27.12.22

361/365 Don Quijote de la Mancha

 


                                              Ilustración: Gustavo Doré





Nunca pensé en serio en que un libro hiciera sangrar o nunca hilvané la sangre con las letras, pero siempre anduvieron enfrentadas, se oponían, era la espada contra la pluma. De hecho mucha de la literatura heroica, lo cual quiere decir la literatura fundacional, la que se difundía de viva voz, se alimentaba de esa dicotomía antológica: la de la belleza misma ocupada en firmar los armisticios, la de la luz conjurada a vencer a las sombras. Que leer sea un viaje es algo que acepto, pero hay viajes terribles; de algunos uno vuelve herido o no vuelve. El viaje de la lectura puede dañar a quien lo acomete: tenemos a nuestro Alonso Quijano, que al término de pensar mucho el nombre que más le convendría para sus andanzas caballerescas, decidió ser Don Quijote. Hay que pertrecharse bien para no flaquear o para no dejarse engullir por las palabras o por las historias o por las dos cosas juntamente. Leer es un asunto de solitarios, no puede ser de otra manera. Lee el que no le importa apartarse, cerrar una realidad y abrir otra que la sustituya. Lo que sucede es que no sabemos cuál realidad será la escogida. Hay donde escoger. Hay tramas tóxicas y las hay nobles. Es el mismo principio del bien y del mal o el de la luz y las sombras o el de la paz y las guerras. Quizá interese en el fondo penetrar en esa hondura, ir ahí abajo, observar de cerca el veneno, si lo hubiera, dejar que la sombra intime con nosotros, ver el abismo y darnos cuenta de que el abismo también nos ve. Interesa que corra un poco de sangre: no la de verdad, sino la fingida, la sangre fabulada. Hasta las tramas oscuras, las duras de entrar, las que se aprestan a que un poco de dolor acuda, nos hacen viajar. Porque siempre es un viaje la lectura. Lo de escoger un paisaje duro y agreste o un prado endulzado con flores depende de las ganas que tengamos de escalar o de pasear plácidamente. En estos días, prefiero leer cosas que me cuestan, todas de las que extraiga un discurrir nuevo. Sé a qué acudir, sé dónde están, sé también qué bien (al final) me procuran. Sé todas esas cosas. Siempre las supe, pero no siempre deseé que me impregnaran. Es cosa de bajar las escaleras y llegar abajo. Lo que hay a ras de vista está más que aprendido. El libro que más he disfrutado, al que he bajado con más perplejidad, del que he aprendido más, con el que he amado mi bendito idioma español, ha sido el del bueno de Alonso Quijano, el Quijote de la Mancha. No ha habido una continuidad en eso. Lo leí cuando no convenía, hasta creo recordar que no lo acabé. Fue una cuestión de respeto, imagino: no era el momento, no lo es siempre, hay cosas que merecen un aplazamiento, esperar a que hasta el mismo cuerpo esté preparado. La literatura es algo orgánico, eso lo he sabido desde hace mucho tiempo. 


No sé la razón, pero El Quijote ha sido mi lectura veraniega habitual. La he disfrutado siempre en verano como si no supiese nada de ella, como si no la conociera, como si la lectura que le hice hace veinte años no tuviese asiento en mi memoria ni en mi manera de entender la literatura, asunto que (por otra parte) muta conforme van cayendo libros y mi parecer se matrimonia con las nuevas lecturas y con la novedad (bendito ese asombro) que me procuran. De Cervantes diré que usa un castellano esplendoroso. Es la primera causa de admiración o de gratitud. Por encima de las bondades narrativas, de los hallazgos meramente novelísticos (pensemos que es la primera novela de todas las novelas, pensemos que mucha de las posteriores nacen de este capricho) lo que fascina de Cervantes es el manejo exquisito del lenguaje, la inclusión no forzada de la lengua popular embutida en un traje sofisticado, pero accesible. El Quijote es divertido: te ríes, te ríes mucho. No sé pensar en El Quijote sin que se me cruce toda esa a veces feliz contaminación cultural que lo ha reclutado para fines no enteramente literarios. Tampoco sabría desmenuzarlo, hacer aquí un texto largo en el que me explique a mí mismo su esencia. No hay interés, no lo hay en absoluto. Me interesa ahora el pensamiento quijotesco. Hay ratos en el tráfago del día en los que me viene un pasaje y pienso a la manera del Caballero de la triste figura. Dura poco. No creo que el bueno de Don Alonso Quijano fuese feliz en este alborear del siglo XXI. Su extravío sería más disperso. No caería en el veneno dulce de los libros de caballerías: lo que le atrofiaría el seso sería internet, ese infernal perpetuum mobile que es el google.

De El Quijote recuerdo con frecuencia cosas repetidas. Una de ellas es el amor que le profesa a su Dulcinea del Toboso. Tras tanto penar, confundido y enajenado ya irreparablemente, Don Quijote se deja conmover por el silencio, depone las armas, abraza la solicitud presta de la muerte y, más que ninguna otra pesadumbre del espíritu, renuncia a su amada: vuelve a ser Alonso Quijano, pide la estimación que se le tenía antes de que se le secara la mollera y arremetiera contra molinos, falto de juicio, quién sabe si con todo el posible cuando ansía merecer el favor de su señora y desfacer los entuertos que abundan en los caminos a mayor gloria de los caballeros andantes. Lo que más duele al cerrar el libro es que el héroe de todas esas aventuras termine vencido por la razón y el delirio puro del hombre conjurado a un propósito noble, más alto que la propia vida, sucumba ante la antojadiza prudencia de la realidad, que ora te arroja a la batalla, ora te conmina a que la clausures, que noticia alguna de la locura le disuadiera de su empresa y sus cuitas y fuese el desengaño el que trabajara su desánimo hasta que hincó la rodilla y se postró en el lecho póstumo. Don Quijote es el preámbulo del hombre moderno. No ve lo que los demás, siendo lo mismo que los demás lo que ve. Posee la elocuencia del alucinado, la aguerrida condición del valiente, el arrojo de quien no tiene otra voluntad que la del corazón arrebatado por la épica de la sangre y de la verdad. Y el Caballero de la Triste Figura siempre tendrá la cara que le dibujó Gustavo Doré. 

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