11.4.07
Nubes sobre Lucena
Cuando uno está enamorado, aprueba sin recelo el futuro: lo observa como la casamata firme sobre la que disponer toda la munición de placeres que nuestra felicidad ha consentido como íntimos. El amor no se acaba en el otro, en quien recibe el objeto de nuestros desvelos y carantoñas: hay amor en una trinchera de libros desde la que contemplar un fin de semana de lluvia; hay amor en un solo de trompeta de Miles Davis; hay amor en el sabor de una carne acompañada de un buen tinto. La naturaleza formidable del enamoramiento no se cumple en el entusiasta zarandeo de los amantes. Deliberadamente subjetivo, necesariamente ambiguo, el capricho amoroso no se aviene a argumentaciones, no obedece las cribas de la razón. Aquello destinado al júbilo incontestable en unos es materia deleznable en otros. Quien se muere de gusto ante la visión de una moza rolliza pintada por Rubens no participa de las sutilezas del bel canto o de las historias tremebundas de Patricia Highsmith. Está lo que se llama condicionamiento cultural, que puede escorarnos a perdernos en arabescos mentales o a estar simpre alerta vaya a ser que terminemos sensibles y nos emocionemos con un verso de Leopardi. Hay quien está así: ajeno a posta, libre de cualquier desviación de la rutina, que como todos sabemos es la principal enemiga de la belleza. Hay un día, uno despresagiado quizá, en el que nos cruza la belleza. No se precisa peregrinación para encontrarla. Acude sin que la llamemos. Y suele quedarse. Hoy la belleza son unas nubes sobre unos tejados, enfrente de mi casa. Ahí, en ese remanso de la realidad, está hoy mi asombro.
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