, carecen de compasión, hurgan allá donde la piel abre un boquete.
Ahí es donde debe estar el alma, piensa ella. Todo esto lo piensa muy deprisa sin dejar de mirar el afeitado perfecto y la leve cicatriz que le adorna tan coquetamente la cara. Está, ya por fin, decidida a decirle algo.
En ese momento un segundo taxi estaciona cerca.
Él parece decidido a subirse. La vuelve a mirar. Todo está como ralentizado. Reducido a imágenes fragmentadas, pero que en su cabeza se ametrallan como una ráfaga de luz por un agujero. ¿ Subes al taxi ¿, le dice el hombre. Es una invitación. Ella acepta. No suelo hacer esto, agregó él. Yo tampoco, ella.
El taxista enfila la avenida y sin dejar de mirar de soslayo a la pareja pregunta descuidadamente el lugar al que dirigirse. Donde diga la señorita, primero, a casan después, dijo él.
Luego se estrecharon las manos. Se besaron con un cariño infinito, como de reproche curado. Prometo no enfadarme nunca más contigo, sentenció el hombre del paraguas. Prometo no enfadarme nunca más contigo, responde el hombre del taxi.
Y volvieron a darse un beso que dejó a la mujer hundida en el asombro.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me recuerda a algunos cuentos de Benedetti.
Muy bien escrito.
Me acuesto.
Mañana hay que trabajar algo.
La página, cada día más currada.

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