8.12.22

La lluvia

 


Llueve con avaricia,

llueve como si no hubiese otra cosa que lluvia,

llueve a conciencia, llueve hacia dentro,

llueve con vocación avara.

El cielo cae sobre nuestras cabezas, a plomo,

sin otro alarde que el peso antiguo de su extensión infinita.

La tierra está cumplida de agua.

Se multiplica el agua en el agua.

El barro invade el himno primordial del aire.

Asciende como un pájaro al que hemos permitido el vuelo

y desafina en un cascabel lujurioso de brincos

hacia las nubes perfectas.

Gris el cielo en la bóveda del universo,

sin lustre, sin alegría.

Asombra esta tozuda verdad líquida.

Cansa y aturde.

Persevera el cansancio y se hace rutina.

Llueve como una advertencia.

Ya se sabe que el apocalipsis

es una metáfora del miedo a que exista Dios

o a que definitivamente no exista en absoluto.

Porque la lluvia la escribe un dios caprichoso y rudimentario.

Un dios como una incertidumbre metafísica.

Un dios invertebrado, un dios loco, un dios soberbio.

Tiene la lluvia un misterio de dios invertebrado, loco, soberbio.

Llover es un poema de uno de esos dioses

a los que nunca miramos a la cara,

pero a los que ofrecemos plegarias y levantamos,

en la oscuridad de los templos, altares imposibles.

Llueve con avaricia,

como si hubiese otra cosa que lluvia.

A conciencia. Hacia adentro.

Con vocación avara.

Uno busca palabras grandes que expliquen esta lluvia

febril que nos niega la luz.

Uno urde alquimias, se abastece de pudor

y mira al cielo sin afecto.

El demonio del agua funda

catedrales en el pensamiento.

Vastas catedrales de agua hecha ciego cántico.

Ebrio de asombro, pequeño y extraño,

miro el milagro de la lluvia desde la ventana.

El cielo se desploma.

Lleva toda la vida el agua cayendo

sin misericordia sobre el mundo.

La tierra es un espejo del cielo.

Las palabras están mojadas.

Los gestos, mojados.

Los ojos, de tanto mirar agua, parecen nubes.

El corazón también sufre el severo aviso del cielo.

Duele el corazón y se pone triste al advertir

que no lo atraviesa la dicha

ni el gozo de la carne ni el de las palabras.

Llueve como si no hubiese pasado otra cosa

desde que el mundo es mundo,

 y solo hubiésemos tenido lluvia.

Los campos están angustiados.

Se les ve la angustia desde lejos. 


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