Nada que hacer, me temo. El pueblo americano, educado en el catecismo del Winchester, enfebrecido defensor de la ley del rifle, produce monstruos, psicópatas curtidos en literatura de serie B, cinéfilos de percutor, gente como este surcoreano de rostro comido por la mala leche que ha escrito una página memorable en la Historia Universal de la Infamia, dejando en los márgenes del texto cadáveres inocentes ( siempre lo son ) ajenos a su perturbado sentido de la vida. La ajena sucumbió al vértigo de las armas. La suya, en último acto de bravuconería o que vengan los psicólogos del ramo de tarados y adjunten vocabulario más técnico, ya no está entre nosotros para repartir más leña. Días después de la masacre en Virginia, vocinglan los rotativos que otra "víctima del sistema", otro tarado con munición, ha estado a punto de cometer una atrocidad parecida en Houston. Daños menores. Muertos, al fin y al cabo, el agresor y un desgraciado agredido. El noble pueblo americano tiene más tiendas de armas que hamburgueserías. Pistoleros de fast-food. Actores en un film que trasciende la pantalla y toma como atrezzo la propia vida. La rifa puede hacer que el infortunio cobre pujanza en otra esquina del mundo. Hay locos sin fronteras. Lo patético, lo que produce vergüenza y también rabia, es que ese país tan noble en tantos asuntos, tan heroico y emprendedor, alimente la épica de los casquillos, la leyenda de las balas y no haya gobierno que tenga arrojo suficiente como para reconducir ese folclor primitivo, ese forma inexcusablemente americana de ver el mundo y afrontar sus barbaries. Queda tiempo para eso todavía. George Bush y Charlton Heston enarbolan, jubilosos, los Winchesters de sus ancestros. Los elevan al aire y gritan, convulsos.
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