14.12.22

348/365 María Victoria Atencia

 



No podrá ser que en el sueño de un niño, de cerraditos que tiene sus ojos, quepa la moneda de un ángel.

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La aldaba de la piel es una palabra. Los dedos pesan el eco.  

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Más que avanzar, la sangre tantea, pero se aburre y se deja ir, El agua es sangre emancipada. Se puede decir a la reversa  

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La tierra no conoce la memoria del muerto. 

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Tras el fuego, cuando el cuerpo reposa, gime el aire.

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El insomnio es la costumbre del insatisfecho.

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Oír crujir hojas en mitad de la noche como quien, descalzo, recorre un palacio en el que nadie lo mira.

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Lo bello no tiene gramática.

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Un pájaro, apenas uno sin alarde ni cántico, al morirse en pleno vuelo, no cae nunca. 

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Todo es anhelo de vivir y tiende el aire su destreza de siembra para que yo descanse este peso de fruto.

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Hasta aquí la sed, el tenue susurro del agua en la primera convocatoria del día. Luego vendrá la trama frágil del olvido, vendrá el poema -ajuar de mi voz - y seré insostenible eco de la palabra que me nombre.

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Cuando muera, dispondrán mis cosas sobre la cama. Dirán: no hay nada más que haya pedido llevarse.

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No arde la llama, ni el agua en su cauce se sobresalta ni apura. Es todo blonda de un corazón que todavía no ha comenzado a improvisar, loco, su insistencia y su delirio, el vértigo de su recado antiguo.

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 El que se va, cuando se le hace emprender el camino, sin que lo conozca, sin la voluntad de recorrerlo, no se mueve nunca. Se cree árbol, aprecia el peso de la raíz sujetándolo a la tierra, mueve con orgullo las ramas.

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