Toda la película está ya resumida en sus primeros minutos: una pareja burguesa con un hijo se dirige con su Range Rover hacia su casa a orillas de una lago. Arrastran una barca de dimensiones obscenas. El entretenimiento consiste en ir adivinando, gozosa, lúdicamente, qué piezas de ópera van sonando en el reproductor de cd. De pronto la música clásica deja de sonar y la banda sonora del film apabulla con una machacona apisonadora de hard rock industrial, ruido reposado sobre dudosas bases melódicas .El resto es un desasosegante thriller cuya consistencia reside en las implicaciones morales y en las justificaciones sociales de una pareja de psicópatas que abordan la plácida vida aburguesada de una familia con la inexcusable tarea de matarlos sin que en ninguna circunstancia del film se nos informa sobre la naturaleza del crimen o sobre las consecuencias de su ejecución.
A tal efecto, Funny games se reviste de provocación y va transitando, sin apenas recursos estrictamente cinematográficos, por lugares trillados por otros films, pero que aquí están ampulosamente llevados a un extremo brutal, aunque jamás nos escandalice ninguna escena porque lleve aparejado un componente violento explícito: aquí no se el pornográfico y truculento gore de otros adalides de la provocación como el Tarantino de Pulp Fiction o de Reservoir dogs o el pseudointelectual Oliver Stone de Natural born killers.
A tal efecto, Funny games se reviste de provocación y va transitando, sin apenas recursos estrictamente cinematográficos, por lugares trillados por otros films, pero que aquí están ampulosamente llevados a un extremo brutal, aunque jamás nos escandalice ninguna escena porque lleve aparejado un componente violento explícito: aquí no se el pornográfico y truculento gore de otros adalides de la provocación como el Tarantino de Pulp Fiction o de Reservoir dogs o el pseudointelectual Oliver Stone de Natural born killers.
Haneke obvia el regodeo: se instala en los planos larguísimos, estáticos casi, de personajes varados en la tiniebla de la inmoralidad ( los yuppies que asaltan la casa y ejecutan su siempre absurdo plan ) y personajes lastimosamente anclados en la incomprensión y en la impotencia de no saber el objeto del juego al que han sido empujados.
El episodio de la ópera mutada en ruido metálico es la referencia: ahí está, aunque leí que Haneke no lo tenía claro del todo, la línea argumental de todo el film: cómo la vida se sustenta en muy frágiles cimientos y cómo el azar ( qué si no ) puede variar el acomoditacio y merecido ocio de estos burgueses amantes del bel canto hacia la tragedia sin paliativos.
Lo que la cinta no plasma con alguna elocuencia es la razón de estos cabrones que usan la violencia como juego, un juego divertido, como dice el título. Kubrick hizo La naranja mecánica con una muy clara idea de qué pretendía esa aparente apología de la violencia. La novela de Burguess ya principiaba un sólido alejamiento de toda idea frívola de la violencia. Drugos y nadsat fatigaban las calles en busca de diversión como estos niñatos de Funny games. Incluso hay un tributo a ese film en éste: Alex ( Malcolm McDowell ) es lenguaraz, vivo, culto y refinado, y tiene a un adlátere lerdo, fofo y primitivo, su “drugo”. Igual sucede aquí. Los dos personajes están construídos con idénticos mimbres psicológicos si es que alguna psicología pueda usarse para razonar el comportamiento de ese tipo de gentuza.
Haneke deconstruye la gramática del thriller con psicópata y prisionero que sabemos que va a morir antes de los títulos de crédito: lo hace eliminando todo signo de gratuidad erótica: la mujer es obligada a desnudarse pero nunca hay más piel enseñada que la necesaria . Tampoco se ensaña en las muertes que se van produciendo: las retrata asépticamente, casi sin un empeño en denunciarlas. Es significativa la última, que parece un accidente de la climatología más que la pérdida trágica de un ser humano.
