13.12.22

347/365 George Orwell

 



“Nada era del individuo, salvo unos cuantos centímetros cúbicos dentro de su cráneo” 


Winston, 1984, George Orwell


Una palabra que adoro es distopía. Mi credulidad en materia literaria me hace disfrutar las ficciones en las que se recrea ese tiempo de pronto violentado, reconstruido, bifurcado como un jardín convertido en un laberinto, conformado para que cualquier licencia histórica cuadre. No sé si todas las épocas consienten que se las maneje y se arrime esa porción de delirio en la que las cosas podrían haber sucedido de otra forma. El Gran Hermano orwelliano es un preámbulo del caos o de la destrucción. A lo que aspira esa consigna es al suministro de un pensamiento único. Lo que se fabula es un borrado de las metáforas. Lo que se implanta es una remodelación del significado de la palabra "verdad", que se relega a una consideración meramente arqueológica, que se cuantifica unívoca, sesgada e intolerablemente. 


No hace mucho, a principios de verano, vi a alguien con una camiseta en la que se veía la cara de Orwell y un texto en letras bien visibles, en inglés: “All animals are equal, but some animals are more equal than others” (Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros). Había otra camiseta, en este caso no vista por mí, sino referida por mi hija, que decía: "Make Orwell Fiction again", (Haz que Orwell sea ficción de nuevo) parafraseando a Trump y su destinado deseo de hacer América más grande, como si hiciese falta o como si no lo fuese ya. Así que Orwell ha vuelvo. Orwell, o su consternación y su denuncia, ocupa el frente contra las dictaduras, que no van a menos, sino que prosperan, medran a dentelladas, sin que se las ataje ni supongan una afrenta dolorosa a la democracia y al bienestar ganado en mil contiendas. Sigue habiéndolas. Están en primera página casi a diario, aún se ve el avance de la batalla contra el totalitarismo, contra la opresión de los pocos sobre los muchos. Si fuese ficción, el mundo iría mejor, parece decir el eslogan. Es que Orwell fue ante todo periodista y no se limitó a escribir, aunque dejase distopías infelices en su trama, pero clarificadoras en su mensaje. Una de las más memorables es Rebelión en la granja. Al menos lo es para mí. Parece un cuento para niños, un juego literario en el que los débiles (los animales) se envalentonan y se enfrentan a los fuertes (los humanos). Orwell carga la historia de símbolos y el lector atento puede entrever a Hitler o a Stalin en el listado de personajes. 


A la segunda vez que la leí, más consciente la lectura, más honda, supe que Orwell había escrito una especie de demolición personal del estalinismo. Ya estaba advertido, no fue un hallazgo personal, no tuve esos alcances. Un amigo me dijo que se puede leer un libro sin hacer otra cosa que haberlo leído, pero que a veces conviene haber leído antes otros y, en base a esas lecturas, instigado por ellas, espoleado por ellas, poder leer entre líneas, descubrir los trazos no visibles, que podrían ser los más relevantes. Hay conectores en la cabeza que unen partes que no se avienen a la primera, que precisan atención y funcionan cuando se contemplan como un totod. La cultura, podemos sentenciar: una parte de ella, la que cada uno albergue, la que se haya concedido o pueda usar. Siendo yo joven y por formar, ahora una de las dos consideraciones sigue vigente, volver a leer la obra de Orwell me pareció (cómo cancelar esa sensación) una pequeña pérdida de tiempo. Tanto que leer, tantas cosas por hacer. Debí pensar que acabaría aborreciéndola o que, sabiendo de antemano lo que les sucede a los personajes, no me atraería como la primera vez. Temo que yo ya sabía qué le ocurría al señor Jones (expulsado, condenado, alcohólico)  o si Napoleón, más adelante cerdo trasunto del Secretario del Comité Central del Partido Comunista y, por añadidura, líder, dictador, se arrepentiría de haber matado a otros animales, contraviniendo una de las reglas primordiales de la granja. 


Podría haber sucedido que entendiese el significado de la novela (breve novela, cuento largo para algunos) y no me quedase en la periferia, en la historia, en la rutina narrativa de la acción, que no se recrea en las metáforas, ni hace alarde de ninguna figura literaria, salvo la fundamental, en mi opinión, que consiste en la funcionalidad, en la recreación de unos hechos (casi periodísticamente) y en el sostenimiento (y divulgación posterior) de una denuncia. También eso es la literatura. Creo que no llegué a eso, no al menos como a Orwell le hubiese gustado, al modo en que él planeó hacer que su diatriba discurriese y calase. No fui calado, no entonces. La última vez que la leí me pareció una novela admirable, un manifiesto sobre la justicia o sobre la dignidad o ambas juntamente. También una dura rendición de intenciones para que la segunda mitad del siglo (acababa la Segunda Guerra Mundial cuando Orwell la escribió) no fuese tan cruenta como la primera.


