12.12.22

346/365 Mazinger Z

 



En 1978 yo tenía doce años y la sobremesa de los sábados pertenecía a Mazinger Z. No había otra cosa que me entusiasmara más que el robot gigante construido por el doctor Kabuto y manejado por su intrépido nieto Koji para frenar los planes malvados del temible Doctor Infierno y su esbirro, el barón Ashler, mitad hombre, mitad mujer, híbrido cabrón de dos momias resucitadas. Recuerdo el planeador encajado en la cabeza del robot gigante y su compañera de metal, Afrodita A. Los puños de uno y los pechos de otra derrotaban invariablemente a la interminable legión de robots que las hordas del mal gobernaban. Adoraba las fábricas ocultas en donde se montaban las máquinas del enemigo. No tuve ningún muñeco de Mazinger Z, ni coleccioné cromos (creo que de Panrico), ni busqué el cómic, siendo yo entonces consumidor habitual, más en préstamo de amigos que por propia iniciativa doméstica. La economía familiar permitía pocos excesos y las cosas buenas que daba la televisión eran gratuitas. La palabra merchandising no existía. Los niños éramos cándidos, de una inocencia rayana en la austeridad. Queríamos imágenes, aventuras, espectáculo, pirotecnia. Supe muchos años después que la serie se canceló por ser "demasiado japoneses, demasiado violentos", así que no pudimos verla entera. La sustituyó una cosa absolutamente risible que se llamaba Orzowei, un Tarzán lánguido y de pocas luces. No vi ni un episodio, aunque la machacona melodía de sus créditos pueda tararearla sin rubor. Creo que no me importó conocer un final. Mi deseo era meramente plástico, pictórico, mitológico. Aquel coloso mecánico sorbió el seso a toda la chiquillería. Heidi y Marco, otros productos de factorías niponas, eran lacrimógenas incursiones en un territorio que nos era ajeno, aunque nos las tragáramos sin chistar, por no haber otra cosa con la que entretener las tardes en casa. La imaginería bélica de la serie era fastuosa. Aprendimos que existen los misiles o esos haces de energía destructiva (fotoatómica, puede ser) que no tenían rival en nuestra memoria violenta. Aprendimos la palabra "aleación", lo cual es mucho más de lo que a veces se extrae de una clase de química en un aula: la de nuestro amado robot era Z. Esa pintura sobrenatural lo hacía invencible. No hacía falta una nomenclatura más épica. Como no teníamos interés en etiquetar el placer, no supimos que ese tipo de dibujos animados se llamaba Anime. Duró 27 sábados, parece, pudiendo alcanzar la más longeva cantidad de 92. Cuando Telecinco la repuso, no tuve disposición anímica de retomarla. Las tetas de Afrodita, robot fémina pilotada por una chica, Sayaka, dibujada con atrevida minifalda y locamente enamorada de Koji, podrían haber sido la primera incursión erótica de muchos de nosotros, si se me permite el atrevimiento. James Ballard o David Cronenberg aplaudirían que un muchachito imberbe y sin hacer todavía se engolosinara con toda aquella cacharrería improbablemente lúbrica. Ni Comando G (La batalla de los planetas) ni Bola de Dragón, más adelante, encandilaron mi imaginación como ese robot maravilloso que todavía (han pasado 40 años) me hace sonreír y pensar lo felices que fuimos. La canción del intro de la serie sigue en mi cabeza. Hoy he sabido que su autor (Ichiro Mizuki) ha muerto de cáncer. Había compuesto más de 1000 canciones de animación japonesa. Yendo esta tarde hacia el trabajo me he puesto esa pieza antológica. "Planeador abajo...". "Puños fuera...". 

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