2.12.22

336/365 Eliseo Diego


 El lunes empezó la eternidad. La toqué con mis manos trémulas, la sentí con mi corazón minúsculo, la recogí en mi alma ciega. Luego el día declinó hacia la noche sin tasa y mis manos y mi corazón y mi alma perdieron el fulgor de ese milagro. Me distraigo con las preguntas de antes, pero las respuestas no me confortan. Me conformo con el silencio de siempre, pero hay un ruido que bulle o una luz que me apremia a que no desista y el tiempo no sea penumbra ni oro súbitamente empobrecido. Me obligo a reparar la tristeza, me obstino en habitar la majestad limpia de la memoria, su rumoroso trabajo de fondo, todo ese alarde de rosas que en el vasto jardín no dejan de perfumar esta tristeza. En todos los poetas hay un principio de humildad que le impide abrir mucho la boca y decir las palabras más exactas. No las hay, no es ni bueno que las haya. Va uno trenzando unas, despeñando otras, concibiendo un poema que no se acaba nunca. Vendrá más tarde la muerte, tan callada; acudirá con su exceso de gravedad, con su traje de militar gris que ha visto todas las tumbas de todos los amantes. No será el amor el que galope, ni la soledad compondrá un vals para que baile un hombre solo. De pronto, un río se parece a mi voz. Se aleja, se va difuminando, adquiere la consistencia de la niebla, se puebla de un caudal lejano de rumores, se abisma en una sombra, se sacrifica en un abrazo que la tierra agradece y del que no sabemos nada. 

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