13.12.22

La tiranía de la sangre

 Fernando Savater decía en un librito muy ameno (El mito nacionalista) que las doctrinas políticas se escudan en falsedades astutas que pronto adquieren la popularidad suficiente como para ser atractivas y concitar el beneplácito y la adhesión del ciudadano soberano. Que la verdad, en política, no despierta nunca entusiasmo alguno, sino interesadas afinidades, complicidades de taberna o, a lo sumo, cercanías teóricas. Algo así viene a suceder en la vida, que es una especie de madre amantísima de la política y es (inevitablemente) secuaz inteligente de sus prodigios y de sus debilidades. Si siempre anduviésemos con la verdad, con la estricta verdad, la vida sería insoportable. Hay que impregnarla de una razonable ración de engaño. Toda la literatura se ampara en esta reflexión: el escritor traza una línea entre la realidad y la ficción y se encarama (ufano) a su prosa para contemplar con la debida distancia el paisaje narrado. Vivir, tal vez, consista en un formidable y trabajoso eslalon entre lo que es cierto y lo que no debe serlo, entre las certidumbres absolutas y las mentiras necesarias o entre la mecánica del corazón y la de la cabeza o entre las metáforas y las estadísticas o entre un abrazo y un bocado. En base a ese criterio, vamos tirando, con más o menos fortuna, ganando en experiencias y perdiendo en todo lo demás. Porque en lo demás acabamos siempre perdiendo. Hay quien acepta este pacto y se deja engatusar por el engaño y quien, en la discusión con uno mismo, se tortura, se pierde, malgasta los días y las noches en la inútil empresa de razonarlo todo y darse el gusto (imprudente) de ordenarlo y creerse que algo de lo aprendido verdaderamente vale la pena. Ahí está el filósofo, que es un escritor más ensimismado de la cuenta. Por eso conviene que finjamos que todo va bien: que tal vez algo no marcha, pero que incluso esa inconveniencia formal está prevista y no debe alarmar ni fomentar el desencanto. El escritor tiene un refugio extra al común de los mortales: su diálogo con la Eternidad, con todos los demás escritores que le han precedido en el jaleoso y febril decurso de los siglos. Cuando alguien escribe sobre la inmortalidad, Heráclito o Borges le miran. Cuando se escribe sobre la belleza, asiste Juan Ramón Jiménez o Rubén Darío. La mentira es un buen lugar para vivir en el mundo. Al menos, en lo libresco. Salinger no ignoraba este máxima. La literatura es un material fungible, hermosamente imperfecto, eventualmente útil, pero también es un artefacto de consumo, un bien más de la golosa cadena de montaje de la gran bestia capitalista. La literatura es entonces el simulacro de libertad dentro del estricto territorio de actuación en donde se nos ha permitido actuar. Sea cual sea. El escritor cruza esa frontera: va y viene por ella. Sólo él está autorizado. Los demás asisten a la ceremonia. 

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