17.12.22

Breviario de vidas excéntricas / 41 / Orfeo Delasanta

 Si uno desea sentirse pequeño, pruebe a entrar en una catedral o en una cantata de Bach. Valen algunos discos de John Coltrane o la Música para los Reales fuegos de Artificio de Handel. Para todas las demás ocurrencias volumétricas, puede poner la televisión y creerse el dueño de algo. La cuestión del tamaño (el ego, dicen ahora) ha sido siempre un asunto de variable consenso. La parte espléndida se construye con el autor como herramienta. Ahí el peligro viene del aquel principio de incertidumbre de Heisenberg que contaba la imprecisión o hasta en la imposibilidad de que podamos medir con precisión un objeto al hacer incurrir en esa prospección elementos bastardos, que lastran el experimento o la chafan abiertamente. Si me acerco, perturbo. Si me alejo, no intervengo. Esa es la trama. Al yo, al decirse, al extrovertirse, le pueden pasar dos cosas: o que se sublime y alcance un estado sólido y fiable o que se empobrezca y quede en un ejercicio de endogamia inútil. Un diario lúcido (franco, terco)  es una catedral para el que entra con el corazón puro y una purga para quien lo fragua. Está ese desorden del que se extrae un patrón. El ingeniero Orfeo Delasanta es de agradecer efusivamente los dones ajenos. Los venera y no se arredra en exhibir su gratitud. Envalentonado, concibió la gesta de ocupar el lado del creador y ser él el objeto del agradecimiento y la loa ajena. No sintiéndose válido para pintar un Velázquez, escribir un Quijote, componer un oratorio a lo Bach o construir una catedral, decidió registrar un diario. Lo haría con metódico afán. Ahí pensó en el ilustre Heisenberg y la indeterminación, en no incurrir en el delito de que algo excesivamente suyo, de una intimidad indómita, coloreara el conjunto, lo comprometiera, reduciendo o suprimiendo cualquier atisbo de legitimidad o de interés. Aplazó la escritura del primer apunte del diario hasta que comenzara el año. El uno de enero sería la fecha idónea. Se levantó entusiasmado con la idea de comenzar su trabajo y abrió el ordenador. Al principio, intimidado por la opulencia del blanco de la pantalla, no supo por dónde empezar. No había una historia que contar, no debía deslumbrar de inicio con alguna frase rompedora, así que se limitó a expresar su voluntad de que el diario recién anudado a la realidad le ayudara a entenderla. Por otro lado, no tenía del todo claro si ese era en verdad el propósito de la empresa o era algo que había oído o que había leído en otros diarios a los que se había acercado por ver qué tono debía alojar el muy novicio suyo. Hombre de ciencia, rehusó las metáforas. Tampoco se creía ducho en su manejo. Después, convencido de que su intendencia léxica no era la deseable, cerró el ordenador y salió a pasear. La idea del diario no era conveniente. No tenía nada relevante que contar. Podía renunciar a crear y sentirse pequeño en las catedrales o en la audición de la gran música clásica o en la lectura de los sonetos de Shakespeare, pero el puñetero Heisenberg continuaba torturándolo. Dudaba de que pudiera leer sin que la propia lectura afectara al texto o de que ver un cuadro aminorara la restitución íntegra del cuadro. Cada cosa a la que me aproximo se aleja conforme avanzo hacia ella, concluyó. Su vida, la de cualquiera, era un atentado continuo a esa máxima inapelable: la de la perturbación, la de la corrupción del objeto al que se le aplica estudio o atención. Su misma mujer, Luisita, ya no lo amaba como antaño. Se había roto ese enamoramiento inicial a medida que la distancia entre los dos se había reducido y, en los momentos de mayor entusiasmo galante, hasta se había cancelado. La vida era un desacato a la pureza. Entre la consternación y la perplejidad, Orfeo Delasanta empezó el año desateniendo sus vicios mayores: no iba a las pinacotecas como solía, no estaba al día en las novedades literarias, no iba al cine con la asiduidad de antes. Tampoco frecuentaba las amistades, ni se esforzaba más de la cuenta en cuidar su matrimonio, al que consideraba algo ya definitivamente imperfecto. Luisita, que no tenía idea de quién era el tal Heisenberg y no era, como su sensible marido, asidua de la cultura y de la sensibilidad estética o intelectual y gastaba su ocio en el yoga y en un taller de costura con las vecinas más cercanas, no puso de su parte para que esa desafecto de Orfeo tornara a una armonía que no echaba últimamente en falta. Una mañana, al regresar del laboratorio en donde trabajaba, encontró la casa vacía. Un mensaje en el móvil confirmó su sospecha primera. "Necesitamos un tiempo. Ya te llamaré". Nunca, que recordase, había estado solo. Pasó de su casa familiar a la del matrimonio. Los primeros días se contagiaron unos a otros de una felicidad elusiva, como de corredor que de pronto ha zanjado una distancia escandalosa y precisa descansar. Se aplicó a mantener el hogar pulcro y presentable. No porque vinieran visitas, sino porque la concurrencia del orden y de la limpieza podría convenir para que lo que sea que le estaba pasando desapareciera y regresase el Orfeo de siempre, el de las cantatas, el de los sonetos, el de las películas en blanco y negro de la RKO. Desasido de esa lucidez que da la alegría, enmarañado en sus contradicciones, Orfeo Delasanta determinó no volver a salir de casa. Pediría por internet las compras del supermercado, sacaría la basura a la puerta para que el portero de la urbanización la depositase en los contenedores. Se dejó barba al modo en que lo hacen los que ni se miran al espejo. Descuidó la alimentación. Cuando los pocos amigos que le quedaban le llamaban, no cogía en modo alguno el teléfono. Alguno más interesado que se presentó en su puerta no fue invitado a entrar. Se limitó a decirle que estaba enfermo. Que lo dejara. Esa mentira delataba un arrepentimiento, pensó. Esperó que Luisita volviera durante un tiempo, pero cuando se acostumbró a esa soledad sobrevenida, se ilusionaba con la idea de no saber nada más de ella ni de que ella, más que justificada, mostrase algún indicio de reconciliación. Una noche encendió el televisor. No era lo habitual. Su trajín diario se limitaba a adecentar la casa y a dormir. En un canal de documentales daban un programa sobre Heisenberg. Lo vio entero. A su pesar, comprendió que había estado completamente equivocado. El tal Heisenberg era un farsante. Lo que vemos no es lo que de verdad existe sino una exhibición de lo que arbitrariamente contemplamos, movidos por nuestras inquietudes, atravesados por nuestros miedos o espoleados por nuestro alborozo. La vida no es física cuántica, dice Orfeo en voz alta, frente al televisor, en la remisión de sus títulos de crédito. Súbitamente crecido, prosigue su razonamiento: "Cuando mido, modifico lo que mido. Cuando amo, modifico lo que amo. Lo que pienso, en el momento en que lo pronuncio, es otra cosa, no la pensada. El lenguaje es una traición. Una pregunta, por bien formulada que esté, no consiente que exista una respuesta. Hay respuestas de las que no sabemos la pregunta que las alumbró". El teléfono vibra en la mesa. Es Luisita. "¿Estás comiendo bien?. Un día te llevo unos tuppers. He hecho una ternera a la jardinera estupenda.". 

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