Los secuestradores o los asesinos o los yuppies tarados ( qué importa ) juegan también con el espectador, que es una pieza más en la trama: lo implican en el juego, le obligan a determinar una postura o a razonar con ellos la lógica de lo que está sucediendo. Hay incluso una escena en la que la película se autorebobina: lo que parece un final feliz o, al menos, el camino para que ese final feliz se produzca es violentamente censurado por el asesino. Cuando su amigo es escopeteado, busca nerviosamente el mando a distancia de la televisión para echar atrás lo que acaba de suceder ( nosotros vemos como la cinta va hacia atrás efectivamente ) y borrar esa incomodidad ( que su amigo muera ).
Lo que esta agresiva e incómoda cinta promete es un espectáculo transgresor como pocos: la exquisita educación de los asaltantes va aditamentazo su comportamiento esquizoide, su impulso criminal. Duele pensar que una mente lo suficientemente despierta y culta como para pedir huevos por favor y excusarse por parecer maleducado luego sea capaz de disparar a un niño o reventar un futuro con esa pasmosa facilidad.
Esta turbia constatación de que el mundo va mal y de que todos los que en él andamos fagocitamos las mismas débiles promesas de que quizá algún día va a ser mejor no puede sustraerse de ser catalogada como la película insoportable que reposa en nuestra colección de películas a la espera de que un amigo con ganas de emociones fuertes nos pida algún entretenimiento nocturno.
Hablando exclusivamente de cine, Funny games no es cine: es una especie de experimento basado en las técnicas del cine, pero se escapa de esa categoría conceptual cuando Haneke contradice todo sentido lógico de la narración y se queda dos minutos parado en un fotograma, que bien pudiera parecer un cuadro. Yo me sentí desasistido, ajeno de pronto a todo cuanto había visto antes. Deseé ( y lo hice vehementemente ) poder rebobinar la cinta hacia delante. Lamenté no tener a mano un mando a distancia ( ¿ el de la película ¿ ) para poder avanzar unos minutos y perder de vista el plano fijo, reventón, exasperante, tedioso, abusivo, de un hombre con la pierna destrozada en una silla o una mujer cerca del cadáver de su hijo, al que han matado, pero no lo hemos visto.
En muy concisas palabras, hay que tener muchas ganas de pasar un mal rato para dejarse atrapar por Funny games. Caso de que esas ganas existan o de que uno no tenga no puñetera idea de qué va el asunto ( cosa que me pasó a mí ), hay que apencar luego con el mal rato. Saber llevar el resto del día. Dormir a pierna suelta después de verla sin que pesadillas tenebrosas sobre la maldad y sobre la mala leche de muchos, algunos de los cuales igual están irremediable y lamentablemente cerca de nuestra plácida vida.
Parece que Haneke va a volar a Hollywood para hacer allí un remake de su Funny games con estrellas del celuloide ( Tim Roth y Naomi Watts ).
Ignoro por completo si he visto una película buena o mala. No caben aquí calificaciones, jerarquías, sometimientos a una escala que a veces no es fiable. Aquí hay que desconfiar de todo. Hay que tragar saliva. Hay que cerrar los ojos. O abrirlos mucho. O no pensar. O pensarlo de golpe todo y a una velocidad muy rápida.
Qué mundo. Qué mierda.
El episodio de la ópera mutada en ruido metálico es la referencia: ahí está, aunque leí que Haneke no lo tenía claro del todo, la línea argumental de todo el film: cómo la vida se sustenta en muy frágiles cimientos y cómo el azar ( qué si no ) puede variar el acomoditacio y merecido ocio de estos burgueses amantes del bel canto hacia la tragedia sin paliativos.
Lo que la cinta no plasma con alguna elocuencia es la razón de estos cabrones que usan la violencia como juego, un juego divertido, como dice el título. Kubrick hizo La naranja mecánica con una muy clara idea de qué pretendía esa aparente apología de la violencia. La novela de Burguess ya principiaba un sólido alejamiento de toda idea frívola de la violencia. Drugos y nadsat fatigaban las calles en busca de diversión como estos niñatos de Funny games. Incluso hay un tributo a ese film en éste: Alex ( Malcolm McDowell ) es lenguaraz, vivo, culto y refinado, y tiene a un adlátere lerdo, fofo y primitivo, su “drugo”. Igual sucede aquí. Los dos personajes están construídos con idénticos mimbres psicológicos si es que alguna psicología pueda usarse para razonar el comportamiento de ese tipo de gentuza.
