5.7.22

186/365 Francesco Petrarca



 Cuando pienso en Petrarca. no es cosa que suceda con frecuencia, pienso en Garcilaso de la Vega, en el verso endecasílabo, en los cancioneros, en el amor (el amor cortés, no el promiscuo ni el fou, loco o sin temple, que es más contemporáneo, como figura absoluta de cualquier composición literaria. Pienso en el primer autor, en una especie de figura desde la que provienen todas las demás, incluyendo a Shakespeare o a Bukowski o a un amigo que una noche me envíe un soneto que acaba de cerrar. Su Laura es cualquier mujer a la que uno ame y a la que desee rendir un cartapacio de poemas en los que rendir la alta devoción que le profesa. Laura, en su etimología, es el laurel. que representa el premio a las bondades de la belleza y, por añadidura, a la misma poesía. Modelo de virtudes, Laura sería beata, idílicamente exenta de mancha que la enturbie, alojada en ese limbo en el que la pulsión amorosa no sabe si enconarse en lo espiritual o darse sin brida en lo promiscuo, pero Petrarca se afinca en la corrección, en la prudencia, en los más nobles modales, en la creencia de que Dios observa el proceder de los amantes y sanciona o premia cualquier acceso de melancolía o de locura, asuntos tan gratos al pensar medieval, por otra parte. El hecho de que no conste que Petrarca conociera a Laura en las lides venusinas, permítaseme ese matrimonio semántico, eleva su enamoramiento a consideraciones de una pureza que el común amante no alcanza, por más que insista en su empresa o por vacía que esté la respuesta de su amada. La muerte parecía bella en su bello rostro, cincela Petrarca en un verso que tiene de luctuoso lo que de fría este tarde de julio tórrido. Tuvo que sufrir nuestro Petrarca en esa liza entre la belleza y la espiritualidad, entre los dones de la vida y las promesas de la eternidad. Un amigo petrarquista (no ha sido pieza que yo haya leído) me contó que hay un texto del autor italiano en el que habla con San Agustín ante una mujer de fascinante desnudez. Como si fuese un cuento de Bradbury, me decía el bueno de J.A.

Petrarca leyó a Virgilio y a Cicerón, lo cual es mimbre recio para que su ansia pura por crear tuviese una brújula consistente. Mis lectura de ambos autores no habrán causado ni una brizna del impacto que extrajo el padre del humanismo, ese padre espiritual de todo lo que vino después, que es casi como decir que situamos a Petrarca en el origen mismo de la cultura europea y la del hombre como centro del cosmos. Pienso en Laura, a la que probablemente se la llevó la misma epidemia de peste que a Beatriz, la amada de Dante, discípulo y amigo del poeta. Se me ocurre imaginar a los cuatro en una reunión en un descuido de un bosque en el que se arrojaran los dardos del verso y volaran los cuartetos y los tercetos, el primero rimando en consonante con el cuarto, el quinto con el octavo...Se podría añadido a este festejo lírico Lope de Vega, al que se le atribuyen más de tres mil sonetos. Más tarde, fascinados por la enjundia de la charpa, llegarían Góngora, Calderón de la Barca, Shakespeare, Quevedo y la más improbable visita de Borges o Blas de Otero o, puestos ya a cerrar una cuadrilla de excepción, mi admirado Luis Alberto de Cuenca, que daría media vida de las nueve que le quedan por compartir ese festín. Yo también me colaría en esa cofradía de sublimes. Miraría de reojo, contaría sílabas, me obligaría a reformar mi escritura, la haría más recia, corregiría lo que no corrijo, me decantaría por el soneto como única herramienta de trabajo, pero ah, infortunio, me temo que desestimaría la empresa a poco que se me atravesase un cómputo o que un poema perfecto, trabado con la correcta arquitectura, no dijese nada, fuese sólo voluta, esa música sin ardor con la que a veces hasta el viento hace una melodía linda al despertar la quietud de unas hojas en el suelo. 

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