31.12.22

Cántico y clausura

 Hay días en que agrada recordar qué se hizo un año antes. No es un motivo que aporte nada relevante, pero imagino que es una manera (una cualquiera, hay otras) de festejar el paso del tiempo, su bendita concurrencia, su abrazo y su esperanza de futuro. Acaba el 2022, que ha sido, en general, un buen año. No hay ninguno que lo sea enteramente. Hay padeceres propios y ajenos que nos turban y aplazan la alegría inmediata que reporte su recuerdo. Escribí este poema una mañana de 31 de diciembre. Hoy lo releo y me esmero (es un decir, yo no sé hacer eso) en corregir, en tachar, en añadir. Uno de los propósitos del año venidero será cuidar la escritura, hacer que no sea únicamente el volunto de un momento, la irrupción de un estado de ánimo o la constatación de algún tipo de inspiración que azarosa y festivamente me abrace y acompañe. Deseo que sea un buen año para todos. Que todo cuadre, que nada chirríe, que la alegría, tal vez de menor predicamento que la felicidad pero infinitamente más útil, nos embargue con sus ocurrencias y sus frivolidades. Para todo lo serio, lo que nos rebaja y apena, no tenemos gobierno. Todas esas cosas acaecen sin que se las llame. Gracias a todos los que habéis venido por aquí a leer, a acompañarme. Nos vemos el año que viene. 


CÁNTICO

 

I


Me preguntaron

si había previsto la luz,

su descenso y su desvelo,

si estaba la lluvia, 

su olor a pan recién hecho

y a tierra que gime,

si sabia del paisaje después de que llueva,

el tiempo que tarda la luz

en rodear por entero una palabra

y gobernar su tránsito por los días.


Me preguntaron

si en la creación de la sombra

había procurado esconder 

un milagro sin aristas,

un corazón con un corazón dentro,

una ventana desde donde los cuerpos 

son únicamente fuego

y tienen ira en los ojos

y una lanza oxidada en el costado.


Entonces escribí

la trama infinita de la lujuria,

el pulso de las grandes palabras.

Devoré un pubis ecuménico,

un alarde  de asteroides

y aspiré el aire nuestro sin pudor 

en el loco esplendor de esa vigilia.


En ese desorden multiplicado

amé la blonda sublime del cuerpo profundo,

amé el origen de las cosas,

amé las mareas

sobre las que un dios inventa

naufragios, brújulas, niebla  

Amé la semilla, el verbo amé.

Le  extirpamos la flor

y el vuelo y quedó todo  en fuego manso,

en la liberada costra 

que un día fue cáliz

o recamado fulgor que se convida de besos. 


II


La luz se astilla,

la sombra proyecta pájaros,

todas las almas acuden:

las almas con su templo,

el templo con sus dioses puros,

los dioses con su pandemia oscura.

Se instala la suprema evidencia 

de que algo verdaderamente importante

va a suceder y vamos a contemplarlo.

Tengo desde anoche una fe 

absoluta en mis extremidades,

tengo las certezas que nunca tuve,

tengo todo el amor disponible,

tengo el corazón en limpio,

el amor ocupando 

el centro cartesiano de la semilla.


Viene Dios esta noche todavía cerrada,

me busca un extravío de cordura.

Hay tramas de muerte en la herida recién abierta

o vamos a llenar todo de amor,

manso amor, amor primordial y limpio,

amor telúrico, amor desbocado, 

la cópula perfecta entre el alma y la tierra,

la cópula alada, plena de empeño, clara,

la gran cópula de los músculos perfectos,

el catecismo de la carne. 

Y el cielo mismo en mis palabras

escribe un salmo, recita un himno. 


Los vivos mirando la boca de la muertos,

los muertos susurrando al oído de los vivos,

predicando con trémulo afán, 

buscando la sílaba exacta

tras la que la divinidad 

esconde su trampa antiquísima,

y otra vez se enciende la memoria. 


Trae ayer desparramado la memoria,

eco, mansiones para el júbilo.

Creo en las horas frágiles del día,

en las horas elementales por las que discurro y me esparzo,

en el camino humano donde la nieve

cede al peso invisible de la mirada.

Creo en la gracia y en la dicha

y rectamente procedo a notificar 

bajo notario su existencia.

Los poetas están en guardia, alerta la palabra.


III


El tiempo de los poetas ha llegado.

El río asciende la noche. 

La noche vibrando como un adjetivo

en su plenitud de oro.

Todo es tangible, vagamente íntimo.

Vivir entonces sin que nada nos aturda,

vivir así el regalo efímero de entendernos,

el vuelo manso del verbo sin contaminar,

el verbo novicio, el verbo considerado

 el principio motor de la carne.


Luego vienen los profetas con su tabla de hechizos,

el canto de las almas que buscan 

un lugar arriba en el cielo perfecto de la salvación. 

Vienen los dueños de las horas. 

Saquean lo que ven, nada queda libre,

sólo hay muerte, iglesias vaciadas,

la dulzura del credo convertida en óxido,

el sueño de los perversos.



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