Haneke deconstruye la gramática del thriller con psicópata y prisionero que sabemos que va a morir antes de los títulos de crédito: lo hace eliminando todo signo de gratuidad erótica: la mujer es obligada a desnudarse pero nunca hay más piel enseñada que la necesaria . Tampoco se ensaña en las muertes que se van produciendo: las retrata asépticamente, casi sin un empeño en denunciarlas. Es significativa la última, que parece un accidente de la climatología más que la pérdida trágica de un ser humano.
Los secuestradores o los asesinos o los yuppies tarados ( qué importa ) juegan también con el espectador, que es una pieza más en la trama: lo implican en el juego, le obligan a determinar una postura o a razonar con ellos la lógica de lo que está sucediendo. Hay incluso una escena en la que la película se autorebobina: lo que parece un final feliz o, al menos, el camino para que ese final feliz se produzca es violentamente censurado por el asesino. Cuando su amigo es escopeteado, busca nerviosamente el mando a distancia de la televisión para echar atrás lo que acaba de suceder ( nosotros vemos como la cinta va hacia atrás efectivamente ) y borrar esa incomodidad ( que su amigo muera ).
Lo que esta agresiva e incómoda cinta promete es un espectáculo transgresor como pocos: la exquisita educación de los asaltantes va aditamentazo su comportamiento esquizoide, su impulso criminal. Duele pensar que una mente lo suficientemente despierta y culta como para pedir huevos por favor y excusarse por parecer maleducado luego sea capaz de disparar a un niño o reventar un futuro con esa pasmosa facilidad.
Esta turbia constatación de que el mundo va mal y de que todos los que en él andamos fagocitamos las mismas débiles promesas de que quizá algún día va a ser mejor no puede sustraerse de ser catalogada como la película insoportable que reposa en nuestra colección de películas a la espera de que un amigo con ganas de emociones fuertes nos pida algún entretenimiento nocturno.
Hablando exclusivamente de cine, Funny games no es cine: es una especie de experimento basado en las técnicas del cine, pero se escapa de esa categoría conceptual cuando Haneke contradice todo sentido lógico de la narración y se queda dos minutos parado en un fotograma, que bien pudiera parecer un cuadro. Yo me sentí desasistido, ajeno de pronto a todo cuanto había visto antes. Deseé ( y lo hice vehementemente ) poder rebobinar la cinta hacia delante. Lamenté no tener a mano un mando a distancia ( ¿ el de la película ¿ ) para poder avanzar unos minutos y perder de vista el plano fijo, reventón, exasperante, tedioso, abusivo, de un hombre con la pierna destrozada en una silla o una mujer cerca del cadáver de su hijo, al que han matado, pero no lo hemos visto.
En muy concisas palabras, hay que tener muchas ganas de pasar un mal rato para dejarse atrapar por Funny games. Caso de que esas ganas existan o de que uno no tenga no puñetera idea de qué va el asunto ( cosa que me pasó a mí ), hay que apencar luego con el mal rato. Saber llevar el resto del día. Dormir a pierna suelta después de verla sin que pesadillas tenebrosas sobre la maldad y sobre la mala leche de muchos, algunos de los cuales igual están irremediable y lamentablemente cerca de nuestra plácida vida.
Parece que Haneke va a volar a Hollywood para hacer allí un remake de su Funny games con estrellas del celuloide ( Tim Roth y Naomi Watts ).
Ignoro por completo si he visto una película buena o mala. No caben aquí calificaciones, jerarquías, sometimientos a una escala que a veces no es fiable. Aquí hay que desconfiar de todo. Hay que tragar saliva. Hay que cerrar los ojos. O abrirlos mucho. O no pensar. O pensarlo de golpe todo y a una velocidad muy rápida.
Qué mundo. Qué mierda.
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