12.12.22

El vino de Baudelaire

 




En un revelador opúsculo sobre las bondades del vino, el vino entre otras varias sustancias tóxicas, Charles Baudelaire refería la existencia de cierto caballero bien pagado de fama que, a lomos de esa vitola de popularidad, escribió un libro insulso sobre gastronomía en el que consideraba al vino como un licor que se hace con el fruto de la vid. Baudelaire, encendido, tocado en su fibra más sensible, escribe a su vez cómo leyó y releyó esa breve obra en busca de algún párrafo que agasajara más enteramente a su yo bebedor, la parte del escritor que se expresa untado de éter, pasado por el fiable embudo del alcohol. Buscaba Baudelaire pliegues en el texto, indicios de que el autor exaltara ese fruto divino de la vid y contaba, aparte de las virtudes clásicas, sabor, duración en el paladar y todo eso, las más específicamente químicas, etílicas, las que intiman con el bálsamo, con la toxicidad, con el punto etílico (digamos) desde el que abordar el acto creativo en la condición más cómplice. Quería el poeta de Las flores del mal encontrar un compañero de experiencias y no un mero oficinista literario que no indagara en la naturaleza mística del vino. En el vino se encuentran el cielo y el infierno, el recuerdo y el olvido, el equilibrio y el vértigo, la luz y también la sombra. Con tanto ardor se entregaba Baudelaire a su consumo y a tan formidables paraísos de lucidez literaria le conducía su ingesta que la apatía de los demás a la hora de describirlo le parecía un acto casi delictivo, una falta de entusiasmo punible. Algo así, en otro orden de las cosas, imagino que defendía Charles Bukowski. Da lo mismo París que Manhattan, el siglo XIX o el XX. De lo que hablamos es del poeta inconforme: hablamos del creador en estado puro, abierto sin dobleces, consciente de que escribir exige un peaje o, dicho de otro manera, que escribir sobre la vida en la frontera requiere vivir en esa frontera. El vino (en extensión cualquier sustancia embriagadora o alucinatoria) predispone a que esa travesía por los límites. Uno ha escrito mucho, ha escrito sobrio y ha escrito ebrio y como no es Baudelaire ni Bukowski se recata en lo posible y deja libre al creador en perfecto estado de revista química. Son los años. Está uno a vuelta de muchas cosas y, también a cuestas con la edad, ignorante en otras, aunque acabemos entendiendo a Baudelaire, que reivindica lo que le es más suyo y se indigna (quizá sea eso, indignación pura y dura) ante la simpleza semántica y la baja estatura de contenidos de quien en un libro de gastronomía únicamente se refiere al vino como un líquido que da la vid. Pero la historia del Baudelaire enfebrecido me hace pensar en cómo nos las gastamos en estos tiempos cuando un compañero de profesión (amateur o profesional, curtido o lego) se nos enfrenta al expresar opiniones diametralmente opuestas a las nuestras. Me pregunto, al hilo de Baudelaire y del vino y de la discrepancia en asuntos capitales, si la nómina de críticos que escriben sobre cine no se maneja con más soltura y alcanza más esplendor poniendo a parir Avatar, caso de que les repatee su osadía técnica, su llaneza argumental, que glosando la excelencia plástica de Burton o las profundidades éticas de Haneke. Y me cuestiono si no sería justo entrar a matar (todo muy metafóricamente expresado) cuando un señor crítico, uno a cargo de una tribuna de fuste, expresa opiniones peregrinas, da por verdad lo que sabemos que no pasa de una engañifa vulgar y vende humo a precio de esencia. Lo que en el fondo esos escritores están estimulando es la creación de una figura hasta ahora inusual en el panorama cultural de un país y que consiste en el mal lector. Se critica con frecuencia que se lee poco, pero se debería hacer énfasis en la idea de que no es importante la cantidad de lo que se lee sino la calidad de lo leído. Se buscan escritores inteligentes y se busca (al tiempo) lectores que no vayan a la zaga. Igual que el bueno de Baudelaire graznaba cuando ninguneaban a su bendito vino, así yo me encrespo, me enervo, me irrito y acabo transformado en una bestia espídica cuando desciendo al pozo sin fondo de la sacrosanta televisión y hurgo en la parrilla de las cadenas, en ese lodazal en el que sobrevive una especie en alza, la del programador televisivo, un tipo ufano de su condición de sacerdote de la cultura de calle, iluminado por un partido político del que recibe las consignas necesarias para no excederse ni arredrarse jamás y discurrir a medio gas, sin mojarse mucho, sin aparentar dejadez ni exhibir un entusiasmo inconveniente, en las aguas procelosas de lo que la cultura oficial ha dado en llamar progreso. Yo todavía no entiendo muy bien en qué consiste. Manejo datos, conozco textos, intuyo razonamientos, pero sospecho que a medida que avanzamos en lo tecnológico y adquirirmos destrezas digitales perdermos algo precioso, algo en lo que se ha sostenido la cultura de un par de milenios de Historia: el arte, ese glorioso imperio de belleza al que no ahora (en prensa, en televisión, en cine, en museos) reducen a un párrafo de compromiso. Como el del vino que molestó tanto a Baudelaire. Yo creo que estamos bajo amenaza. Las generaciones por venir no sabrán quién es Samuel Fuller ni Francis Bacon. No sabrán nada de Woody Guthrie ni de María Zambrano. Nada de Charlie Parker. Ni de Bertold Bretch. Los anestesiará el prime-time, la cultura de masas, el contenido sin pulir, expresamente diseñado para ganar adeptos, espectadores cómodos, que nunca peligrar su disfrute porque no se arriesgan a buscar más allá de los productos que han sido testados previamente y que los jerifaltes del márketing venden con la certeza absoluta de que funcionan a pesar de la crisis y de las extremidades bastardas de la crisis. Pero nada de Parker ni de Bacon. Nada de Fuller ni de Bretch. Todo aseado y seguro, limpio de riesgo. El mejor viaje se hace en pijama, en casa, en la cadena en la que confiamos, en donde hasta los anuncios son de nuestro entero agrado. En donde nos inoculan un conformismo estricto, pero invisible. Son tiempos de prudencias y de censuras. Este estado del bienestar es un constructo aseado, presentable, que no se permite mayor gesta que la de dar lo que se espera, la de llamar a las puertas que nos indiquen, de entrar a donde se nos espera. 

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