10.12.22

344/365 Cristina García Rodero













 Explicar el oficio de mirar no precisa de lo usado para contar el oficio de ver, que tiene menor predicamento y no se le atribuye cualidades sobresalientes ni técnica con la que ejecutarlo. Se ve sin que quede un poso. Se mira para que el poso exista y cunda. Lo mismo sucede al mismo verbo contar, que es una extensión más honda del oficio de hablar. Si somos estrictos y no queremos dejarnos nada atrás, podemos extender los binomios y concluir que oír es un preámbulo de otra consideración verbal de más fuste: escuchar. Para hacer una buena fotografía hay que conjugar bien. El resto vendrá por mágica añadidura. O por oficio. La magia concurre después de que el fotógrafo (o el pintor o el escritor o el músico) haya acompasado la inspiración y el tiempo. Una cosa y la otra contribuyen a que la fotografía, la pintura, el texto o la canción resplandezcan, ocupen un lugar que estaba vacío. Se entiende que la realidad impuesta a la realidad reacia a que se la duplique es el arte. No encuentro otra definición que cuadre más con mi idea de la belleza o de la inteligencia. Cristina García Rodero hace que la fotografía merezca la misma atención que cualquier otra disciplina artística de la que tengamos noticia anterior. Hace que el milagro de la luz se perciba sin noticia alguna de que se está asistiendo a un milagro. Combatiendo la nada (ese era el título de una sus exposiciones) se puede captar su esencia, esa capa invisible, ese grumo de vida que en ocasiones pasa desapercibido, descuidado por el ojo, desasido del primor de la atención y, a partir de ella, de la conciencia. Cristina García Rodero es un ojo que nos aplicamos cuando los dos de los que disponemos no dan a basto o no poseen la sensibilidad que se les requiere o no disponen de la disciplina con la que entender (mirar conduce a la comprensión, si se mira con destreza) el mundo. Porque hay tanto de él que no comprendemos que se festeja que venga alguien y nos invite a que intimemos con él, a que lo observemos sin que se escape nada de lo que estaba en su presencia y se nos escapaba. 


Cristina García Rodero registra el dolor, el desarraigo, el desamparo, la fragilidad, todas esas nomenclaturas con las que la realidad se obstina en desangelar el paisaje o el espíritu. No se involucra en los personajes que guarda en sus obras: los expone con limpieza, con la franqueza de quien se ocupa por preservar un hecho, no emitiendo ninguna opinión sobre él, sin marcar un criterio que derive la mirada hacia él, que lo explicite con más elocuencia de la precisa. La fotografía, incluso la nuestra, cuando la ejercemos con la precariedad o simpleza habitual, una intención, no obstante. La de García Rodero es tan precisa que no hace pensar en un cazador, apostado en una loma desde la que se ve el paisaje entero, seleccionando la presa a la que abatir, con la paciencia aprendida de que un descuido puede malograr el instante en que todo su cuerpo se consagra a la materialización de un anhelo, al ritual de congelar un momento en el tiempo. Un clic o un bocado. El botón de la cámara, al accionarse, en ese fragmento infinitesimal, realiza un prodigio de naturaleza casi religiosa: salva un hecho prodigioso también, lo rescata del olvido o de la indiferencia, lo desprende de la voracidad del tiempo. Ella es la memoria de lo que no tendría memoria sin ella, permítaseme el retruécano. De gusto obsesivo por lo atávico, Cristina García Rodero es una obrera estajanovista. Hay que estar donde aguarda el milagro para poder dar fe suya. Sus niños, los más débiles, los más precisados de atenciones y de afecto, son una parte de todos los niños que alguna vez hemos sido. Son las fotografías que más frecuentemente veo. Las conozco de memoria. Cierro los ojos y las repito con colmo de precisión. 


 Ha viajado a Haití, a Kosovo, a Rumanía,  a Etiopía, a la India, al corazón de la Semana Santa o a las escuelas vetustas y admirablemente firmes en su vocación de templo, las abandonadas o las a pie de abandonarse. Su método de trabajo se nutre de esa verdad ajena a la verdad pedestre, a la de lo cercano, que no tiene por qué no exponer una épica, un desvalimiento de lo prosaico. Compró su primera cámara por puro azar y, en parte, por su timidez. Tenía 16 años y el colegio de su Puertollano natal le había dado boletos de una lotería que sufragase un viaje de fin de curso a Ceuta. No viéndose atrevida para la venta, forzó a sus padres a que compraran todos los números. Quiso esa suerte, aquí un poco agraciada por todos las papeletas de las que disponía, que el premio (económico, al parecer) le sonriera, se dice a lo común así. En ese mismo viaje lo empleó en hacerse con esa cámara bautismal. Había iniciado su idilio con las imágenes. Dijo que era suya y evitó pagar impuestos en la frontera. Antes de ese momento, ella ya jugaba a ser fotógrafa en casa con la vieja cámara de su padre. Su pasión era el viaje por la España oculta, la apartada, la invisible. “Intenté fotografiar el alma misteriosa, verdadera y mágica de la España popular con su pasión, su amor, humor, ternura, rabia, dolor, con su verdad; y los momentos más intensos y plenos en la vida de los personajes, tan simples como irresistibles, con toda su fuerza interior, en un desafío personal que me dio fuerza y comprensión y en el cual invertí todo mi corazón”. 


Su descomunal exigencia la hace cribar su trabajo con el mismo entusiasmo con el que dispara su cámara: de cada 1000 instantáneas, elige 10, la escuché una vez. Su documentalismo, esa indagación antropológica, precisa un cribado al modo en que el reportero o el periodista se cohíbe, recula ante la cantidad y expurga hacia una especie de todo seminal y luminoso, aunque Cristina García Rodero eluda el color y fije en su majestuoso (trágico, áspero, lírico, divertido, hermoso siempre, según el caso) sentido de la imagen. Es la fotógrafa española más laureada, miembro de la Agencia Magnum, referente para quien empuña una cámara con intenciones estéticas o narrativas. Dijo una vez temer a hablar en público o a escribir: su palabra es plástica, no precisa de la intermediación del lenguaje, lo rescata en la mente de quien, fascinado, mira. 

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