18.12.22

352/365 Bessie Smith

 


Negra, promiscua, deslenguada, feminista, pobre, bisexual, atea y alcohólica. Bessie Smith fue la gran dama del blues antes de que el género de los tres acordes se electrificara y las leyendas del diablo en los cruces de caminos conversando con los necesitados se apagaran. Sin madre que la cuidara, murió cuando ella era muy pequeña, e ganaba la vida cantando en la calle o bailando con procacidad para que los blancos se acercaran y echaran unas monedas al cestillo. Salió de esa vida ambulante y pasó a otra, la de los minstrels, que eran espectáculos entre lo circense y lo metafísico, cosa de curanderos del tres al cuarto que vendían medicinas mágicas y recitaban cantos religiosos y espirituales negros. Cuando el vodevil no le dio más fama que la de los habituales de los burdeles y de las timbas de póker, Bessie razonaba, en su corta prospección del futuro, que contaba más grabar cien canciones en un estudio de grabación que cantarlas en un garito noche tras noche, entre borrachera y revolcón, esperando que alguien la sacara de esos tugurios y se la llevara a las grandes salas de la gran ciudad. Ese alguien fue un productor de la Columbia Records. La fama llegó pronto. Se codeó con todos los músicos varones del género, grabó con ellos y aparecía en los carteles de igual a igual. A Louis Armstrong o Fletcher Anderson les pareció que debían hacer discos con ella. Eran los felices años veinte. Luego llegó la Gran Depresión y la industria fonográfica, junto con el grueso de las demás, se vino abajo, por lo que Bessie regresó a su espectáculo de clubs de poco o ningún fuste, se casó con un timador y se rindió a la evidencia de que una vida miserable en la que pudiera beber a morro de las botellas y acostarse con cualquiera era mejor que no tener nada que echarse a la boca ni nadie con quien darle a su cuerpo (grande y agradecido) un buen repaso. Cantó con descaro. Sus letras (muchas eran suyas) contaban las penurias de los negros, sus anhelos, toda esa liturgia de la redención y del pecado que era tan grata a los oídos de quien no tiene nadie que le cante. Sin embargo, ella fue la que careció de alguien que la confortara, un hombre (daría igual que fuese una mujer) que la consolara cuando volvía a casa (cualquier cosa era una casa) después de haber estado días por ahí, bebiendo, alternando, rota como una muñeca que no ha estado a cubierto cuando arrecia la tormenta. La fatalidad se cobró su peaje con ella. Lo haría, antes o después. Todo conducía a que esa vida tuviese un final dramático. El Packard en el que Bessie se dirigía a un concierto en Clarksdale embistió a un camión. Un amago de suerte hizo que la fatalidad se retractara: un médico que asistió a la colisión le dio los primeros auxilios, quién sabe si salvadores. La suerte se debió aburrir o la adversidad tomó ventaja, tampoco podemos saber eso. Al médico acabó arrastrándolo varios metros otro coche que no se apercibió de que el buen hombre, samaritano y cualificado al tiempo, estaba empleado en recuperar la vida de la pobre Bessie. No pudieron hacer nada en el hospital. Esta vez estaba rota por dentro de verdad: no interviene en esta descripción ninguna herramienta moral, nada de lo que padeció en los cuarenta y pocos años anteriores. La leyenda, no confirmada, grata a las sensibilidades menos dulces, refiere que su condición de negra malogró que la atendieran como Dios manda. La parte benigna de la historia niega que sucediera tal cosa. Grabó unas doscientas canciones en diez años de carrera, si es que esa palabra cuadra a la actividad de esta mujer indómita, de voz dramática, de arrestos suficientes como para batallar contra la pacata sociedad en la que vivió. Billie Holiday cogió los trastos de tragedia que ella dejó en esa carretera rural  tras Billie, Janis Joplin o más recientemente Amy Winehouse  las tres declararon sentirse en deuda. 


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