Pero Rebelión en la granja es más cosas, las cosas entre líneas, lo que se extrae si se mira debajo de la historia o se hace aprecio a lo que no se acaba de decir del todo, aunque se insinúa extraordinariamente claro: la facultad del hombre para manipular al hombre o la propiedad moral por la cual alguien hace que otro le obedezca tras haber distorsionado, amañado, tergiversado o trucado la realidad con objeto de que le sea favorable. No hay guerra que no tenga su discurso manipulador. Ni siquiera ahora podemos considerar que la ciudadanía (los cerdos, los patos, las ovejas) posea instrumentos para reconocer cuándo se la está mangoneando (ese verbo me encanta) y con qué artero fin. La sociedad actual está resultando muy orwelliana en todo, pero ese es otro asunto. Lo que tiene de fábula la narración decae cuando la verdad se expone con su crudeza habitual. Es cuando vence el capitalismo y los rebeldes juran que no era su intención o que no creían que la cosa iba a llegar tan lejos. Leer es la vía por la cual se hace más cuesta arriba que nos sancionen con el engaño. El analfabeto (los cerdos no lo eran, de ahí su liderazgo y su revolución) es el que no sabe por dónde le vienen los palos. Porque no siempre son físicos, mensurables y razonablemente inductores de heridas, unas más terribles que otras, sino que suelen también presentarse bajo el formato de las palabras. Es la policía del pensamiento: se te amonesta por exhibir indicios o incluso por prever que pudieras contener alguna brizna de disidencia. A Winston, en 1984, le piden que acepte que dos y dos son cinco, a lo que replica que siempre serán cuatro. "A veces, Winston, son cinco; a veces son tres. A veces son todo eso a la vez. Debes esforzarte más. No es fácil alcanzar la cordura", le contestan. Es el totalitarismo, idiota, podríamos haber leído, más cínicamente. Orwell luchó denodadamente contra él. Sus lectores siguen haciendo que lo haga. Escandalizados, indignados, huimos de la vigilancia a la que se nos pueda someter, pero pagamos esa cuota de intimidad al movernos por la red de internet, que sería una extremidad visible (tosca, en el fondo, pero voraz) de ese Estado Totalitario que hace sospechoso a todo el mundo y programa sus herramientas para que nada que un ciudadano pueda hacer escape de su control. Orwell nos contó que la vigilancia es el primer indicio de que la máquina del Estado se ha desentendido de los individuos a los que sirve. De Orwell asombra, como de Verne en otros ámbitos más lúdicos, esa proverbial anticipación, esa iluminación que los hace profetas involuntarios. El ojo que todo lo ve hace su trabajo sin disimulo: todo está a la vista, cualquier cosa es relevante, nada es inocente. 


Toda la obra de Orwell, no solo Rebelión en la granja, es una defensa de la validez de la palabra como trinchera y como baluarte y como bandera. Una de las cosas que el autor inglés hace con más ahínco es esa: idear una demolición del lenguaje, de su condición de patrón. De ahí que las palabras (libertad, justicia, dignidad, verdad) se emborronen, adquieran la cualidad de lo fantasmal, se erijan como un vestigio de un pasado que ha sido reprobado y enterrado. Me pregunto ahora cuántos libros que uno habrá leído no han sido entendidos, si no le hemos concedido una segunda oportunidad o si no hubiese sido mejor llegar a ellos con otra edad o con otra idea de la realidad, no la insuficiente con la que se abordó la lectura primeriza. Hay libros que deberían recetarse, no obstante. Da igual que no se extraiga su mensaje de un modo nítido. Siempre queda algo. El anhelo más loable es el de no ser conducido a donde no se desea ir o, expresado de otra manera, saber siempre a dónde va uno. Orwell es una buen guía. Ojalá no precisemos de sus soflamas ni tengamos que recitar sus eslóganes. Él mismo fue una de sus creaciones literarias: alistado contra el franquismo en la guerra civil española, estimulado por una férrea militancia en la salvaguarda de la dignidad del hombre, convertido (supongo que a pesar suyo, si pudiera observarlo) en un símbolo muy extendido, en un hombre que proclamó una denuncia, en materia de mercadotecnia, en una cara en una camiseta, en una frase colocada a su vera. 

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