En una aldea de Toledo, en el siglo XIV, un pastor reclamó al señor una parte del beneficio en leche del rebaño que dignamente cuidaba. El señor, que comprendió la trascendencia de consentir esa demanda, lo calló bajo la amenaza de relevarle del pastoreo y enviarlo a las cuadras para retirar las heces del ganado. El pastor murió antes de poder cumplido alguno de sus muy legítimos deseos. El amo haría lo propio viendo satisfechos siempre, en grado sumo, los propios. El destino daría la razón, siglos después, al pastor. El destino, que es un bicho cabrón, da y quita bajo criterios de tan arcano proceder que no es posible razonar un renglón de sus caprichos. El destino, juez firme, juez lento, no consiente casi nunca que los actores vean el desenlace del drama, pero luego los espectadores contemplamos cómo ocurre.
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